Nos enseñaron que muy pocas cosas podían ser
verdaderamente nuestras. Teníamos una habitación, una casa y sus irradiaciones,
algún idolillo para venerar a solas, pero el Ojo no dormía nunca. De la
tenencia a la carencia mediaba sólo una orden caprichosa, sin amparo de ley,
por ser la ley otra manifestación de lo caótico. Un salvoconducto en blanco,
firmado de antemano, decidía quién salía al descampado y quién quedaba en las
sombras. Además: quién podía calibrar pertenencias, su pobreza ilustrada en imitaciones
que nada representaban, sólo el Deseo. La palabra “privado” sonaba bastante
escabrosa en una sociedad donde Todo era de todos, hasta nuestras rogativas y
ensoñaciones; y ansiar espacios era admitir su naturaleza hereditaria,
transmisible, de lo individual a lo múltiple, el atrevimiento de apartarse del
Código. ¿Quién podía clamar autoridad sobre objeto alguno, quién podía encerrarse
en su ilusoria pieza o llamarse árbitro de piezas dispersas sin tentar al dios
tutelar y ubicuo, el que velaba cada uno de nuestros pasos? De tal manera
crecimos, llegamos al punto aglutinador y nos vimos rodeados de cómplices: la
hornada que sabía atenerse a las instrucciones y seguir las voces de mando. Y
nada era nuestro.
Aunque
exilio y pérdida se asocian con facilidad, nadie examina su hacienda con el esmero
que le haría desmarcarse. Como poseedor, al fin. Nadie enumera sus bienes antes
de rendirse al sueño. Y peor aún: no se aprende todavía a erigir demarcaciones.
El hombre que escapa del feudo tarda en convencerse de que cada acto de
improvisación le hace más y más libre. Se equivocará, irá contra los usos, no
ahorrará elocuencia. A lo venturoso nadie podrá cuadricular, y él será el
ejemplo.
Lo que
hoy conservamos, ese espacio que sigue afianzándose en la tierra y sus
representaciones, medra en la confianza de quien le busca como refugio. Sus
límites, dibujados con trazos temblorosos, parecen extenderse y buscar más
allá. Habrá quien indague y trate de reprocharnos la práctica (aprendida del
dios tutelar, o del Cronos que le nutrió) de correr cercas de noche,
extendiéndolas, imponiendo nuestro territorio. La palabra que estremece la
vetusta hacienda, y la renueva. La adquisición de nuevos escenarios y testigos.
Pero, ¿habrá mejor excusa, para seguir modificando el cianotipo, que un lector
insaciable y su costumbre de invocarnos cuando nadie parece escuchar?
© Manuel Sosa
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