Estamos rodeados, y tan obviamente acorralados por
este creciente efluvio de doctrinarios menores, que nos cuesta cobrar aliento e
insistir en nuestro argumento: no se han de imponer condiciones al libre
albedrío. Cuando declaramos que toda forma de caudillismo debe ser echada por
tierra, nos hostigan y vituperan, pues nada serían sin la afanosa pleitesía a
los patriarcas de turno. Nos rodea la multitud de coristas, que recién estrenan
su gramática de instituto, y hay que ver cómo defienden causas usando teorías
relativistas, insostenibles dentro del terreno de una discusión neutral, a
razonamiento limpio.
En el caso
de los periódicos jacobinos, las pobres tesis de reivindicación social se
mezclan con alardes filosóficos, que en el fondo resultan una amalgama pulposa
de Marx con próceres de ayer y de hoy. Reciclaje del doctrinal, papelería
ambigua que ahora dice lo que no quiso decir años atrás. Si se trata de
intelectuales de reputación catedrática, llamados a filas luego de desempolvar
sus antiguos trabajos de curso, las filiaciones vienen convoyadas de gran
arsenal nostálgico: los sesenta, la Revolución cubana, la compasión por todo lo
que huela a folclor comprimido y capilar.
Nuestro
caso es doblemente alarmante, pues nos dejan sin opciones o perspectivas. Por
una parte, nunca van a renunciar al prototipo del héroe en solitario que
enfrenta al Imperio. A ese héroe admiran y sostienen, sin importarle sus
matices particulares. La generalidad les basta para aplaudir cualquier gesto,
cualquier puño amenazador que nunca será aplastante: sólo viril. Con ese héroe
bravucón sueñan. Son capaces de dedicarle odas y litografías.
Por otra
parte, es común oírles quejándose de las mismas cosas que nos ocupamos
habitualmente de denunciar. Pero su queja es selectiva, y se aplica al medio
donde procuran levantar cátedra. Es la única semejanza que compartimos. Para
nosotros, el avasallamiento sólo responde a ese nombre, y con ese nombre sigue
progresando en muchos rincones del mundo. Ellos, cuando le denuncian, ha de ser
en su concreción doméstica, cuando les toca de cerca. Defienden las tiranías
que no quisieran en suelo propio. Las que acogoten a indígenas o negros podrán
ser imperfectas, pero terminan por realzar su condición subhumana. Así se lo
creen, plácidamente.
En lo que a
creatividad respecta, florecen a la hora de justificar los actos cobardes. O a
la hora de descalificarnos. Si algo debemos agradecerle al dios, es que nos ha
hecho desandar todos los vericuetos posibles: los floridos y los cenagosos. Podemos
calibrar la desmesura y la exigüidad, y no argumentar usando excepciones de
reglas.
Libres del
vasallaje, casi sin resonancia, nos queda la dicción original, aunque estemos
acorralados. Toda gritería, por entusiasta que parezca, se coordina desde palcos
que se agrietan, y se paga con jornales que degeneran su valor a la hora de la
estampida final. Y esa estampida, sin duda, va a ser un espectáculo digno de
reyes.
© Manuel Sosa
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