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martes, 31 de octubre de 2017

Halloween

La última vez que asistí a una fiesta de disfraces en Cuba, me vestí de mendigo. Mi atuendo y apariencia resultaron bastante convincentes: zapatos rotos que dejaban ver dedos tiznados, sombrero estrujado y sucio, un cabo de tabaco asomando por una esquina de mi sonrisa dispareja, y la ropa que alguien utilizaba para ir a los trabajos voluntarios. Además, por aquella época mi figura y mi rostro no andaban lejos de la indigencia. Yendo hacia el sitio, quise probar la efectividad del personaje asumido, y le pedí cincuenta quilos a un transeúnte que llegó a registrarse los bolsillos, sin encontrar dinero suelto. Un par de muchachas huyeron de mi presencia, al intentar piropearlas. En definitiva, al final de la noche el premio se lo llevó el pintor Hermes Entenza, quien se recubrió convincentemente de verdeolivo, cinturón de cuero, botas rusas, y gorra de guarapito. Se parecía demasiado a ese mismo tipo que nadie quiso mencionar. Entre monjas, payasos, caballeros y mendigos, aquel disfraz no tenía discusión.
   Tarde esa noche, alguien me dijo que mi disfraz no había sido exitoso, por ser demasiado natural. “En este país, casi todos somos mendigos. Unos visten regular, pero viven como mendigos. Otros se visten como tú, o peor, y son parte del paisaje común. Somos pordioseros de alma y cuerpo”.
   Cuando miro las fotografías que dan testimonio de lo que pasa hoy en la isla, pienso en mi disfraz de hace tantos años, y lo veo repetido y repartido: un Halloween donde casi todos han tenido que volverlo a usar, irremediablemente.

© Manuel Sosa

lunes, 30 de octubre de 2017

La lengua imperial

Unos años más, y la influencia soviética se hubiera radicalizado en ciertos aspectos del inconsciente insular, los vulnerables, los que se dejaban teñir sutilmente de idiosincrasia imperial. Cierto era que el alma eslava compartía muchas afinidades con nuestros ademanes resueltos, si las comparábamos, por ejemplo, con las anglosajonas: familiaridad, propensión a la fabulación, credulidad civil, animismo festivo. Lo soviético, forzado desde la cúpula administrativa, rechazado por naturaleza entre la ciudadanía (el injerto estepario que no lograba asimilar la savia de la templanza) al provenir de un universo tan lejano como intraducible, tuvo entonces que buscar conexiones aleves.
   Las películas y programas televisivos, si bien eran objeto de ridículo en la masa, iban dejando matices y patrones en las mentes infantiles (los dibujos animados, sobre todo), en las de los jóvenes que aspiraban a sumarse (“integrarse”) al sistema (los manuales, las series educativas, la retórica del folleto y del manual) y en las de quienes buscaban el brillo revisteril como consuelo a la desnudez de sus paredes y libretas de clase. Quizás el remanente más aprovechable (que no provechoso) haya sido la avalancha de nombres, a los que nuestros oídos parecen haberse acostumbrado ya: Vladimir, Yuri, Aliosha. Cabe extrañarse de que el idioma ruso nos haya dejado tan pocos préstamos lexicales y tantas formas patronínimas, contando los derivativos y las imitaciones fonéticas que a muchos cubanos identifica.
   El gobierno biranense siempre ha alardeado de rectificar sus errores, pero nunca ha castigado a los culpables (o por lo menos al gran culpable). Las meteduras de pata, algunas proverbiales, las ha pretendido borrar sin siquiera mencionarlas. Que el olvido se encargue de ellas; las reescrituras, la magnificación de alguna parte del Todo. Cuando decidieron promocionar al idioma ruso como segunda lengua del socialismo tropical, no tomaron en cuenta su utilidad comunicativa sino su simbolismo. Constituyó uno de los tantos gestos gratuitos, que en calidad de subalterno se anotaba el virrey barbado. En vista de que el inglés no parecía disminuir su influencia entre las nuevas generaciones, el frustrado aprendiz decidió hacerle competencia. (Es notorio que un abogado republicano, en un entorno tan propicio como el de sus años universitarios y de práctica profesional, no hubiese pasado de la torpe basic conversation. El hecho de que un estadista que dice saberlo todo no pueda sostener un diálogo elemental en el idioma de su omnisciente enemigo nos informa de su verdadero intelecto).
   El entusiasmo por el idioma de Pushkin, impuesto por las circunstancias efervescentes, llegó incluso a la radio nacional, con sus clases sistemáticas y los concursos espectaculares que incluían viaje al territorio de donde procedían tales gorjeos. Las escuelas preparatorias, que entrenaban a los universitarios que harían carrera en la lejana taigá, se ocupaban de suministrar la mayor cantidad posible de cirílico, como inicial salvavidas, con la confianza puesta en que la práctica y la necesidad se ocuparían del resto.
   El ruso, cuya riqueza léxica y sonora no es perceptible para el hablante latino (y espero no estar categorizando), fue introducido en los programas de enseñanza secundaria en alternancia con el inglés. Fue una arbitrariedad mayúscula, por la que pagaron consecuencias los propios estudiantes. Verbigracia: si cambiaban de escuela y les tocaba el otro idioma, tenían que comenzar de cero; al llegar a la universidad, que no incluía la lengua camaraderil en sus programas, debían aprender en un mes lo que no habían aprendido en seis años. Pero la consecuencia mayor fue su inutilidad final, cuando se hundió para siempre el acorazado moscovita.
   Destino fatal el de aquellos profesores, que casi al borde del retiro tuvieron que cambiar de diploma y hacerse discípulos del sistema que alguna vez sus amistades les reprocharon no haber adoptado. O de los que, sin instrumental ni vocación, tuvieron que escoger la enseñanza de la literatura, por resultarles menos fatigosa en el declive de sus vidas profesionales. Sus historias forman parte del absurdo castrista, que prosigue imperturbable dando tropiezos, sumando necedad tras necedad, incoherente.


