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viernes, 3 de noviembre de 2017

Elogio del hijo renegado

No por desearlo con vehemencia habremos de leer lo que sigue faltando en la isla: escritura sin coordenadas, ajena a un ficticio contrato social o estético. Pienso en el hijo renegado como ejemplo de esa recuperación del sentido avizor que echamos de menos. Nos recuerda que no todo es silencio sepulcral o graznido oportuno, como es usanza en estos tiempos. Nuestra generación se ha quedado allí muda por apatía o complicidad, porque ambas cosas tienen sus recompensas. Los espacios editoriales tramitan sin esfuerzo su cuota de palabras, porque libros y proyectos sobran. Palabras que acomodan el cuerpo literario, para dejarle reposar en paz. Libros y libros que no dicen nada, que no se atreven a provocarle escozor al durmiente. Y entonces: también están los que prefieren pastar tan apacibles que ni siquiera se atreven a despertarse a sí mismos. Pues hay que sobrevivir, ¿no?
   La conciencia crítica, en el caso de una isla, tiene que parecerse a esa órbita de botes de salvamento que todo naufragio propicia. Un estallido que se sabía inevitable, la nave del gobernalle roto, y que algunos no pueden (o no quieren) abandonar. Otros se saben condenados al misterio, a la inmersión paulatina, y prefieren seguir aferrados a su instrumento. Por muchos asideros que aparezcan, nada se puede contra la resignación o el cansancio. Cuando se tiene esa ventaja (léase: no tener nada que perder, salvo la entereza) los actos de escribir y comunicar resultan más creíbles, despojados de falsa doctrina, lavados de servilismo y ansias de calmar a la tripulación.
   Ese hijo renegado, a quien nadie conocía hasta hace muy poco, no ha podido evitar un acento del que nos hemos hecho adictos. Y aquí no hay recetas ni fórmulas secretas: sólo agudeza y claridad. Por buscarla, hemos desechado la costumbre de indagar en sitios cuya retórica desborda su pretendida eficacia. Los medios tradicionales han perdido su filo al no poder entender que lo espontáneo y lo inmediato también sirven al conocimiento, siempre que tanta fluidez no llegue a enturbiar la razón. Políticas editoriales, composturas heredadas, formalismos que impiden cualquier tipo de riesgo: ¿qué ventajas les quedan sobre el individuo y su afán de protagonismo? Pero más aún: ¿son más creíbles por cumplir los requisitos del acervo que representan?
   Defiendo así una tesis atrevida, porque comprendo que describir certidumbres no es tarea dada a quienes se creen herederos de algo, y ostentan su condición acumulando cuartillas. Sentimos que falta otro sentido, otra densidad. En un mundo donde escritores y policías se confunden, yo prefiero leer a quien evade los cercos sin siquiera percatarse de ello.
   Hayamos escapado del naufragio o no, nos queda la conformidad de saber que la bitácora descansa en buenas manos.

© Manuel Sosa

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