Es la insistencia del ánimo descriptivo, que les
hace creer en un lector ansioso y ciego, al que se debe alimentar para prevenir
equívocos. Es también la poca visión como portadores de vínculos gastados,
conceptos que nada sugieren, objetos que arrastran su propia sombra lánguida.
No sondean ni vadean el agua oscura: la bordean. Su sentido del humor se apoya
en esas conjunciones que faltan, en los acentos previsibles, en los accidentes
del Ser. No atinan a descubrir el ritmo vital de la lengua, a la que atribuyen
virtudes que no posee; y ese desconocimiento los lleva a ultrajarla, haciéndola
tropezar una y otra vez. No consiguen deshacerse de los mismos grafemas que han
demostrado utilidad en vidas anteriores. Escuchan y leen atentos, y repiten la
combinación al día siguiente, porque se creen responsables de acervo y
práctica. Aprenden coordenadas externas para recrearlas con entusiasmo monjil,
haciendo de un claustro otro lugar accesible, pensando en el bien común. Se
ejercitan en la consonancia de las palabras, porque el aplauso es medicina
universal. Caricias para el oído, acordes que no pretenden perturbar la paz de
las colinas. Hacen uso del verbo para medirse contra ideales vagos, que nadie
sabe aún definir. Es la ilusión de asirse a referencias comunes, las
ineludibles, vertidas en tiradas masivas. Es el efecto de los monólogos, y la
lógica aplicada al libreto. Redactan la proclama que de ellos se espera y se
animan con epítetos que producen resquemor. Estudian breviarios virtuales para
agotar el recurso de la intertextualidad. Redescubren el país y los símbolos de
permanencia, y se atreven al sentimentalismo. Hacen de la provincia un templo,
y de la retórica una doctrina. ¡Se convencen a sí mismos y rompen con las
facciones indóciles, con el ayer y sus manchas!
No dejes
que tus amigos escriban mal, pero si la preceptiva falla y corres el riesgo de
ser apedreado o azotado por tratar de defenderles, sigue de largo.
© Manuel Sosa
No hay comentarios:
Publicar un comentario