© Manuel Sosa

viernes, 27 de octubre de 2017

Apuntes de lo Virtual

¿Cómo reconocer un libro cubano por su título?
Si es un fragmento de bolero. Por ejemplo, algo así como: “Sutil llegaste a mí”.
O si contiene algunos de esos adjetivos que nos dan cosquillas metafísicas: “perpetuo”, “infinito”, “profundo”.

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No sé si es para preocuparse o alegrarse que la Seguridad del Estado ya no lo lea a uno.

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Tuve la precaución de leer esos libros, aprovecharlos y olvidarlos antes que les cayera encima la muchedumbre.

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Cosas del español, que uno tenga que ser alguna de estas cosas que suenan horribles: huérfano, comensal, peatón, hijastro, usuario...

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Indagación del choteo en su faceta pre-origenista:
-Verbum (Plomum)
-Nadie Parecía (Pero Todos Lo Eran)

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Diarrea, contabilidad y cantaleta: nueva fórmula de éxito para la poesía cubana.

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Experimento: un poeta que no puede salir del bosque frondoso.
El poeta corriente se queja de tanta sombra.
El poeta divino canta a esa sombra, y a luz que le espera.
El poeta irrepetible se da cuenta de que experimentan con él. Y se da el lujo de callarlo.

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Creo que Dios será generoso conmigo cuando me llegue la hora. Él sabe bien que nunca he dicho “por ende” ni “a la postre”, y ya eso es mérito suficiente.

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No, la exageración no es el vicio más grande de los cubanos.
Es el eufemismo.

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¿Pertenece usted a esa literatura cubana que se echa talquito en el culo?

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Voy a dejar de beber completamente para poder disfrutarlo como algo novedoso cada vez que vuelva a beber.

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Wenn ich Nueva Trova höre ... entsichere ich meinen Browning!

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Esto es lo que dicen los críticos de poesía cubana al enfrentarse a cualquier libro:
-lírico y altamente testimonial…
-una propuesta valiosa y llena de hallazgos…
-heredero de las mejores tradiciones…
-directo y profundo a la vez…
-un gran manejo del lenguaje…
-poesía colmada de vivencias…
-el cuidado formal, de singular calidad…
-discurso certero…

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Nuestra generación, la llamada de los 80 (salvando algunos casos, por supuesto) ha dejado chiquita a la generación del 50 en cuanto a cursilería y servilismo. Y lo que falta por ver...

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Empacho de zanahoria: Atiborrarse de Luis Rogelio Nogueras.

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El pesao poético:
Dormir gabrieldelaconcepcionvaldesmente; o sea, dormir plácidamente.

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El sufrimiento siempre ha sido un buen negocio.


