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miércoles, 6 de septiembre de 2017

Otras notas de exilio y literatura

I

Desde mucho antes, cuando las referencias a la diáspora literaria eran escasas, nos inculcaban el miedo a perder el concepto que regía nuestra escritura. Servía como otra manera de controlar la impaciencia, las objeciones que ya expresábamos con toda naturalidad. ¿Tendríamos que salvarnos como personas o como escritores? ¿Era posible salvarse como ambas cosas? Y nos hablaban de Padilla y Arenas, a quienes se referían con una bien meditada compasión, como si ellos fueran ejemplo de orfandad, o de extravío. No nos era posible saber mucho de ellos, y casi nada positivo, porque nuestros funcionarios se encargaban de arreglar aquel mito de la inutilidad que resultaba abandonarlo todo. Hubo momentos en que llegamos a creerlo: nadie puede hacer literatura creíble si decide borrarse o borrar el país. Yo pienso ahora, sin que me posea ningún tipo de entusiasmo o desdén, que ese desarraigo que ellos esgrimieron (y esgrimen aún), que pudiera en algunos rozar la melancolía o la desolación, constituyen un triunfo de nuestra parte, si verdaderamente existieran. Porque significan el fracaso del propio país, mutilado y violado en su ser, el país que ellos se imaginaron y se les rompió entre las manos. Un fracaso en el que ellos se llevan la parte más risible, aferrados a un erial polvoriento y pestilente, que ya ni siquiera es país o nación o resguardo contra nada.

II

Terminamos de leer en público o de dictar conferencia, y la pregunta es invariable: ¿Cómo ha cambiado el exilio su literatura? Me imagino a tres o cuatro escritores de la isla, a quienes considero excepcionales, y me quedo sin ganas de responder. Pero ya está dicho: son excepcionales y dudo que nada les haga cambiar su unicidad. ¿Quién sabe decirlo? Yo respondo por mí. También ha de tomarse en cuenta la presión física, el sentido peculiar que tienen las fronteras de la isla. Basta salir y mirar atrás para sentir cómo la baba retórica le cuelga a uno de todas partes. Hay que saber desprenderla, lavarla. ¿Escribíamos porque no nos quedaba otro remedio? ¿Estábamos haciendo carrera literaria o buscando un sentido a nuestras vidas? Damos por seguro que a un tolerable escritor, usando el epíteto de aquel bibliotecario ciego, le basta salir de la burbuja para reconocerse al fin. Y transcribir lo que ya ningún dios o apremio territorial le puede dictar. Yo respondo por mí. Es posible contener las palabras y acariciar el arco que se tensa y aguarda la orden. Es posible elegir, imaginar el blanco y disparar al vacío, sólo para contrariar al que ya estaba por aplaudir. Se escribe lo que no podemos difuminar en actos. Nuestra literatura no depende de atmósferas, límites, conveniencias retóricas. Nadie nos ampara o representa, nadie nos tiene a flor de labios para justificar un orden. Estamos solos y somos libres.

© Manuel Sosa

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