Héctor Miranda era uno de esos seres
marginales que desandaban las calles de Trinidad, hambriento y perdido, en
busca del argumento del día. Ayer pudo ser un reencuentro, alguien a quien no
veía en años y que le reconoció y le regaló cigarros y algo de beber. A la
jornada siguiente quizás toparía con una chiquilla de facciones candorosas; y
ese recuerdo le obligaría a escribir algo, preferiblemente algunos versos faltos
de sobriedad, que le aliviarían el ardor por unas semanas, hasta que se le
borrara la imagen.
Como rara vez conseguía dinero, se acostumbró a beber alcohol de
cocinar, “alcohol de tienda”, debidamente colado y disfrazado. Era inevitable
que le saliera el tufo a petróleo: Héctor tuvo que esperar unos buenos años
para lograr adaptarse al sabor, y ni aun así le satisfacía ese raro estoicismo.
La bondad de tal alcohol radicaba en que le eliminaba los deseos de comer, lo
cual era conveniente en su situación. Y que nadie le pedía compartirlo. Sus
amigos duros del pasado, los verdaderamente marginales, fueron los que le
enseñaron las recetas de preparación. Usando huevo, algodón, sal, carbón,
mierda de bebé. Cada estilo de aderezarlo y beberlo tenía su nombre: Seso de
Dragón, Goma de Camión, Calentando el Pajarito. Ya hubiesen querido los
bebedores del clásico “Destello Ferroviario” aventurarse en esas lides fuertes,
su terreno explorado y vuelto a explorar. Todo aquel que sobreviviese la
experiencia del turbio brebaje podía resistir, adaptarse a cualquier cosa.
Como poeta, tuvo la suerte de publicar algunos cuadernillos, luego de recorrer
las periferias culturales y literarias de su magra provincia. El primero fue
escrito de un tirón, al procurar alinear todas las nominaciones de Satanás para
zanjar la inaccesibilidad de una mujer que le despreció. Un periodista local,
en vivo, le preguntó sobre su libro, y por primera vez en la radio
revolucionaria alguien alabó al Maligno: “El demonio no es tan malo como
ustedes creen. Estos poemas los escribí por una mujer, que aventaja al demonio
en artes”.
Su única familia era el hermano demente, al que creía cuidar. Quizás la
demencia ajena le resultaba una especie de amparo, al comprobar que podía
reinar, de alguna manera, en el país de los ciegos. Para sobrevivir, vendieron
el legado de sus progenitores: libros, discos, muebles, vajilla, ropa. Cuando
la casa quedó completamente vacía, se instalaron en la parte trasera y
vendieron los ladrillos, las tejas, las vigas. Las habitaciones del frente
fueron desmanteladas, pieza a pieza. Uno de esos tantos días de desazón,
alguien le convidó a “morir por alcohol”, y se estuvieron tres jornadas
bebiendo, encerrados en una casa de los suburbios, hasta ser rescatados por
alguien que fue informado del plan y no quiso desentenderse.
“Mis poemas no dieron nada”, escribió en la dedicatoria de un ejemplar
que me regaló. Y en verdad no le dieron mucho, salvo la ocasional invitación a
comer y a dormir en moteles, en algún festival literario. Y por supuesto, la
admiración de un puñado de amigos incondicionales. Las dos veces que logró
cobrar derechos de autor, se encerró en su cueva, a beber y fumar hasta las
últimas consecuencias. ¿Qué pasaría si de pronto se le concedieran todos sus
deseos? Esta pregunta le inquietaba sobremanera, siendo un poeta que no sabía
otra cosa que describir la imposibilidad y la pérdida.
...esta noche soy tan humilde,
tan
simple rozadura en el agua,
tan
milagro que espera
que
otro milagro sea,
que
me escondo de mí,
porque
sería terrible
ser
tan feliz de pronto,
definitivamente.Sus poemas no dieron nada. Fueron unos rasgos ocasionales, sobre un papel basto y ocre. Era tan arduo no ser patético en aquel país, sobre todo a la hora de gratificarse en versos. Su descenso prosiguió irreversible, sin gobernalle, hacia la Otredad, que hoy le denomina.
© Manuel Sosa
Gracias Manolo, por recordarlo como era.. Héctor, tan poeta. Abrazo.
ResponderEliminarSonia