miércoles, 25 de octubre de 2017

Rehabilitación y Cultura de masas

Otra manera de darle curso al exceso de cultura: verterla en las cárceles. Constituye una excelente iniciativa, si bien ya se usan otros desagües con efectividad: Venezuela, Bolivia, las plazas públicas. El material artístico que se sigue creando ha rebosado la Barataria, y las autoridades deben seguir buscando vías para desahogar tanto espíritu. Si antes sólo las minorías se daban el lujo de apreciar el verdadero arte, ahora deben invertirse las proporciones. La meta consistirá en que el peso de la población cubana ha de tener voz por medio del teatro, la trova, la poesía. Cuando menos la declamación, para aquellos en quienes el sentido imitativo haya opacado sus nunca floridas dotes. No todos podrán ser un Vicente Feliú, con voz desfallecida y todo, pero un Luis Carbonell sí que es accesible al ciudadano corriente.
   Llegará el día en que todos los cubanos se manifiesten, estéticamente, de una manera sesgada; usando el mismo lenguaje de apariencias, pero con dejos emotivos. Si ya han aprendido a usar la máscara cotidiana, el esfuerzo debe ser minúsculo. Con el incremento de las matrículas en las escuelas formadoras de instructores de arte se garantizarán los cimientos teóricos. Nunca estará de más el acumular escritores, pintores, bailarines e instrumentistas. Grato es exhibir una audiencia que aplauda y a la vez ejecute. Inigualable esa satisfacción de un pueblo que sabe teorizar y explicarse por qué se aplaude a sí mismo.
   Las antologías y diccionarios biográficos dejarán de ser un espacio reservado a los escritores significativos. Pronto circularán, en las Ferias permanentes, ediciones de lujo que muestren al mundo cuánta retórica pudiera derivarse del Prototexto, del Enunciado que balancea las ecuaciones sociales hasta eliminar toda preponderancia. Será el verso del vecino, la prosa del transeúnte, la metáfora del viajero, frutos del taller y la convocatoria ya nunca más gremial.
   Las pinacotecas, símbolo de exclusivismo en otras latitudes, se igualarán a la plaza cívica, a la tribuna de la evidencia, donde cada trazo tendrá su justificación lógica y no provendrá del oscuro capricho individual: el arte que miente para conmover. Las galerías no volverán a ser recintos esotéricos y paredes altivas.
   Nada más natural entonces que volver la mirada a la ergástula, donde los diputados que alguna vez fueron juglares o gimnastas han descubierto nichos por colmar. Allí donde un ingenuo hablaría de prevención del crimen, de mejoramiento de condiciones, de cambio social, de apertura económica y eliminación del delito de opinión, ellos han interpuesto sinécdoques, aliteraciones, aprendizaje de escalas cromáticas, fraseo, digitación y técnicas al óleo. Donde un ingenuo aludiría a la composición racial de cada galera, los diputados hablan de galeristas y composiciones para cuartetos de cuerdas. Las únicas fugas permisibles serán las del pentagrama. El pabellón se convertirá en tálamo donde florezcan los epitalamios por venir.
   En un país donde se permiten encarcelar al posible criminal para prevenir que atente contra la ley, no estamos lejos del tiempo en que los aspirantes a la gloria artística se conviertan en malhechores, para así poder divulgar sus obras. Pero si la revolución cultural y la batalla de ideas terminan por imponerse, rehabilitados adentro o estilizados afuera, no importarán tanto las diferencias.

© Manuel Sosa

lunes, 23 de octubre de 2017

21st Century Schizoid Man

Es un mecanismo de defensa: creemos renunciar a lo que tanto anhelábamos hasta hoy, cuando en realidad nos han ido apartando, sin haber caído en cuenta. No fue nuestro arbitrio, ni el despecho que ahora manejamos con naturalidad; el nudo se fue deshaciendo, imperceptiblemente, hasta dejarnos libres. Y tal flaccidez no es otra cosa que el despojo del ideal que nos mantenía despiertos, escribiendo, ensayando las retóricas convincentes. Era una sombra del pasado, era una mujer, o un árbol que no derribaban las fuerzas telúricas. Un coro imaginario, que creímos real. Pudimos ignorar la dicha mostrada como calamidad, el adagio que repetíamos a solas, ya tarde: “Fue nuestro, y no lo supimos nunca.” Cada quien sigue atado a su instrumento, o a lo que le arrojaran de limosna, por soltar lastre. Nos hemos engañado a nosotros mismos. Donde resonaba una melodía y su eco grato, existía una sima infranqueable. Donde relucían letras sobre pergaminos traídos de ultramar, faltaba el sentido que se ocultaba detrás de la sonoridad. Donde se insinuaba el deseo, asomaba el cansancio de una forma. Donde se anunció el viaje para el reencuentro, se cortaban las amarras. Cuando pensamos morir de éxtasis, las puertas se fueron cerrando. Sin respuestas, golpeamos las paredes y vertimos ceniza sobre las losas. Finalmente, abjuramos de esa pasión pasajera, formulada sobre la base de la nostalgia. Y es duro reconocerlo: no tuvimos que renunciar a nada. Así manteníamos el orgullo intacto, creyendo tener peso sobre las circunstancias. Esa sombra del pasado, esa mujer o ese árbol nos habían borrado de sus ámbitos, desde mucho antes. Narcosis, quimera, polvo que se devuelve a la lápida que limpiamos en vano: Cerrados hasta aquí tuve los ojos. Y luego, el otro silencio.

