En 1946, Jorge Luis Borges fue nombrado ‘Inspector
de mercados de aves de corral’ por el gobierno peronista como “premio”, entre
otras cosas, a opiniones como esta: Las
dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las
dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la
idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y
mueras prefijados, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar
de la lucidez... Combatir estas tristes monotonías es uno de los muchos deberes
del escritor. Esas palabras siguen teniendo la peligrosa vigencia de
siempre, por muy desoídas que resulten. Borges tuvo que renunciar a su trabajo
en la biblioteca y buscarse la vida enseñando, lo cual terminó puliendo su
faceta de comunicador. La impotencia de aquel gobierno le cerró unas puertas
para abrirle otras, para bien suyo y de sus lectores.
A nosotros
nos tocó presenciar otro tipo de retribuciones: escritores condenados al
ostracismo, a sobrevivir como obreros y oscuros funcionarios para desgastarles
la mirada incisiva. Y pese a que lograron borrar a muchos de ellos, tan
opresiva la carga, tan prolongada y sórdida, nos quedan los nombres de quienes
insistieron en proseguir su obra con la mirada puesta en las redenciones que
ella misma les propiciaría, en vida o en muerte. Otros, sin embargo, jugaron a
la suerte del bufón desterrado de Cortes, confiando en que su dueño alguna vez
cambiaría de parecer y les traería de regreso, todo arpegios y chanzas. “Fue un
malentendido”, suspiran satisfechos ahora, mientras pulen el cuerno de plata
con que les pagaron.
Ya sabemos
cuán caprichosos pueden ser los oficios en Cuba. Y lo caprichosos que suelen
ser esos que dicen saber gobernar. Para fomentar la idiotez se arman de un
cuerpo altisonante, que preparan de un día para otro, anteponiendo la
conveniencia a la eficacia. Tuvimos maestros que se jactaban de su ineptitud,
médicos que revendían todo lo que pasase como material etílico, ingenieros que
se especializaban en provocar filtraciones, directores de cultura que
preguntaban si aquella cosa que alguien leyó eran “versos o décimas”, asesores
literarios que prometían juntar al Cucalambé con el Indio Naborí en una misma
actividad, agentes policiales que se ofrecían a traer desde La Habana a la
Peláez, editores que apenas entendían las noticias de sus periódicos. Tuvimos
incluso a un abogado mediocre, de esos que a duras penas memorizaron algunas
leyes, convertido en primer ministro, explicando a unos estupefactos campesinos
cómo se debía cultivar el arroz, interrumpiendo a un meteorólogo de la
televisión para imponerle sus criterios, elaborando proyectos genéticos en su
cabeza neroniana, derrotando ajedrecistas, ¡escribiendo prosas reflexivas!
Y así,
viene al caso otro personaje que trató de convencerse y convencernos de que la
cercanía de palabras como “economista” y “comunista” bastaba para
identificarlas y juntarlas en una misma convicción. Este personaje era
argentino, como Borges. Pero ya lo hemos constatado: no todos los argentinos
han tenido la decencia de apartarse de los mercados de aves, o de los
degolladeros.
© Manuel Sosa
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