…y
comisionó ademas para que la esplorasen penetrando en
el
interior, a Rodrigo de Jerez y Luis de Torres, quienes volvieron seis dias
despues
maravillados del pais que acababan de recorrer.
(PEDRO SANTACILIA)
¿Cuál será mejor refugio: la memoria o el paisaje?
Tanto desasosiego percibimos, tanta pérdida nos rodea que ya no sabemos qué
pasadizos desandar para volver al punto de partida. Un museo laberíntico, los
visitantes que no pueden percibir la combinación, los cuadros que dejaron de
ser referenciales para convertirse en material onírico. Cada quien sopesa su
destierro ante las balanzas, extraño equilibrio entre el provecho y la merma.
¿Cuánto
hemos ganado así, mirando sobre el hombro, creyendo que aún nos buscan y que
algo nos sustenta desde el pasado?
Se habla de
memoria como se habla de la matriz irrebatible. El sitio donde nacimos nos
impone un recorrido vindicativo: nuestra tumba ha de ser ese hospicio rumoroso
al que debemos el linaje. Sólo por habernos alumbrado quiere atestiguar nuestra
muerte, devueltos a la tradición y al clan trocados en mortaja. Regresando a
casa cerramos la circunferencia.
Se apela a
la memoria para resistir los embates de ese dibujo. Sueños, fotografías,
embelesos. Todo desterrado sabe rescatarse a sí mismo puliendo esa imagen que
conserva otro tipo de invulnerabilidad.
Mejor que
la memoria es la tierra, el intento de apresar su pulso, más débil cuanto más
lejos de casa. Salimos al frescor del jardín ficticio, sin frutos reales ni
descansos imprevistos. El desterrado se sienta y evoca los olores de la isla:
hierba y fango, la lluvia golpeando el polvo, los efluvios oscuros que propaga
el viento.
Ningún
paisaje acomoda a quien sigue cotejando lo que tiene con lo que le retiran
desde que aprendió a enumerar las diferencias. Cada día que transcurre termina
por desfigurar aún más el árbol del patio; el árbol se transforma en concepto
vegetal, en amasijo de irrealidad que no sirve al propósito del cuidador. Y sus
frutos, por intocables, se pudren.
Los mapas
antiguos vuelven a ser reconocibles. Esto lo sabe quien estudia la bruma del
dibujo, quien sustituye los nombres modernos por los nombres originales,
siempre mejores. Cuando repasamos el mapa de la isla, trazado por manos inseguras,
llegamos a imaginar esa jornada sombreada, los tres días avanzando hacia el
corazón de Cipango, la vegetación insondable que a la vez amparaba a intrusos y
naturales.
El raído
mapa pudiera sustituir el viaje de regreso que seguimos concibiendo. Un viaje
que sabemos inútil por no devolvernos las playas blanquísimas, las corrientes
tranquilas, los perros mudos. Y por el conocimiento adquirido de que paisaje y
memoria, representados en la brillantez del pergamino, suplen toda vehemencia
circular.
© Manuel Sosa
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