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viernes, 24 de noviembre de 2017

De Birán a Delfos

¡Cuánto hubiera dado la guardia pretoriana por ver a su Jefe investido con verdaderas cualidades de escritor! Esa posibilidad, ya comentada por muchos articulistas de la red y del papel, habría hecho más creíble la conversión de estadista a Oráculo. Más creíble y sustanciosa, pues la oficialidad ha debido activar sus salas de redacción (sus “tanques de escritura”) como sustitución a tan palpable ausencia. Al tener que retirar la Figura axial de ese proyecto que hasta hoy sigue siendo aclamado por una parte del pueblo, viene su reemplazo a ocuparles las noches y los días. Y esas jornadas son de grafología e imitación de estilo, de redacción de un nuevo manual, bastante apresurado, que logre servir de testamento y evangelio para el orfelinato revolucionario.
   Y no es un reemplazo que esperaban tan presto, pues el adalid les había prácticamente convencido de su inmortalidad. Al defraudarles, yéndose por la vía más escandalosa, desgarrón, tripas perecederas donde leer vaticinios, flatulencia guerrillera, les ha dejado con una libreta en blanco que deben manuscribir a toda prisa.
   Al adalid le faltaron en vida muchas dotes que usualmente caracterizan al escritor de éxito (le faltó tiempo, que ahora ha de sobrarle, nos ha tratado de decir como excusa a esa bibliografía activa que insiste en pergeñar): no tuvo el intelecto de Marx, ni la agudeza de Engels; no aprendió de la pluma contenciosa de Lenin; los matices estilísticos de León Trotsky le fueron vedados a su mente utilitaria; no fue un glosador atendible, como Stalin. Hubiera querido ver más allá del entramado que le circundaba; por ejemplo, ser capaz de versificar, algo que Mao podía resolver con naturalidad (Ho Chi Minh y Agostino Neto también). Su pieza oratoria más conocida, más divulgada y traducida, fue obra cómplice de otros. Sus libros fueron hechos a partir de pura transcripción, de discursos o de entrevistas: agobio de taquígrafos y ajetreo de rebobinadores. Todo un legado que componer en las postrimerías, para convertirse en la enjundia de lo que sobrevivirá.
   Para no prescindir de su cuerpo y su máscara patriarcal, lo siguen exhibiendo en sitios caprichosos, sabiendo que lo arriesgan todo. Grabado con libreto y editado en lo posible, ese viejito que farfulla y articula incoherencias, que gesticula ante la cámara y se abraza de todo aquel que ostente un uniforme o vista de rojo sangre, es la cáscara que cubre el concepto sustancial. Ha de imaginársele en el lecho, arrellanado ante su ordenador portátil, los libros amontonados por doquier, el ceño indagante, el dedo sempiterno punzando la teoría de una Roma moderna que se expande y les oprime como nación. No volverá al estruendo de los micrófonos, pero continuará como eminencia gris del proyecto, vivo o muerto, lúcido o senil. Mientras su cascarón sea útil, seguirá prestando una fachada a los edictos que se publiquen en la prensa diaria.
   De Birán a Delfos, el octogenario adalid ha pasado a ejercer una función que jamás concibió: la de sacerdote crepuscular. Un país regido por la irrealidad es sólo comparable a una pieza literaria que se desmarca de su urdimbre y ahoga al transcriptor. Sin mano firme y salpicada por mares borrascosos, los discípulos (los personajes) han prolongado su omnisciencia para salvar la presente coyuntura, aunque su progenie sufra el precio de los desmoronamientos y los ridículos en el futuro no tan lejano.
   Ya podemos concebirlo, viendo el rumbo que van tomando las cosas: clases sin profesores, asignaturas que escrutan folletos redactados por un comité de sustitución, un sistema de enseñanza que usa las llamadas “Reflexiones” como puntal a su sobrevida. ¿Cuánto tomará para que la familia cubana proteste y pida que sus hijos no sean sometidos a semejante experimento? Esos textos mal urdidos, que abundan en planteamientos llanos y citas extensas, sujetos al lugar común,  pretenden mantener activo a quien jamás logró siquiera una frase ingeniosa. Es triste, de cierta manera: no pudo dar con la página o el aforismo que constituyesen su heredad. No fue capaz de adjudicarse un testamento que fuese reproducible.
   Otros, en las sombras, se encargan de imitarle la retórica y mantenerle en primera plana, haciéndole pasar por augur. Tratan de reeditar así la postrera hazaña del Cid Campeador, quien amarrado a su caballo, después de muerto, hizo huir a las huestes enemigas.
   Este que pasean por delante del regimiento constituye una combinación peculiar de Ruy Díaz con la Pitia. El periódico que hace resonar todos los vaticinios, sustituye a Babieca, el corcel fiel que carga los despojos como última esperanza.

© Manuel Sosa

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