Leyendo un poema del siempre postergado Manuel Díaz
Martínez, evoqué polémicas de años recientes, y volví a repasar mis nociones
sobre el canon literario cubano. El tema, abierto siempre, es más fértil de lo
que pudiera anticiparse, y se supone que deje entrar (no es fortuita la
palabra) todo lo que se adhiera al hecho estrictamente literario. ¿Quedarán plazas libres / en el próximo
Canon? Y más que gusto o tradición,
ciertas mitologías alimentan la dejadez de nuestra crítica, hoy más pobre que
nunca, para conformar el Manual, el Atlas. ¿Quedarán
plazas libres / en el próximo Canon? Todo poeta, a solas, alguna vez se ha
preguntado lo mismo, de otras maneras. Por suerte, quienes se ocupan de
archivarle y alinearle como merece son el tiempo, el lector, la suerte. Y hoy
más que nunca: la operatividad.
Lo que el
historiador y crítico Rafael Rojas vio como explicación a la generosa nómina de
cubanos en la conocida lista de Harold Bloom, la cercanía del profesor Roberto
González Echevarría, no es rebatible por nadie, ni siquiera por nuestro
catedrático de Yale. Él mismo se ocupa de decir ...si bien es cierto que asesoré a Harold en la confección de la lista
que sus editores le exigieron... ¿Para qué argumentar entonces? Cuando
publica su ensayo “Oye mi son: el canon cubano” lo que más se percibe es su
adquirida costumbre de categorizar despiadadamente, a la americana. Costumbre
adquirida en estas tierras de pasiones clasificatorias y de jerarquías. Cierto
que su lista personal le fue arrancada por la curiosidad de amigos y
congéneres, pero una vez aceptada la faena, nos explicó sus elecciones yendo a
la tangente, pinchando la yugular: dos novelas de Carpentier, dos novelas de
Lezama Lima “aparte de todo lo demás”, Piñera y Diego en lo medular, una novela
de Cabrera Infante, dos novelas per cápita de Sarduy y Barnet, dos volúmenes
narrativos de Arenas, un cuento de Benítez Rojo, y un texto acaso relato de
Calvert Casey. Salvarse por un pelo, por un cuento. Ni la revista Time lo hubiera hecho mejor.
A su
canónica lista siguieron, como era de esperarse, algunas quejas y sugerencias,
que firmaron varios ensayistas, de los que siempre mantienen viva el alma
crítica de ambas orillas. Narradores y poetas, sin romper protocolo, no
polemizaron en aras de proseguir la redacción de sus candidaturas. Quizás
sumando algunos tomos más podrían silenciar a los que desde ya pretenden
obviarlos, aunque ya sabemos que la literatura cubana prefiere el margen al
Número.
He podido
releer el escrito de González Echevarría, su prosa limpia y certera, en la que
podrá equivocarse aquí o allá pero no dejar de hacernos cómplices. También los
textos de otros ensayistas como Emilio Ichikawa y Duanel Díaz, el primero
colándose entre las costuras teóricas y las arritmias de la personalidad del
hombre de Yale; el segundo rebatiendo o ampliando cada punto vital en Bloom y
en la extensión cubana, y replanteando el concepto que pueda regir la
formulación de todo canon. Sin embargo, podría asegurar que el mejor resumen
del capítulo canónico cubano lo hace Jorge Luis Arcos, en sus “Notas…”,
incluidas en su libro Desde el légamo.
De hallarse
un consenso, muchos preferirían ver a Martí al centro de nuestras beatificaciones,
y en un círculo exterior ubicar a figuras como Casal, Lezama, Carpentier y
Piñera. Luego, una tercera afluencia, más cambiante, donde pudieran ubicarse
nombres como Zenea, Diego, Heredia, Arenas, Cabrera Infante, Baquero. Existe
una minoría que entiende que la literatura cubana no ha dado un solo ejemplo de
trascendencia universal. Quizás sea que tenemos mucha medianía y poca o ninguna
grandeza. Se aventuran nombres de hoy con la incógnita del mañana, y nombres de
ayer que sólo provocan debates y argumentaciones.
Ya se ha
barajado la idea de que el sello de estos tiempos es la fugacidad, el impacto
de insoportables decibeles y de efímera resonancia. Se ha hecho imposible
cotejar tantas obras que son resguardadas por su correcta factura y limitado ingenio
a la vez. El fenómeno cubano es doblemente llamativo, pues sus escritores
sobreponen lo acumulable a lo intenso. No en balde la crítica se queda
rezagada, habiéndose convertido en el complemento que debe justificar la
vastísima biblioteca por venir. Aparentemente, las compuertas del canon
seguirán cerradas a nuestros artífices.
Retornando
al problema de las mitologías, ¿qué papel pudiera jugar una crítica objetiva
ante el listado de libros que no se leen a fondo? De no cambiarse el método, se
seguirá elogiando sin leer, sin juicio que ponga en su lugar tanto breviario
ingenuo. La crítica ha de cesar como instrumento que redima los sistemas de
análisis ya preestablecidos. No es su lugar jugar con esas reglas. Hemos
aprendido de Bloom que todavía podemos estudiar la eficacia de una palabra
sustituyendo a otra, de una palabra en compañía de otra, de un calificativo en
tanto portador de expresividad.
Así
entonces, seguimos oyendo la pregunta: ¿Quedarán
plazas libres / en el próximo Canon? No todo escritor sabe aquietarse e
ironizar a costa de su propio sino. Muchos quisieran que el Canon fuese un
ómnibus o un tren, y que pudiera regresar mañana a recogerlos, con sus
equipajes a cuestas. ¿Y qué pasó con aquel Poeta Nacional? ¿Y nuestros Premios
Nacionales de Literatura? ¿Y esos jóvenes de treinta años que han publicado una
veintena de títulos y han recibido Premios de la Crítica y becas
extraordinarias?
Queda el
polvo a lo lejos, y el ruido festivo del ómnibus. Nos vemos en el próximo
Canon.
© Manuel Sosa
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