La última vez que miramos, la poesía cubana
procuraba demostrar su inocencia de tantos cargos que se le imputaban. Ese afán
inculpatorio no podía venir de una crítica concienzuda, que no existía, o de
una posible asechanza del consumidor, siempre insuficiente, sino de los propios
escritores, llamados a purgar facilidad, sentimiento o expresión. Sopesaban el
veredicto, en tanto esgrimían el mejor argumento: buscar la poesía en otra
parte, no en los libros, no en el verso; acosarla y hacerla selectiva;
replantear el texto como un ingrediente más, y despojarlo de protagonismo. La
sentencia había sido dictada de antemano: culpable.
Algún
provecho se puede sacar de estos disturbios literarios, cada vez que ocurren.
Queda la conciencia en estado de alerta, por muy provinciana que nos parezca la
alteración del mapa y las paradojas que contiene. Por ejemplo, la obsesión por
librarse del sentimentalismo terminaba siendo otra efusividad, porque era
prolija en datos que justificaban ese alejamiento. Al último vanguardismo
cubano se le notaba el esfuerzo. Además, el foco ya no era el texto, más bien la
recepción y las noticias que el texto llegaría a conseguir. En realidad, ni
siquiera se necesitaba escribir, o saber insinuar la escritura. El hallazgo
poético aguardaba en los nuevos encabalgamientos, las contorsiones del
declamador, los vituperios contra la tradición, el nivel referencial de una
bibliografía…
El hecho de
sacudir ciertas retóricas es causa suficiente para provocar esas tomas de
conciencia. No hace mucho, un intelectual cubano pedía el Premio Nacional de
Literatura para su trovador preferido. Buscando complicidad, la antología de
turno no tardará en incluir la transcripción de alguna composición suya. Se
habla de “poesía” usando un referente de pobreza expresiva que bien justifica,
como respuesta, la aparición de vanguardismos de baja intensidad. Ha sido una
acumulación fatigosa, capa sobre capa, hasta llegar al verso más práctico y
recuperable. La herencia de la “nueva canción”, que medró sobre el vacío
generado por tanta censura y triunfalismo, aún se percibe en la trova reciente,
una retórica que busca disimular su insipidez con gramática confusa.
Lo que no
pudo cumplir el verso, y luego sus aventuras tipográficas, ha venido a redimir
la Letra, afianzada esta vez en fórmulas repetitivas de los negros americanos,
quienes tuvieron el buen tino de no renunciar a la rima o el ritmo. Así, la
Isla le cobra al Norte ciertos préstamos que nadie recuerda, llámense Mario
Bauzá o Luciano Pozo. La poesía urbana viene siendo un cumplimiento de aquella
insatisfacción vanguardista que anhelaba materializar lo que venía sobrando en
la página. Se manifiesta como síncopa marginal, como frase interminable e
irreverente; se ha volcado en festivales alternativos y acciones plásticas; ha
intentado desplegar su ala cívica con toda la ingenuidad posible. Uno no podría
aplaudir todo ese afán evangélico, pero se ha de reconocer el ánimo que los
impulsa, y aún más: la incomodidad que causan en la cultura oficial.
En Cuba, la
búsqueda de sentido se ha tornado urgente, como nunca antes, y cada figura
busca credenciales en el riesgo. Más que ir contra el Estado, ir contra la
expectativa de conformidad que un padre espera de sus hijos. No se concibe un
rimador urbano sin ficha policial. Los géneros subterráneos cobran sentido en
la interrogación de su realidad, del gobierno y sus representantes, del
lenguaje mismo. Nos llegan las noticias, las estrofas desencajadas, las
imágenes que no pueden escapar de la usual coreografía; nos llega el mensaje de
que Algo ocurre, cuyo significado aún aguarda; nos llega el sabor de la
impaciencia… Señales mixtas, ambiguas; esperanzas de que semejante retórica sea
un reflejo del cambio radical que vendrá. Y sin embargo: sobrevive la sospecha
de que existe un hálito quejumbroso, limitado y pueril en esas letras; rebeldía
que se hace dócil al atravesar las Aduanas de aire…
Para no
quedar defraudados, los apostadores tendrán que acostumbrarse a lo previsible
de cada acto insular que juega a hacer política, bien corrosiva, y luego
proclamar su amor al prójimo y la cultura sin fronteras. El discurso de lo
urbano como reflejo de la angustia social tendrá que sostener su
credibilidad bajo cualquier luz, a no
ser que resulte otro negocio, o un pacto orillero al que todos se han rendido.
No en balde se agitan por doquier esos banderines que ayer resultaban ser
inconformidad y hoy reciben otro nombre conveniente: indignación. Mientras el
mensaje se define, mapa urbano o laberinto, los apostadores tendrán que
esperar.
© Manuel Sosa
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