Desde luego, hay que reconocer que el autor de “Condenados
de Condado” disfruta de ese limbo estamental en que él mismo se situó luego de
abandonar la corte isleña. Goza lo mismo que ha de gozar aquel que le presta la
esposa al gigoló, sin participar participando, observando cada detalle detrás
del cortinaje. Sabe que puede salir y detener las acciones, si quiere. Después
de todo, es su esposa.
Rozando sin
rozar, acariciando sin acariciar, paladea la ambigüedad por obligación, y es
que su destierro (que ya había comenzado en 1989, dentro de la corte) no vino
por hacer cosa contestataria alguna, sino por haber estado donde no debió. De
igual modo podría vincularse al escudero con la desgracia del paladín: el
sujeto es inconveniente por asociación, sin que haya movido un dedo.
La crítica
hacia sus libros siempre nos estampa esa extrañeza, ese no creer lo que parece
ser. A medio camino entre lo servil y lo irónico, escudriñado por lectores y
críticos que se quedan con la boca abierta, y se preguntan: ¿Pero, es posible
que este hombre pretenda dar testimonio de su propia desfachatez, de esta manera?
Reconozco
que no abunda esa sensación de tratar con un cronista al que leemos más para
despreciar más. Y que siempre nos suelta perlas informativas, sólo accesibles a
un falderismo de su nivel. Eso está bien; para eso es que se escribe, al fin y
al cabo.
Da gusto
ver cómo Fuentes le entra al fomentense Senel Paz, tras desilusionarse del
concepto que no llegó a ninguna parte por medio de la novela “En el cielo con
diamantes”. El mismo Norberto de siempre, con su veta de adjutant, usando las terminologías que él solo ha paladeado hasta
el cansancio: bandidos, contrarrevolución, combatientes. Su crítica literaria
es bien práctica: el fomentense debió definir una franja y no posarse sobre el
borde, el fomentense oculta lo evidente gracias a su estilo, el fomentense se
limita a darle brillo a la Gran Vitrina. Estamos de acuerdo en que el libro no
funciona, como no funciona el fenómeno retórico al que pertenece el fomentense.
Pero nuestras razones van más allá de lo que son las expectativas del lector Norberto.
La falsedad, por supuesto; es inevitable no reparar en ella. Su prosa tiene
conciencia de sí, y persigue un sistema que se funda sobre símbolos y alegorías
obvias. El fomentense no da para más.
Y cómo no
sonreír al comprobar que los razonamientos de Fuentes no se alejan de factores
como “culito, nalgas, verga”. Sabemos que sus análisis comparativos dependen de
larguras, abultamientos, grosores. Nadie como él para gastar tiempo anotando
esos detalles.
Hay que
advertirle un par de cosas a Fuentes, dejando la novela a un lado. La llamada
contrarrevolución sí que ha logrado su “producto literario” en Cuba. Está
latente en todo lo que la oficialidad ha negado. Está en todo lo que acecha, y
no se publica. Está fuera y dentro, defendiéndose de la retórica positivista
que nos meten todos los días. Quizás estemos muy próximos para darnos cuenta.
La otra
cosa: entre Alberto Delgado y Julio Emilio Carretero, me quedo con el segundo.
Le regalo el primero a Fuentes, con sombrero, soga, Corrieri y todo.
Y tendremos
que releer “Dulces guerreros cubanos” en la primera ocasión que se nos
presente. Por eso de la extrañeza y la incredulidad, para que no se nos
esfumen.
© Manuel Sosa
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