Es así: al final de cada entramado o vericueto, luego del despeje y
los develamientos, todo se reduce a un policía sentado detrás del buró,
esgrimiendo el expediente de turno. Por eso, cuando mis amigos escriben para
convencerme de cuánto ha cambiado su situación, para bien, no tengo que
desmenuzar el envoltorio por mucho tiempo, porque sé que el agente está en el
mismo centro del paquete, agazapado y alerta. Las supuestas libertades que
ahora disfrutan, mayor y más frecuente remuneración, posibilidades de publicar,
eventos donde aturdirse a ponencia limpia, acceso a la ilusión de una red,
impunidad si se abordan temas peligrosos, no dejan de estar atadas al esqueleto
metálico de un militarismo que duerme en la alcoba adyacente, listo para
golpear la puerta. Y hacerla trizas, si fuera preciso.
¿De qué vale lanzar
convocatorias, abrir espacios nominales y hablar de entendimiento entre orillas
si nada puede escaparse a la sujeción única de un alcaide caprichoso? ¿De qué
cultura hablan, cuando sus agentes se permiten amenazar a quienes se consideran
libres para escribir y divulgar sus propias ideas?
Podrá haber mucha energía de
cambio, mucho afán de mover la cultura y de vencer prejuicios, y se dirá que el
gobierno sigue abriendo espacios de tolerancia, pero la sombra del gendarme no
podrá ser despejada mientras la cobardía se mantenga como política oficial:
militares vociferando, militares encarcelando, militares decidiendo hasta dónde
se llega y quiénes salen o regresan.
Policías, tendrán que
buscarse muchos policías, porque literatura y mansedumbre no se llevan bien.
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