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viernes, 3 de febrero de 2017

El barrio pobre de la poesía urbana

La última vez que miramos, la poesía cubana procuraba demostrar su inocencia de tantos cargos que se le imputaban. Ese afán inculpatorio no podía venir de una crítica concienzuda, que no existía, o de una posible asechanza del consumidor, siempre insuficiente, sino de los propios escritores, llamados a purgar facilidad, sentimiento o expresión. Sopesaban el veredicto, en tanto esgrimían el mejor argumento: buscar la poesía en otra parte, no en los libros, no en el verso; acosarla y hacerla selectiva; replantear el texto como un ingrediente más, y despojarlo de protagonismo. La sentencia había sido dictada de antemano: culpable.
   Algún provecho se puede sacar de estos disturbios literarios, cada vez que ocurren. Queda la conciencia en estado de alerta, por muy provinciana que nos parezca la alteración del mapa y las paradojas que contiene. Por ejemplo, la obsesión por librarse del sentimentalismo terminaba siendo otra efusividad, porque era prolija en datos que justificaban ese alejamiento. Al último vanguardismo cubano se le notaba el esfuerzo. Además, el foco ya no era el texto, más bien la recepción y las noticias que el texto llegaría a conseguir. En realidad, ni siquiera se necesitaba escribir, o saber insinuar la escritura. El hallazgo poético aguardaba en los nuevos encabalgamientos, las contorsiones del declamador, los vituperios contra la tradición, el nivel referencial de una bibliografía…
   El hecho de sacudir ciertas retóricas es causa suficiente para provocar esas tomas de conciencia. No hace mucho, un intelectual cubano pedía el Premio Nacional de Literatura para su trovador preferido. Buscando complicidad, la antología de turno no tardará en incluir la transcripción de alguna composición suya. Se habla de “poesía” usando un referente de pobreza expresiva que bien justifica, como respuesta, la aparición de vanguardismos de baja intensidad. Ha sido una acumulación fatigosa, capa sobre capa, hasta llegar al verso más práctico y recuperable. La herencia de la “nueva canción”, que medró sobre el vacío generado por tanta censura y triunfalismo, aún se percibe en la trova reciente, una retórica que busca disimular su insipidez con gramática confusa.
   Lo que no pudo cumplir el verso, y luego sus aventuras tipográficas, ha venido a redimir la Letra, afianzada esta vez en fórmulas repetitivas de los negros americanos, quienes tuvieron el buen tino de no renunciar a la rima o el ritmo. Así, la Isla le cobra al Norte ciertos préstamos que nadie recuerda, llámense Mario Bauzá o Luciano Pozo. La poesía urbana viene siendo un cumplimiento de aquella insatisfacción vanguardista que anhelaba materializar lo que venía sobrando en la página. Se manifiesta como síncopa marginal, como frase interminable e irreverente; se ha volcado en festivales alternativos y acciones plásticas; ha intentado desplegar su ala cívica con toda la ingenuidad posible. Uno no podría aplaudir todo ese afán evangélico, pero se ha de reconocer el ánimo que los impulsa, y aún más: la incomodidad que causan en la cultura oficial.
   En Cuba, la búsqueda de sentido se ha tornado urgente, como nunca antes, y cada figura busca credenciales en el riesgo. Más que ir contra el Estado, ir contra la expectativa de conformidad que un padre espera de sus hijos. No se concibe un rimador urbano sin ficha policial. Los géneros subterráneos cobran sentido en la interrogación de su realidad, del gobierno y sus representantes, del lenguaje mismo. Nos llegan las noticias, las estrofas desencajadas, las imágenes que no pueden escapar de la usual coreografía; nos llega el mensaje de que Algo ocurre, cuyo significado aún aguarda; nos llega el sabor de la impaciencia… Señales mixtas, ambiguas; esperanzas de que semejante retórica sea un reflejo del cambio radical que vendrá. Y sin embargo: sobrevive la sospecha de que existe un hálito quejumbroso, limitado y pueril en esas letras; rebeldía que se hace dócil al atravesar las Aduanas de aire…
   Para no quedar defraudados, los apostadores tendrán que acostumbrarse a lo previsible de cada acto insular que juega a hacer política, bien corrosiva, y luego proclamar su amor al prójimo y la cultura sin fronteras. El discurso de lo urbano como reflejo de la angustia social tendrá que sostener su credibilidad  bajo cualquier luz, a no ser que resulte otro negocio, o un pacto orillero al que todos se han rendido. No en balde se agitan por doquier esos banderines que ayer resultaban ser inconformidad y hoy reciben otro nombre conveniente: indignación. Mientras el mensaje se define, mapa urbano o laberinto, los apostadores tendrán que esperar.

© Manuel Sosa

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