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lunes, 4 de diciembre de 2017

Policías, muchos policías

Es así: al final de cada entramado o vericueto, luego del despeje y los develamientos, todo se reduce a un policía sentado detrás del buró, esgrimiendo el expediente de turno. Por eso, cuando mis amigos escriben para convencerme de cuánto ha cambiado su situación, para bien, no tengo que desmenuzar el envoltorio por mucho tiempo, porque sé que el agente está en el mismo centro del paquete, agazapado y alerta. Las supuestas libertades que ahora disfrutan, mayor y más frecuente remuneración, posibilidades de publicar, eventos donde aturdirse a ponencia limpia, acceso a la ilusión de una red, impunidad si se abordan temas peligrosos, no dejan de estar atadas al esqueleto metálico de un militarismo que duerme en la alcoba adyacente, listo para golpear la puerta. Y hacerla trizas, si fuera preciso.
   ¿De qué vale lanzar convocatorias, abrir espacios nominales y hablar de entendimiento entre orillas si nada puede escaparse a la sujeción única de un alcaide caprichoso? ¿De qué cultura hablan, cuando sus agentes se permiten amenazar a quienes se consideran libres para escribir y divulgar sus propias ideas?
   Podrá haber mucha energía de cambio, mucho afán de mover la cultura y de vencer prejuicios, y se dirá que el gobierno sigue abriendo espacios de tolerancia, pero la sombra del gendarme no podrá ser despejada mientras la cobardía se mantenga como política oficial: militares vociferando, militares encarcelando, militares decidiendo hasta dónde se llega y quiénes salen o regresan.
   Policías, tendrán que buscarse muchos policías, porque literatura y mansedumbre no se llevan bien. 

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