© Manuel Sosa

viernes, 20 de octubre de 2017

Retrato de crítico con espejo roto

Ahora se arrebuja con la manta y su libro, colmado de sí, en el mismo sillón donde leyó y releyó lo que debía y no; y sorbe la tisana que humea sobre sus posesiones: cuadernos y tomos apilados que alguna vez fueron garabateados sin compasión. Las paredes muestran un par de acuarelas de (pintadas por) amigos muertos, un óleo heredado y el espejo roto que ya no consulta. “Saldo”, los biógrafos le llamarán a esto. También “fruto de una larga labor”, y todo terminará apilado en otra parte, ni siquiera como inventario o despojos, porque es el tipo de cosas que se dispersa sin que haya retribución o pérdida.
   Pero todavía puede rumiar tanta perspicacia, suya y sólo suya, y escudriñar el techo,  y no sentirse culpable.
   Cierto, hubo una época en que sostuvo la tesis de que la expresividad se expandía y se reducía sin que mediara la voluntad del hombre, y que ello explicaba tanta guerra entre padres e hijos, generación contra generación, y tanto libro contradiciendo al anterior.
   De tal modo, y como buen vástago que era, abjuró de quienes le arrimaron la teta didáctica.
   Embobecido con el proceso social que le tocó vivir y con la expresión de turno, pidió a quienes le hicieron su apoderado que se abriesen a la masa, que evitasen los endriagos y los broqueles. Les pidió retomar los surcos, las fraguas y las cantimploras. Prologó, antologó, premió, justificó.
   Cuando fue necesario, usó las palabras “oscuro” y “hermético” en sus diatribas.
   Consumida la ración de efervescencia, su ceño fue enturbiándose con otro tipo de severidad y hubo de celebrar los nuevos giros, el rompimiento con las formas tradicionales, la búsqueda formal, la riqueza lexical. Su cólera iba contra la llaneza, el panfleto, el sentimentalismo. Vinieron nuevos prólogos, nuevas antologías, nuevos premios, nuevas justificaciones. Tuvo la suerte de acuñar los neologismos que hicieron falta, y que prendieron con toda naturalidad en el número creciente de reseñistas que iba surgiendo.
   Y así entonces: “Poesía colmada de vivencias, cuidado formal y de singular calidad, un ejemplo altamente atendible dentro del panorama de la lírica actual…”
   Para suerte suya, fue por aquí que el arte y la literatura comenzaron a ser medidos y enjuiciados de otras maneras. Grandes corrientes comenzaron a inundarlo todo, y lo que antes fueran un texto o una pieza, cobraron otra dimensión que nadie habría podido entrever sin contar con el instrumental necesario.
   Tras un periodo en que tuvo que adaptar sus enfoques obsoletos a esos otros que seguían desgranándose incesantemente, y habiendo actualizado sus lecturas y metodologías, se sintió lúcido por primera vez y descubrió que la razón primordial de su oficio nunca había sido buscar especificidades, sino hacer generalizaciones. Podía enjuiciar y absolver sin tener que usar nombres. Podía incluso darse el lujo de no tener un estilo.
   Sí, también estaban esos libros que no solicitaba y le llegaban en busca de un elogio sincero, pero su repertorio de términos había crecido, ¿y quién no iba a someterse a palabras tan convincentes como “desterritorialización” y “recontextualizado”? Para precaver, y no ser tildado de flexible, a cada rato apuntaba al horizonte y repetía que ya nada era original ni creíble, cuidándose de no ofrecer ejemplos.
   Ahora se siente libre de prejuicios, y ya no le importa si quien escribe es un jovenzuelo bocón o un octogenario empalagoso. Sabe que hay una línea que traspasa la expresión, y viene siendo lo mismo en unos y otros. Y que no sirve de nada.
   Queda una gota de luz en el aposento. Casi dormido, se rasca una nalga y farfulla algo que pudiera ser temible o piadoso, pero que no se recoge con el ruido del libraco que cae de su regazo al piso de madera. Manto piadoso, dicen. Espejo roto, agrega su enemigo oculto, el que nunca lo absolverá.

