Si lloras, no escribas. Si
escribes, no llores.
No dejes que tu cielo sea azul ni
que tu noche sea oscura.
Si todos comulgan contigo y te
vitorean, cambia urgentemente de retórica. Aunque es posible que ya sea
demasiado tarde.
No sigas recetas, ni fórmulas.
Puedes empezar por dejar de leer esta lista.
No andes por la vida como si
tuvieras un palo metido por el culo, que para eso están los pavorreales.
Recuerda que la rima es un medio,
no un propósito.
No te sometas al juicio de una
tertulia de idiotas, de esos que cortan y pegan palabras como costureras
frígidas.
Huye del diccionario como lo harías
de un viejo leproso.
Escribe como si nadie jamás fuera a
leerte.
Si en lugar de “bosque” insistes en
usar ‘floresta”, date una ducha fría antes de regresar a la página.
No le temas al ridículo o la
infamia, que el poeta está más cerca del bufón que del hidalgo.
Si eres puta, tortillera, maricón o
mujeriego, enhorabuena. Pero no hagas carrera literaria a costa de ello.
No te pongas a desarmar aquello que
en principio no seas capaz de armar por ti solo.
Si te aprendieras de memoria un
poema tuyo, no se te ocurra (jamás) recitarlo en público.
Aléjate de coprófagos y panegiristas; si
no conoces esos términos, reevalúa tu relación con el lenguaje.
Absorbe un poco de todos, sus disparates
y aciertos; pero a la hora de escribir no absorbas de nadie.
Si comes como Lezama Lima no cagues como
Nicolás Guillén.
Deja que el clítoris florezca en la
alcoba, no en la cuartilla. Y de paso, deja tranquilo al pubis, los pezones,
los orgasmos y todo eso. Ya sabes, la alcoba.
No te dejes engatusar por ninguna
antología ni por maquilladores de academia.
Nunca, nunca aplaudas a alguien que
lleve uniforme.
No cometas el error de morirte demasiado
tarde.
© Manuel Sosa
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