Tuvo que ocurrir la batalla de Hastings, en el
1066, para que se sembrara el embrión de lo que sería el idioma inglés. La
derrota del rey sajón Harold II a manos del ejército normando de Guillermo el
Conquistador sirvió de tapiz a la fusión entre las lenguas de vencidos y vencedores.
Pese a esa mezcla, no siempre armoniosa, aún sobreviven las connotaciones que
unos vocablos y otros puedan tener. Esto se explica en la forma en que los
elementos anglos y sajones le sirvieron de base al idioma actual, siendo sus
términos los más usados. Lo gutural germánico, palabras breves, onomatopéyicas,
secas. En cambio, los vocablos normandos (el antecesor del francés, que se
derivaba del latín), por ser más sofisticados y sonar mejor, sirven aún para
dar la acepción más refinada de un concepto. Siempre dos variantes, una
ordinaria, una elevada: freedom y liberty, danger y peril.
Las palabras de la realeza sonaban mejor, o se reservaban para la comunicación
de lo excelso. Por eso calaron en el tejido del tapiz, y no se desprendieron,
aun siendo menos socorridas.
No
conozco otra lengua tan bífida (dispensando el juego de palabras) como el
inglés. Partida en dos entre sus raíces germánicas y latinas, y por ello tan
rica y flexible. Por una parte, es capaz de acomodarse a la necesidad expresiva
y estirarse a conveniencia. Prueba de ello es su sistema de adjetivación, que
resulta imprevisible por lo espontáneo. También su sonoridad, con un decente
repertorio de sonidos vocálicos. Todo lo contrario del español, que resulta
monótono en ese aspecto. Del componente latino se aprovechan las palabras en
sí, que rellenan y dan color a lo que en otro caso sería una lengua moderna
entre tantas: otro producto teutónico. En todo caso, el inglés y el español
resultan primos segundos, cosa que no les hace mucha gracia a los llamados
puristas.
Recuerdo un artículo de Vicente Echerri, en que pedía pureza al español,
pero tiene que haber sabido de antemano que pedía lo imposible. Miraba la
contaminación como el lado oscuro del crecimiento orgánico. Todos sabemos que
nuestra lengua, desde el estado larval, se ha paseado por todas partes, y ha
sido tomada por asalto en su propia casa. Tuvimos la influencia musulmana por
muchos siglos; y luego, para descargar un poco ese sometimiento indeseable, nos
desplazamos por todo el continente americano, sembrando acentos y versiones del
idioma materno. Así que no se extrañe nadie de tanta adquisición, sea nutritiva
o no.
La
existencia de la Real Academia de la Lengua, en su papel de tamiz que autoriza
o posterga la admisión de un vocablo (pues al cabo hay que aceptarlos), les
sirve a muchos de ideal y consuelo a la vez. Con todo y ese rigor que pretende
desterrar los términos que se usan entre el populacho, el resultado es
invariable: el idioma cambia porque el idioma es la sociedad. El idioma pasa
por encima de todas las regulaciones, provengan de donde provengan. Tenemos que
ver, aquí en los Estados Unidos, como el prójimo se acomoda en su Spanglish, y
lo que fuera solicitud es ya aplicación, y lo que fuera alfombra
es carpeta. No podemos retorcerles el cuello y exigirles que hablen
“bien”, por mucho que nos tiente nuestro sentido tradicionalista. La Academia
quiere sujetar algo que resulta, las más de las veces, caprichoso.
El aserto de Echerri de que “la verdadera
naturaleza del problema” radicaba en “la inercia e indigencia cultural de la
geografía donde el español se produce” me parece cargado de animosidad. Es algo
que siempre estamos dispuestos a afirmar. No obstante, si miramos a nuestro
alrededor podremos comprobar cuánta gente de este lado del río se harta con
palabrejas comestibles. Para el americano común, chorizo y pupusa
siguen siendo palabras novedosas. Nadie se arma contra tales sutilezas
gastronómicas; ni siquiera alguien tan sagaz como el propio Echerri.
Ponderar
la lengua inglesa se ha convertido en otro lugar común. Su accesibilidad le ha
ganado fortuna y adeptos en todos los confines. Cuando se oponen modernidad y
barroco ha de tenerse en cuenta ese factor. En su réplica al artículo de
Echerri, Duanel Díaz se situana en una zona que debiera desbrozarse aún más.
Por encima de ese “provincianismo” o “enfermedad” que se endilgan al barroco
castellano, habrá que determinar cuánto de injusticia sobrevuela sus arduas
sendas. Pues la modernidad es soluble, práctica, a veces pusilánime. Y el barroco,
para mí, es identificable con lo arduo. El mismo hecho de que nuestra lengua
sea más difícil de aprender que la inglesa se toma como el elemento negativo
preponderante. Siguiendo la lógica de un obsesionado Borges, no valdría la pena
intentar algo que seguramente lograremos. La grandeza radica en intentar lo que
al final sabremos nos va a destruir. Yo seguiré aprendiendo el español difícil
y jurisdiccional, aunque no sea precisamente lo más recomendable.
© Manuel Sosa
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