© Manuel Sosa

miércoles, 18 de octubre de 2017

Inglés instantáneo: need to know basis

Esa frase terrible: iniciativa privada. Los gobiernos circulares tratarían de usurpar cada oficio conocido, aspirando a una especialización que nunca llegará. Imaginad que el propio rey asume el patronazgo de los verduleros y los sastres, y que diserta sobre las posibilidades de combinar razas ganaderas, y que intenta demostrar que no existen diferencias entre un electricista y un policía. Hablamos de un reino donde el poder emana del trono único. Nada de espejismos. Aspirantes y herederos como ilusión mediática, para contentar al corro de amigos. El Poder comunicado por etapas, de un rango a otro. Para que se expanda el mito de la continuidad y que nadie asuma lo peor. Pero el general más condecorado tiembla como una niña ante el cetro. El cónsul más elocuente tartamudea al leer su reporte. El firme ensayista, que ha explicado los símbolos mesiánicos y que ha dado con la teleología más conveniente, abandona su chuleta para hacer una reverencia al recién llegado, el patrón y dispensador de banquetes: el conocedor de todos los oficios. Porque nadie sería capaz de propiciar detalles que permanecen vedados a sus insuficientes adiestramientos. Información, alimento: on a need to know basis. ¿Ministros de Cultura? ¿Cancilleres que explican la indignación oficial con acento sinaloense? ¡Pueden ser degradados y forzados a convertirse en pintores! Sólo el patrón maneja los silogismos de la generalidad. Sus empleados comunican los razonamientos temporales, lo efímero. Need to know basis: no os corresponde saber más, no viváis de ilusiones.

lunes, 16 de octubre de 2017

Modelo de carta para reclamar libros confiscados por la Aduana

…No sólo ordenar bibliotecas, como diría Borges, sino construirlas a partir de incautaciones, y así ejercer otro tipo de crítica silenciosa. Más que ello, descartar la humildad y llenar los estantes de ejemplares dudosos o ya excomulgados, para interrogarles. ¿Creerían ustedes en ese privilegio, acaso robado a los dioses, y saberse responsables de tanta inquietud que gravita, de tanta maledicencia alineada en las sombras?
   Porque su oficio les hace, de muchas maneras, catadores de límites: guardan una frontera visible y filtran las obsesiones del conocimiento, según el criterio de los mismos corregidores que acaso alguna vez revertirán la maldición. Y no existen honorarios que renumeren tanto riesgo, vivir entre cápsulas de algún veneno vertido con saña y rabia, gastar los días rodeados de figuras imaginadas o verosímiles, dispuestas a poblar el espíritu de lectores incautos. Un típico guardián de ergástulas sufriría menos exposición, porque se hace rodear de culpabilidad demostrable. Un empleado avizor, que se sabe bibliotecario a regañadientes, adivinaría la terrible carga a sus espaldas, y mantendría la distancia.
   Despejadas esas premisas, sépase además que hablamos como poseedores cuya avidez nunca dictará el sentido de sus palabras. Adueñarse de conceptos y objetos implica el aceptar su pérdida, si al cabo su sentido atrae inquisiciones y desafueros.
   Aquí sobreviene la pregunta: ¿Cuánta inestabilidad política o moral pudiera infringir el Arte como hecho palpable? Grabados, litografías y códices bajo el escrutinio de quienes prefieren entender más allá de un momento límite, el que su hacedor enmarca; libros y documentos que le disputan infalibilidad al Poder, ironía y agudeza desmitificadoras… ¿Hablaríamos de un canon legítimo si no se alimenta de su oposición más inteligente? Cuando se estrecha un cerco, sólo el empecinamiento puede defender a la legión sitiada; la crispación forzosa le hace indescifrable. Concebir un registro de prohibiciones sólo consigue azuzar el alma de la contracultura. Los libros malditos sólo han de temer las grandes tiradas, porque los convierten en libros corrientes. El mercado como aliado del Poder: ¿no habéis escuchado el lamento de aquellos clásicos que adquieren ese sello de “lectura obligatoria”?
   Y entonces, el libro que nos falta, retenido por la ordenanza de un país obsesionado por ortodoxias; el libro que aventura una tesis distinta, punible como las alianzas secretas. Hasta su textura le delataría ante el Consejo, que juzga cada desviación en base a una preceptiva cada vez más suficiente en sí, como fuerza centrípeta buscando el núcleo ilusorio. Sería otro documento, otra pieza de inventario que se añade al equipaje, de no haber tenido un propósito posterior a su retención. Porque antes era un libro, y ahora es el Libro. Su eficacia dependía, con toda seguridad, de su factura arriesgada o de imágenes excesivamente artificiosas; pero al ser añadido a la colección de un Purgatorio estatal, ha devenido instrumento de redención. Las circunstancias nos obligan a esa perspectiva casi cínica, donde no cabe resignarse a una pérdida que no despierte ecos y reverberaciones.
   Hemos omitido el tópico de la censura, adivinando exceso de celo en quienes justifican sus horas acariciando el tamiz, y de tal suerte prefieren no regresar a su patrón con las manos vacías. Podemos anticipar asimismo la curiosidad por un título, por esos autores que miran desafiantes desde la contracubierta, alguna frase entreleída y que ha sido juzgada desde la suspicacia. En realidad, guardamos la íntima esperanza de ganar este reclamo sin llegar al reproche, y mejor aún: sin ilustrar en demasía.
   Si al cabo, vuestro fallo no favorece al ejemplar incautado en cuestión, nos limitaremos a tomar nota del suceso, y buscaremos otras maneras de honrar su ausencia. Imaginaremos el diálogo metafísico que sostendrá con los demás volúmenes que formen tal Antología Cautiva, la erosión en el alma de quienes prefieren borrar y silenciar la palabra escrita, el miedo que les hace demarcar más y más límites. Si tuviéramos que escuchar otra negativa, entonces seguiremos invocando el libro, seguiremos soñándolo.

