Cada quien guarda sus iniciaciones con cierto celo,
temeroso de que le descubran como lo que no es hoy, como el novicio que
avanzaba a tientas y decía menos con más. Una cosa es el aprendizaje, y otra el
despertar al albor, cegado por la luz. Para quienes no supieron abrir los ojos
a tiempo, el pasado es un álbum custodiado por velos y cadenas,
convenientemente inaccesible. Se ha de vigilar la puerta del desván, para que
esas páginas no se conviertan en la prueba que revele la miseria del período
discipular.
Recuerdo
mis primeros escritos, cuyo único empeño consistía en reclamar deferencias. ¿Y
qué otra fórmula podía ser mejor que la de nombrar al Innombrable? La tesis
propuesta: mención del Sujeto sin que parezca una salida de tono. Y allí
estaba, resaltando en una lista de querencias, la solución al pie forzado que
era inventar un contexto natural: Fidel Castro en un verso.
Ningún
pecado de adolescencia me quita el sueño. Escritos sin estilo, altisonantes,
falsos. Eso es todo. Nunca una delación, ni una firma de condena, ni un
informe. Las adhesiones oficiales (esas que nos encontraban entre dos fuegos,
las involuntarias: pertenecer a tal federación y a tal unión) cesaron tan
pronto salí de la adolescencia. Por eso no le tengo miedo a los archivos.
Es el signo
de esta época. Comienzan a desempolvarse los gruesos tomos que guardaban las
listas. En una se pedían ejecuciones sumarias, en otra se apoyaba la causa de
turno. Los hallazgos no son tan chocantes, si bien nos hemos acostumbrado a ese
tipo de revelaciones: unas veces hicimos de víctimas, otras de testigos.
Curiosos artículos donde primaba el ensañamiento sobre la desavenencia.
Transcripciones aparentemente sacadas de una antología del absurdo.
Desenmascaramientos, vergüenzas de closet, bajezas inenarrables.
La sed de
Prehistoria que hoy nos embarga es una variante más de la reprimida curiosidad,
alimentada por ese sistema que tantas redenciones nos ha pospuesto. Y refleja
lo inconsistente de las posturas políticas que allí tradicionalmente se han
forjado. Releer los nombres de las listas es un buen mecanismo para ilustrar
los sucesivos desencantos: ayer aplaudían y firmaban; hoy reniegan con
vehemencia de sus viejos credos. Por suerte, son pocos los que tienen buenas
razones para insistir en la quema de archivos. Son ellos los que hablan de un
velo piadoso.
Hemos
experimentado dos maneras de vaciar los baúles: aquí en el exilio se han creado
espacios para desenmascarar, sin que de ello se esperen consecuencias. Allá en
la isla se proponen otro objetivo, el mismo de siempre: defender su “ilustrada”
dictadura. Tanta es la torpeza de los medios oficialistas, que pretenden
desvirtuar a los renegados mostrando secuencias fotográficas y echándoles en
cara sus antiguas fidelidades. No les importa jugar con un lodo que sólo puede
mancharles a ellos. Aún más lastimosa es la reciente publicación de cartas,
documentos miserables que les rebajan indirectamente, páginas firmadas por
Virgilio Piñera, Severo Sarduy y otros. Cuando un gobierno necesita de este
tipo de argumentos, poco queda por añadir.
Todos esos
que firmaron peticiones de paredón y proclamas sanguinolentas pudieran
excusarse a sí mismos usando los pretextos de la ceguera política, el ardor
juvenil y la atmósfera de los tiempos. Sigo creyendo que nada justifica que un
hombre armado vaya contra otro indefenso. Es un problema de entereza elemental.
Ahora sólo
queda aspirar a que un día no nos queden archivos intocables.
© Manuel Sosa
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