¡Cuánto hubiera dado la guardia pretoriana por ver a
su Jefe investido con verdaderas cualidades de escritor! Esa posibilidad, ya
comentada por muchos articulistas de la red y del papel, habría hecho más
creíble la conversión de estadista a Oráculo. Más creíble y sustanciosa, pues
la oficialidad ha debido activar sus salas de redacción (sus “tanques de
escritura”) como sustitución a tan palpable ausencia. Al tener que retirar la
Figura axial de ese proyecto que hasta hoy sigue siendo aclamado por una parte
del pueblo, viene su reemplazo a ocuparles las noches y los días. Y esas
jornadas son de grafología e imitación de estilo, de redacción de un nuevo
manual, bastante apresurado, que logre servir de testamento y evangelio para el
orfelinato revolucionario.
Y no es un
reemplazo que esperaban tan presto, pues el adalid les había prácticamente
convencido de su inmortalidad. Al defraudarles, yéndose por la vía más
escandalosa, desgarrón, tripas perecederas donde leer vaticinios, flatulencia
guerrillera, les ha dejado con una libreta en blanco que deben manuscribir a
toda prisa.
Al adalid
le faltaron en vida muchas dotes que usualmente caracterizan al escritor de
éxito (le faltó tiempo, que ahora ha de sobrarle, nos ha tratado de decir como
excusa a esa bibliografía activa que insiste en pergeñar): no tuvo el intelecto
de Marx, ni la agudeza de Engels; no aprendió de la pluma contenciosa de Lenin;
los matices estilísticos de León Trotsky le fueron vedados a su mente
utilitaria; no fue un glosador atendible, como Stalin. Hubiera querido ver más
allá del entramado que le circundaba; por ejemplo, ser capaz de versificar,
algo que Mao podía resolver con naturalidad (Ho Chi Minh y Agostino Neto también).
Su pieza oratoria más conocida, más divulgada y traducida, fue obra cómplice de
otros. Sus libros fueron hechos a partir de pura transcripción, de discursos o
de entrevistas: agobio de taquígrafos y ajetreo de rebobinadores. Todo un
legado que componer en las postrimerías, para convertirse en la enjundia de lo
que sobrevivirá.
Para no
prescindir de su cuerpo y su máscara patriarcal, lo siguen exhibiendo en sitios
caprichosos, sabiendo que lo arriesgan todo. Grabado con libreto y editado en
lo posible, ese viejito que farfulla y articula incoherencias, que gesticula
ante la cámara y se abraza de todo aquel que ostente un uniforme o vista de
rojo sangre, es la cáscara que cubre el concepto sustancial. Ha de imaginársele
en el lecho, arrellanado ante su ordenador portátil, los libros amontonados por
doquier, el ceño indagante, el dedo sempiterno punzando la teoría de una Roma
moderna que se expande y les oprime como nación. No volverá al estruendo de los
micrófonos, pero continuará como eminencia gris del proyecto, vivo o muerto,
lúcido o senil. Mientras su cascarón sea útil, seguirá prestando una fachada a
los edictos que se publiquen en la prensa diaria.
De Birán a
Delfos, el octogenario adalid ha pasado a ejercer una función que jamás
concibió: la de sacerdote crepuscular. Un país regido por la irrealidad es sólo
comparable a una pieza literaria que se desmarca de su urdimbre y ahoga al
transcriptor. Sin mano firme y salpicada por mares borrascosos, los discípulos
(los personajes) han prolongado su omnisciencia para salvar la presente
coyuntura, aunque su progenie sufra el precio de los desmoronamientos y los
ridículos en el futuro no tan lejano.
Ya podemos
concebirlo, viendo el rumbo que van tomando las cosas: clases sin profesores,
asignaturas que escrutan folletos redactados por un comité de sustitución, un
sistema de enseñanza que usa las llamadas “Reflexiones” como puntal a su
sobrevida. ¿Cuánto tomará para que la familia cubana proteste y pida que sus
hijos no sean sometidos a semejante experimento? Esos textos mal urdidos, que
abundan en planteamientos llanos y citas extensas, sujetos al lugar común, pretenden mantener activo a quien jamás logró
siquiera una frase ingeniosa. Es triste, de cierta manera: no pudo dar con la
página o el aforismo que constituyesen su heredad. No fue capaz de adjudicarse
un testamento que fuese reproducible.
Otros, en
las sombras, se encargan de imitarle la retórica y mantenerle en primera plana,
haciéndole pasar por augur. Tratan de reeditar así la postrera hazaña del Cid
Campeador, quien amarrado a su caballo, después de muerto, hizo huir a las
huestes enemigas.
Este que
pasean por delante del regimiento constituye una combinación peculiar de Ruy
Díaz con la Pitia. El periódico que hace resonar todos los vaticinios,
sustituye a Babieca, el corcel fiel que carga los despojos como última
esperanza.
© Manuel Sosa
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