© Manuel Sosa

viernes, 13 de octubre de 2017

La excepción

Alguna vez imaginé una alcoba y el sopor
de la vigilia
adonde entraría a deshora para aplacar
el llanto de un huésped, hijo o espectro
devuelto a casa,
palabras que irían a reponerle la sensatez
y las pocas fuerzas tras el viaje imprevisto.
Imaginé la confianza, depositada en voz o caricia,
y mi aseveración de que todo es reemplazable.
Lo que has perdido, regresará a ti
bajo el túnico de otra divinidad.
Así habría dicho, sereno y solícito,
el cirio en alto y las sombras danzando en las vigas.
Pero hay días, como hoy, en que el ave del crepúsculo
no se aparta de esa rama, la misma que la lluvia pudre,
como si aguardara mi renuncia,
y me obliga a reconsiderar aquella excepción
que bien conozco, que me ahoga
y no me da reposo, jamás.

En la alcoba imaginaria, el huésped,
hijo o espectro que nos devuelve el mundo,
duerme ahora tranquilo, y no llegará a escuchar
las posibles palabras de consuelo,
ni mi retractación. 

© Manuel Sosa

miércoles, 11 de octubre de 2017

La puerta estaba abierta

En octubre de 1998 me fui de casa, con un maletín lleno de fotos, cartas, música y algunos libros. Sabía que era un viaje sin regreso y que sólo dependería del azar a partir de entonces. Confiaba en que alguien estaría esperándome en el aeropuerto de Toronto, pues logré mandar dos o tres avisos y hacer una llamada telefónica clave. Hoy día, cuando me preguntan cómo fui escogido para una beca en el Banff Centre, sigo respondiendo: “Me invité yo mismo”. Estuve dos años tratando de convencerlos, y al final cedieron. Como tenía que pedirle permiso al Ministerio de Educación para poder viajar, renuncié a mi puesto de profesor desde junio de ese año, y me sostuve económicamente vendiendo mi ropero y biblioteca hasta quedarme con lo esencial. “Te negarán la visa”, era la frase más socorrida de mi círculo cercano. “Los canadienses están poniendo muchos requisitos ahora; ya no es como antes”. No faltaron los consejos de tocador: “Lleva corbata; aféitate; que no te vean el tatuaje de la mano; que no se te ocurra ir con esos zapatos…”El día de la entrevista, escudado por el inefable Alcides Herrera (que debía irse a México a fines de año) me presenté con la facha de siempre, desoyendo a los maquilladores y con una tranquilidad envidiable. Tres horas más tarde tenía una visa estampada en el libretón cubanoide de pasar puertos.
   Mi última semana la pasé en Santa Fe, en casa de un amigo de la infancia. No quería ni exhibirme, por temor a que algún dios o la policía interrumpieran mis planes. Estuve la última tarde (10 de octubre) bebiendo y ayudando en la cocina. Mi comida de despedida, capricho de manigua, fue un plato de malangas hervidas, rociadas con manteca de puerco. Me gasté todo el dinero cubano que me quedaba en ron, y en comida para la casa de mi amigo. Al anochecer se vació la última botella, y recordé que había guardado seis monedas de tres pesos, de las que ostentaban la oportuna cara del Che (alguien me aseguró que en Canadá las podría vender como souvenirs), y compré la botella del epílogo con moneda despojada de condición especulativa. Ya tarde en la noche me quedé solo en el portal trasero, oyendo aquello de: Tengo un dolor en el alma, que no quiero demostrar… y se me salieron algunas lágrimas. Dormí sobre el piso frío, con toda intención, y nos fuimos de madrugada para el aeropuerto. Todo ocurrió de manera vertiginosa. De pronto estaba en el avión, yo que nunca había volado en mi vida, y me vi entre nubes y Cuba se iba escurriendo hasta convertirse en una mancha violácea. 

