La Poesía no hace alianzas con el Poder, alegando
que existen causas más redentoras que la suya. Buscar los términos justos para alcanzar
el discernimiento no presupone un acuerdo con las fuerzas tutelares, ni la
creencia en el magma político que las sostienen. He aquí un espejismo basado en
la flaqueza: la concesión provisoria, si se piensa en las obras debidas a una
promesa, a la deuda que se salda como esplendor aparente, o como “arte de
compromiso”. Porque ninguna concesión encuentra su lenitivo en la brevedad, ni
en lo transitorio. La Poesía, para su riesgo civil, no hace alianzas.
El mal
ejemplo seguía siendo Virgilio, a quien no redimían versiones de una muerte
sospechosa, fraguada por su propia deidad, su objeto de lisonja; ni églogas
proféticas que le señalasen como iluminado, libre de ataduras físicas a Cayo
Mecenas o alguna otra sombra favorable. El estigma permanecía, visible entre
los hexámetros de su poema mayor, como el único reproche a esgrimir: la
adulación del César. Vinieron entonces, tras el largo silencio de la épica, los
Poetas Laureados a rendir su versión de la pleitesía, redactando los largos
panegíricos de la corte, describiendo con minuciosidad y vanagloria la
heráldica del Poder.
¿Quién
recuerda a Robert Southey, sino como objeto de escarnio de Byron? ¿Quién, sino
un lector de curiosidades, pudiera disertar sobre la obra de Hanns Johst, cuya
trascendencia se reduce a una frase que usualmente se atribuye a Goebbels: Wenn ich Kultur höre ... entsichere ich
meinen Browning!
No faltaría
mucho para que los juglares se sintiesen en deuda con gobiernos y falanges, y
animasen los recintos ocupados por los nuevos pretores, versificando
arduamente, impúdicamente. Reclamarían así la condición de víctimas que
esperaban desagravio, voceros de una masa irredenta e inculta. Y fueron hombres
de letras los que fundaron gremios y juegos florales, los que compusieron himnos
y elegías, y no ocultaron su entusiasmo ante la imantación de la fuerza y sus
representantes, a quienes se podía reconocer por la jerga antes que por el
uniforme. Porque el diseño de los uniformes seguía siendo obra inconsciente de
un mismo humorista, que fue sucesivamente legionario, cruzado, mosquetero,
húsar, bolchevique y auxiliar de policía. Para cantar su zurcido y gloria
estaban el Poeta Nacional, los Artistas Eméritos, los agregados culturales…
¿Y quién no
sueña un país donde todas las imprentas pertenezcan a los uniformados, llamados
a subsidiar planes editoriales, los clásicos en grandes tiradas, la retórica
heroica mirada desde el tiempo, neutralizada por la ambigüedad que otorga lo
intemporal? ¿Y cómo no aprovechar la eficacia de una lírica a prueba de templos
y vedas, cuya esencia despierta una emoción que ha trascendido la
circunstancia? Clásicos de una era apagada, ineludibles, clásicos muertos para
citar a medias, clásicos convenientemente prologados por editores que ajustarán
el lente y la perspectiva. Así mitigaron la curiosidad básica de bibliotecas y
librerías, siempre dispuestas a cambiar hondura por profusión. Todo lo que
sirviera para diluir, entre la aparente diversidad y el exceso, a otro tipo de
clásicos: los furtivos, los que dudan del Poder y le enfrentan, clásicos que se
sustentan en el discurso de la otredad, el relato egoísta de una minoría
sediciosa, que hace literatura a expensas del optimismo social.
Ahora
mismo, sabiéndose heredero de todas las suspicacias reservadas a Césares y
Reyes, el Caudillo se permite esperar a que los clásicos furtivos agoten su
ciclo vital, para editarlos y proclamar su valía, como hijos tercos que
regresan envueltos en el pabellón que cobija a todos por igual, bajo cualquier
cielo. La condición póstuma es la mejor clave de acceso al linotipo de los
sátrapas. Pero mucho tiempo antes, cuando fascinaban a los lectores
desobedientes, sus obras permanecían relegadas al estante de consultas
especiales. Su eficacia literaria no podía ser entredicha, porque su posible
trascendencia estética importaba menos que los argumentos a neutralizar. Poesía
del cinismo, más peligrosa y memorizable; narraciones que glorificaban el
pasado, donde el protagonismo se cedía a conceptos tan contagiosos como la
noche, la fiesta, el placer efímero… El lujo verbal, el virtuosismo de la
prosa, la sublimación del individuo, ¿no contradecían la preceptiva moderna,
basada en la pulcritud, el civismo y el bien común? Sin embargo, una política
editorial sabe convertir el riesgo en aparente generosidad, como parte del
mimetismo diplomático que negocia la supervivencia y su máscara. Vivos e
inéditos, muertos y traducidos a idiomas vernáculos, ¿será el lector capaz de
sacrificar su integridad, y adquirir la colección que los regidores expurgan,
por acallarle?
Mientras
llega el tiempo de elegir sin trabas, en tanto el flujo de la literatura
coincida con la carta que guía el gobernalle, y el lector natural siga reclamando
versiones originales, no se tendrá otra provisión que resistir al premio
vitalicio que insinúa el Poder. Al juglar su incertidumbre, al poeta sus
obsesiones, que otro regalo no tendría mejor efecto. Y para admirar a los
clásicos, visibles o furtivos, un espejo.
© Manuel Sosa
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