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lunes, 20 de febrero de 2017

Clásicos furtivos

La Poesía no hace alianzas con el Poder, alegando que existen causas más redentoras que la suya. Buscar los términos justos para alcanzar el discernimiento no presupone un acuerdo con las fuerzas tutelares, ni la creencia en el magma político que las sostienen. He aquí un espejismo basado en la flaqueza: la concesión provisoria, si se piensa en las obras debidas a una promesa, a la deuda que se salda como esplendor aparente, o como “arte de compromiso”. Porque ninguna concesión encuentra su lenitivo en la brevedad, ni en lo transitorio. La Poesía, para su riesgo civil, no hace alianzas.
   El mal ejemplo seguía siendo Virgilio, a quien no redimían versiones de una muerte sospechosa, fraguada por su propia deidad, su objeto de lisonja; ni églogas proféticas que le señalasen como iluminado, libre de ataduras físicas a Cayo Mecenas o alguna otra sombra favorable. El estigma permanecía, visible entre los hexámetros de su poema mayor, como el único reproche a esgrimir: la adulación del César. Vinieron entonces, tras el largo silencio de la épica, los Poetas Laureados a rendir su versión de la pleitesía, redactando los largos panegíricos de la corte, describiendo con minuciosidad y vanagloria la heráldica del Poder.
   ¿Quién recuerda a Robert Southey, sino como objeto de escarnio de Byron? ¿Quién, sino un lector de curiosidades, pudiera disertar sobre la obra de Hanns Johst, cuya trascendencia se reduce a una frase que usualmente se atribuye a Goebbels: Wenn ich Kultur höre ... entsichere ich meinen Browning!
   No faltaría mucho para que los juglares se sintiesen en deuda con gobiernos y falanges, y animasen los recintos ocupados por los nuevos pretores, versificando arduamente, impúdicamente. Reclamarían así la condición de víctimas que esperaban desagravio, voceros de una masa irredenta e inculta. Y fueron hombres de letras los que fundaron gremios y juegos florales, los que compusieron himnos y elegías, y no ocultaron su entusiasmo ante la imantación de la fuerza y sus representantes, a quienes se podía reconocer por la jerga antes que por el uniforme. Porque el diseño de los uniformes seguía siendo obra inconsciente de un mismo humorista, que fue sucesivamente legionario, cruzado, mosquetero, húsar, bolchevique y auxiliar de policía. Para cantar su zurcido y gloria estaban el Poeta Nacional, los Artistas Eméritos, los agregados culturales…
   ¿Y quién no sueña un país donde todas las imprentas pertenezcan a los uniformados, llamados a subsidiar planes editoriales, los clásicos en grandes tiradas, la retórica heroica mirada desde el tiempo, neutralizada por la ambigüedad que otorga lo intemporal? ¿Y cómo no aprovechar la eficacia de una lírica a prueba de templos y vedas, cuya esencia despierta una emoción que ha trascendido la circunstancia? Clásicos de una era apagada, ineludibles, clásicos muertos para citar a medias, clásicos convenientemente prologados por editores que ajustarán el lente y la perspectiva. Así mitigaron la curiosidad básica de bibliotecas y librerías, siempre dispuestas a cambiar hondura por profusión. Todo lo que sirviera para diluir, entre la aparente diversidad y el exceso, a otro tipo de clásicos: los furtivos, los que dudan del Poder y le enfrentan, clásicos que se sustentan en el discurso de la otredad, el relato egoísta de una minoría sediciosa, que hace literatura a expensas del optimismo social.
   Ahora mismo, sabiéndose heredero de todas las suspicacias reservadas a Césares y Reyes, el Caudillo se permite esperar a que los clásicos furtivos agoten su ciclo vital, para editarlos y proclamar su valía, como hijos tercos que regresan envueltos en el pabellón que cobija a todos por igual, bajo cualquier cielo. La condición póstuma es la mejor clave de acceso al linotipo de los sátrapas. Pero mucho tiempo antes, cuando fascinaban a los lectores desobedientes, sus obras permanecían relegadas al estante de consultas especiales. Su eficacia literaria no podía ser entredicha, porque su posible trascendencia estética importaba menos que los argumentos a neutralizar. Poesía del cinismo, más peligrosa y memorizable; narraciones que glorificaban el pasado, donde el protagonismo se cedía a conceptos tan contagiosos como la noche, la fiesta, el placer efímero… El lujo verbal, el virtuosismo de la prosa, la sublimación del individuo, ¿no contradecían la preceptiva moderna, basada en la pulcritud, el civismo y el bien común? Sin embargo, una política editorial sabe convertir el riesgo en aparente generosidad, como parte del mimetismo diplomático que negocia la supervivencia y su máscara. Vivos e inéditos, muertos y traducidos a idiomas vernáculos, ¿será el lector capaz de sacrificar su integridad, y adquirir la colección que los regidores expurgan, por acallarle?
   Mientras llega el tiempo de elegir sin trabas, en tanto el flujo de la literatura coincida con la carta que guía el gobernalle, y el lector natural siga reclamando versiones originales, no se tendrá otra provisión que resistir al premio vitalicio que insinúa el Poder. Al juglar su incertidumbre, al poeta sus obsesiones, que otro regalo no tendría mejor efecto. Y para admirar a los clásicos, visibles o furtivos, un espejo.

© Manuel Sosa

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