viernes, 6 de octubre de 2017

Una lengua sin sujetadores

Tuvo que ocurrir la batalla de Hastings, en el 1066, para que se sembrara el embrión de lo que sería el idioma inglés. La derrota del rey sajón Harold II a manos del ejército normando de Guillermo el Conquistador sirvió de tapiz a la fusión entre las lenguas de vencidos y vencedores. Pese a esa mezcla, no siempre armoniosa, aún sobreviven las connotaciones que unos vocablos y otros puedan tener. Esto se explica en la forma en que los elementos anglos y sajones le sirvieron de base al idioma actual, siendo sus términos los más usados. Lo gutural germánico, palabras breves, onomatopéyicas, secas. En cambio, los vocablos normandos (el antecesor del francés, que se derivaba del latín), por ser más sofisticados y sonar mejor, sirven aún para dar la acepción más refinada de un concepto. Siempre dos variantes, una ordinaria, una elevada: freedom y liberty, danger y peril. Las palabras de la realeza sonaban mejor, o se reservaban para la comunicación de lo excelso. Por eso calaron en el tejido del tapiz, y no se desprendieron, aun siendo menos socorridas.
   No conozco otra lengua tan bífida (dispensando el juego de palabras) como el inglés. Partida en dos entre sus raíces germánicas y latinas, y por ello tan rica y flexible. Por una parte, es capaz de acomodarse a la necesidad expresiva y estirarse a conveniencia. Prueba de ello es su sistema de adjetivación, que resulta imprevisible por lo espontáneo. También su sonoridad, con un decente repertorio de sonidos vocálicos. Todo lo contrario del español, que resulta monótono en ese aspecto. Del componente latino se aprovechan las palabras en sí, que rellenan y dan color a lo que en otro caso sería una lengua moderna entre tantas: otro producto teutónico. En todo caso, el inglés y el español resultan primos segundos, cosa que no les hace mucha gracia a los llamados puristas.
   Recuerdo un artículo de Vicente Echerri, en que pedía pureza al español, pero tiene que haber sabido de antemano que pedía lo imposible. Miraba la contaminación como el lado oscuro del crecimiento orgánico. Todos sabemos que nuestra lengua, desde el estado larval, se ha paseado por todas partes, y ha sido tomada por asalto en su propia casa. Tuvimos la influencia musulmana por muchos siglos; y luego, para descargar un poco ese sometimiento indeseable, nos desplazamos por todo el continente americano, sembrando acentos y versiones del idioma materno. Así que no se extrañe nadie de tanta adquisición, sea nutritiva o no.
   La existencia de la Real Academia de la Lengua, en su papel de tamiz que autoriza o posterga la admisión de un vocablo (pues al cabo hay que aceptarlos), les sirve a muchos de ideal y consuelo a la vez. Con todo y ese rigor que pretende desterrar los términos que se usan entre el populacho, el resultado es invariable: el idioma cambia porque el idioma es la sociedad. El idioma pasa por encima de todas las regulaciones, provengan de donde provengan. Tenemos que ver, aquí en los Estados Unidos, como el prójimo se acomoda en su Spanglish, y lo que fuera solicitud es ya aplicación, y lo que fuera alfombra es carpeta. No podemos retorcerles el cuello y exigirles que hablen “bien”, por mucho que nos tiente nuestro sentido tradicionalista. La Academia quiere sujetar algo que resulta, las más de las veces, caprichoso.
   El aserto de Echerri de que “la verdadera naturaleza del problema” radicaba en “la inercia e indigencia cultural de la geografía donde el español se produce” me parece cargado de animosidad. Es algo que siempre estamos dispuestos a afirmar. No obstante, si miramos a nuestro alrededor podremos comprobar cuánta gente de este lado del río se harta con palabrejas comestibles. Para el americano común, chorizo y pupusa siguen siendo palabras novedosas. Nadie se arma contra tales sutilezas gastronómicas; ni siquiera alguien tan sagaz como el propio Echerri.
   Ponderar la lengua inglesa se ha convertido en otro lugar común. Su accesibilidad le ha ganado fortuna y adeptos en todos los confines. Cuando se oponen modernidad y barroco ha de tenerse en cuenta ese factor. En su réplica al artículo de Echerri, Duanel Díaz se situana en una zona que debiera desbrozarse aún más. Por encima de ese “provincianismo” o “enfermedad” que se endilgan al barroco castellano, habrá que determinar cuánto de injusticia sobrevuela sus arduas sendas. Pues la modernidad es soluble, práctica, a veces pusilánime. Y el barroco, para mí, es identificable con lo arduo. El mismo hecho de que nuestra lengua sea más difícil de aprender que la inglesa se toma como el elemento negativo preponderante. Siguiendo la lógica de un obsesionado Borges, no valdría la pena intentar algo que seguramente lograremos. La grandeza radica en intentar lo que al final sabremos nos va a destruir. Yo seguiré aprendiendo el español difícil y jurisdiccional, aunque no sea precisamente lo más recomendable.

