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lunes, 10 de abril de 2017

Perros mudos

       …y comisionó ademas para que la esplorasen penetrando en
        el interior, a Rodrigo de Jerez y Luis de Torres, quienes volvieron seis dias despues  
        maravillados del pais que acababan de recorrer.

                                                 (PEDRO SANTACILIA)

¿Cuál será mejor refugio: la memoria o el paisaje? Tanto desasosiego percibimos, tanta pérdida nos rodea que ya no sabemos qué pasadizos desandar para volver al punto de partida. Un museo laberíntico, los visitantes que no pueden percibir la combinación, los cuadros que dejaron de ser referenciales para convertirse en material onírico. Cada quien sopesa su destierro ante las balanzas, extraño equilibrio entre el provecho y la merma.
   ¿Cuánto hemos ganado así, mirando sobre el hombro, creyendo que aún nos buscan y que algo nos sustenta desde el pasado?
   Se habla de memoria como se habla de la matriz irrebatible. El sitio donde nacimos nos impone un recorrido vindicativo: nuestra tumba ha de ser ese hospicio rumoroso al que debemos el linaje. Sólo por habernos alumbrado quiere atestiguar nuestra muerte, devueltos a la tradición y al clan trocados en mortaja. Regresando a casa cerramos la circunferencia.
   Se apela a la memoria para resistir los embates de ese dibujo. Sueños, fotografías, embelesos. Todo desterrado sabe rescatarse a sí mismo puliendo esa imagen que conserva otro tipo de invulnerabilidad.
   Mejor que la memoria es la tierra, el intento de apresar su pulso, más débil cuanto más lejos de casa. Salimos al frescor del jardín ficticio, sin frutos reales ni descansos imprevistos. El desterrado se sienta y evoca los olores de la isla: hierba y fango, la lluvia golpeando el polvo, los efluvios oscuros que propaga el viento.
   Ningún paisaje acomoda a quien sigue cotejando lo que tiene con lo que le retiran desde que aprendió a enumerar las diferencias. Cada día que transcurre termina por desfigurar aún más el árbol del patio; el árbol se transforma en concepto vegetal, en amasijo de irrealidad que no sirve al propósito del cuidador. Y sus frutos, por intocables, se pudren.
   Los mapas antiguos vuelven a ser reconocibles. Esto lo sabe quien estudia la bruma del dibujo, quien sustituye los nombres modernos por los nombres originales, siempre mejores. Cuando repasamos el mapa de la isla, trazado por manos inseguras, llegamos a imaginar esa jornada sombreada, los tres días avanzando hacia el corazón de Cipango, la vegetación insondable que a la vez amparaba a intrusos y naturales.
   El raído mapa pudiera sustituir el viaje de regreso que seguimos concibiendo. Un viaje que sabemos inútil por no devolvernos las playas blanquísimas, las corrientes tranquilas, los perros mudos. Y por el conocimiento adquirido de que paisaje y memoria, representados en la brillantez del pergamino, suplen toda vehemencia circular.

© Manuel Sosa

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