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miércoles, 27 de septiembre de 2017

Memoria=Imaginación

Siempre nos quedará Madrid, libro de memorias de Enrique del Risco, reúne tres condiciones aparentemente provechosas, pero que suelen ser una receta para el desastre, si se combinan: emigrante, cubano y escritor. Quizás no sea lo usual, pero yo comenzaría con otro libro de Enrique del Risco (escrito a dos manos con Francisco García): Leve historia de Cuba. De cierta manera, Leve historia... es uno de los protagonistas de Siempre nos quedará Madrid. Se trata del manuscrito traído de la isla, que lo acompaña en cada mudanza y peripecia, enviado a concursos y editoriales una y otra vez, sin éxito alguno. Cuando lo leí entonces, me llamó en particular la atención un relato titulado Un día mortal, sobre todo por el dejo metafísico de lo irrepetible y la descripción minuciosa de un día en su vida que fue particularmente feliz. (Paradójicamente, un día en que, además, muchos habaneros creyeron encontrar una brecha al muro de la opresión: el 5 de agosto de 1994). Aquel relato (que creo netamente autobiográfico) también me hizo decir: "Si de alguien me gustaría leer memorias, ese alguien sería Enrique del Risco". Y lo hubiera preferido por varias razones: su ingenio, su exquisito sentido del humor, su prosa incisiva y segura de sí, y en particular porque su vida habanera tuvo que ostentar muchos ribetes tragicómicos. Recuérdese que su último trabajo en Cuba fue como historiador del Cementerio de Colón. (Yo le he rogado que escriba esas memorias.) Sabemos de sus proyectos (con Armando Tejuca) para homenajear al Bobo de Abela, frustrados por la Seguridad del Estado y funcionarios adyacentes. Recuérdese además que se le atribuye aquella frase memorable que prefiguraría sus tesis sobre la levedad: "La materia ni se crea ni se destruye: se conquista con el filo del machete". Al menos yo me resistía a la idea de que un transgresor como Enrique hubiera tenido una vida anodina, en aquel tiempo, bajo aquellas circunstancias.
   Enrique del Risco, si bien es conocido y reconocido por sus escritos donde predomina el humor, y últimamente por su ideología "vertical" (le han aplicado ese mismo adjetivo), tiene a su vez el mérito de indagar sin reservas en las fisuras del relato nacional, el que nos vendieron ayer y nos venden ahora mismo: desde las enconadas conferencias de Pedro Santacilia hasta los tratados de apologética revolucionaria firmados por gente como Rolando Rodríguez. Aunque uno se niegue a admitirlo, nuestro álbum nacionalista es rico en apariencias, historias soterradas, hipérboles, dobles filos, secuencias ridículas, balbuceos, zonas encubiertas por el recato y la ignorancia, personajes sobrevalorados... Libros como Leve historia de Cuba y Elogio de la levedad abren el camino a esa mirada cínica (si no podemos ser imparciales, el cinismo servirá para contrarrestar tanta solemnidad) que nos sigue faltando a la hora de pormenorizar nuestros privilegios y nuestras miserias.
   Sabemos que el memoir no abunda en la literatura cubana. Algunos ejemplos parecieran desmentirnos: Los años de Orígenes, de Lorenzo García Vega; Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas; La mala memoria, de Heberto Padilla; La vida tal cual, de Piñera. Pero creemos que en nuestro caso específico, donde la realidad parece destronar a cualquier ficción o materia ficticia, el mero inventario de una existencia marcada por el Desastre tendría igual o más suficiencia literaria. Si usted quisiera degustar las disímiles variantes del absurdo, o constatar las asociaciones más increíbles, o apuntar situaciones límites, consulte a un cronista cubano. ¿Dónde florece mejor el chiste involuntario, el chiste innato, sino en un sitio custodiado por figurantes y militantes lobotomizados? Y la mejor pregunta de todas: ¿Qué exiliado cubano no carga una historia alucinante: dramaturgia de evasión, apetito geográfico, atrezzo surrealista, rutas de escape desaconsejables, travesías azarosas, oficios inenarrables?
   Siempre nos quedará Madrid no se limita a la experiencia de un itinerario, ni de una vida ensalzada por gracia de un cambio de latitud. Si alguien tratara de idear una preceptiva del relato autobiográfico, ¿bastaría el estilo o la supuesta grandeza de una vida para validarlo? Si ahora mismo, por ejemplo,  yo tratara de escribir mis memorias, estoy seguro que algunas zonas del pudor y la estilística me harían alterar (retocar) la realidad. Más que una prosa eficiente o una vida inusual, nuestro mayor reto sigue siendo la franqueza a la hora de confesarnos. Del Risco logra algo muy singular: nos deja con la impresión de un recuento descarnado, y de paso ha logrado que leamos de corrido, atentos a su relación, y con la sonrisa a flor de labios a pesar de que ciertos pasajes no son precisamente idílicos. De todas las ganancias posibles, de su lectura, quisiera quedarme con dos en particular. La primera: la descripción del acecho constante de ese mundo paralelo que alguna vez rechazamos en favor del otro, el que desandamos hoy. Nuestra vida se compone de renuncias, de encrucijadas a cada paso; nos decidimos por un camino, por una puerta, y siempre quedamos con la duda: ¿qué habría sucedido, de haber elegido la otra opción? La segunda ganancia: poder constatar que seguimos siendo un clan maldito, el escritor como carga pública, como inconveniente en esta etapa de la civilización en que el contrato social exige aún más aprender a convivir con el Otro, a trabajar con [para] el Otro, a no herir la sensibilidad del Otro, a mostrar sentido práctico, a simular una sintonía doméstica, a dominar el lenguaje y los instrumentos de supervivencia…
   Si en sus libros anteriores, Enrique del Risco había socavado parte de la estructura retórica del templo nacionalista, así como su empecinada hagiografía, esta vez se lo tomado de manera personal, saliendo al ruedo, allí donde sobran las indulgencias, al foro desierto y ruinoso que alguna vez fue una Isla.

(Enrique del Risco: Siempre nos quedará Madrid. Sudaquia Group, 2012)

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