© Manuel Sosa

miércoles, 4 de octubre de 2017

“Cuba, viuda, pasa…”

La etnia cubana se sigue suprimiendo a sí misma, dondequiera que esté. El producto desteñido flota como un trapo al viento, haciéndose pasar por pendón. Los del peñasco rodeado de agua por todas partes hacen de marionetas, un desfile tras otro, coreando consignas y estudiando los párrafos que el concilio redactor del César distribuyen cada dos o tres días. En una esquina del peñasco, los perros de presa, con camisitas azules, husmean a las marionetas. En la otra esquina unos cuantos entusiastas practican el folclor de turno. Un grupúsculo retador (y en realidad no le ha quedado otro remedio que ser grupúsculo, pues ser retador es una heroicidad) escarba en la dureza del peñasco, para no agredir a las marionetas.
   Los que andan dispersos por doquier, siguen aferrados a una idea lejana, a un concepto que se sigue abaratando y que acabará por extinguirse: el ser cubano.
   En la ciudad satélite, allende el mar, un concilio ha decretado futuros encausamientos para los que hoy avasallan a las marionetas. Cabe preguntarse cuántos del concilio, en su momento, fueron marionetas o avasalladores de marionetas.
   De aquella nación altiva y emprendedora sólo queda ese peñasco resbaladizo, sucio y ridículo que hoy insiste en anunciarse como ejemplo de redención.

lunes, 2 de octubre de 2017

Tratado de Antimateria

El mercado de la ficción se ha convertido en un simple dispositivo de oferta contra demanda. De ahí que resulte arduo habilitar aquella narración que rompa el esquema previsto de legibilidad. Cuando un autor se impone gracias a la proyección de su aura o su oficio, fácilmente abre el camino a otros que se entreguen sin reticencias al ensamblaje posterior: los epígonos que sustentan el relato provechoso. J.K. Rowlings, Stephen King, Anne Rice, John Grisham, Dan Brown, entre otros, han logrado registrar los sellos que servirán a cuantos imitadores aparezcan. Basta que en la solapa del libro se insinúe "El nuevo Dan Brown", o algo por el estilo, para que la inversión sea recuperable. Un libro atípico no debe traspasar los filtros del editor, cuya función cada vez más se asemeja a la de un corredor de bolsa.
   Ante el reto de la originalidad, ciertos autores apelan al efectismo que presupone reevaluar toda aparente certeza, ya sea en cultura o religión. Y hacen un trabajo de campo que no es exhaustivo, pero sí convincente para el lector curioso. ¿Qué es para ellos el manejo de la prosa, sino la pericia de llevarnos, con menores o mayores tropiezos, al momento climático y regalarnos el desenlace que merece nuestra impaciencia? Su escritura es económica: se limita a dibujar las líneas principales sin abundar en el relieve y el color. Se salta de un plano a otro, con agilidad cinematográfica. Acaso se imaginan la película que vendrá; la anticipan desde el manuscrito, como si fuera un requisito inevitable. Nos entregan entonces una bomba de tiempo: abrimos el libro y el reloj comienza su cuenta regresiva. ¡Y qué difícil resulta abandonar un libro que palpita en un lapso que se acorta más y más! Nos entregan a la vez esos personajes que reconocen cualquier cita erudita, rellenos de información valiosa y trivial (para probar su divina campechanía) y que cuando abren la boca se abaratan como por arte de magia. Trivia, triviālis. Nos ofrecen datos instructivos, coincidencias extremas, villanos que no han perdido el olor de sus moldes, inconsecuencias argumentales, explicaciones científicas cuya lógica se desmorona ante la luz más tenue. Y es que el libro se ha convertido en puro libreto, en el tubo de ensayo donde se gestan las energías que alguna vez se proyectarán en la sala oscura, para hacernos olvidar todo lo demás.
   Tal pareciera que los apostadores, puestos de acuerdo con los que desmenuzan el relato original se hubiesen propuesto decodificar ciertas claves de accesibilidad. Y el concepto de literatura va a seguir diluyéndose en empirismo, en taxonomía de tipos y tramas. Ese camino lo desanda el memoir, que ya se desdobla en actuación pactada con el oído confesor: te dejamos oír lo que pediste escuchar, inventaré una vida más interesante. No tardarán en dinamizar entonces lo que resta: la poesía, el ensayo. Hacerlos cada vez más codiciables, a su manera. Habrá que volver entonces al quarto, al guión dramático en tanto modo de subsistencia. Recordad que el Canon occidental tiene en su centro a un actor que ya demostró la eficacia de esa fórmula: el Bardo de Avon.

© Manuel Sosa