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martes, 31 de octubre de 2017

Halloween

La última vez que asistí a una fiesta de disfraces en Cuba, me vestí de mendigo. Mi atuendo y apariencia resultaron bastante convincentes: zapatos rotos que dejaban ver dedos tiznados, sombrero estrujado y sucio, un cabo de tabaco asomando por una esquina de mi sonrisa dispareja, y la ropa que alguien utilizaba para ir a los trabajos voluntarios. Además, por aquella época mi figura y mi rostro no andaban lejos de la indigencia. Yendo hacia el sitio, quise probar la efectividad del personaje asumido, y le pedí cincuenta quilos a un transeúnte que llegó a registrarse los bolsillos, sin encontrar dinero suelto. Un par de muchachas huyeron de mi presencia, al intentar piropearlas. En definitiva, al final de la noche el premio se lo llevó el pintor Hermes Entenza, quien se recubrió convincentemente de verdeolivo, cinturón de cuero, botas rusas, y gorra de guarapito. Se parecía demasiado a ese mismo tipo que nadie quiso mencionar. Entre monjas, payasos, caballeros y mendigos, aquel disfraz no tenía discusión.
   Tarde esa noche, alguien me dijo que mi disfraz no había sido exitoso, por ser demasiado natural. “En este país, casi todos somos mendigos. Unos visten regular, pero viven como mendigos. Otros se visten como tú, o peor, y son parte del paisaje común. Somos pordioseros de alma y cuerpo”.
   Cuando miro las fotografías que dan testimonio de lo que pasa hoy en la isla, pienso en mi disfraz de hace tantos años, y lo veo repetido y repartido: un Halloween donde casi todos han tenido que volverlo a usar, irremediablemente.

© Manuel Sosa

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