Vistas de página en total

viernes, 6 de octubre de 2017

Una lengua sin sujetadores

Tuvo que ocurrir la batalla de Hastings, en el 1066, para que se sembrara el embrión de lo que sería el idioma inglés. La derrota del rey sajón Harold II a manos del ejército normando de Guillermo el Conquistador sirvió de tapiz a la fusión entre las lenguas de vencidos y vencedores. Pese a esa mezcla, no siempre armoniosa, aún sobreviven las connotaciones que unos vocablos y otros puedan tener. Esto se explica en la forma en que los elementos anglos y sajones le sirvieron de base al idioma actual, siendo sus términos los más usados. Lo gutural germánico, palabras breves, onomatopéyicas, secas. En cambio, los vocablos normandos (el antecesor del francés, que se derivaba del latín), por ser más sofisticados y sonar mejor, sirven aún para dar la acepción más refinada de un concepto. Siempre dos variantes, una ordinaria, una elevada: freedom y liberty, danger y peril. Las palabras de la realeza sonaban mejor, o se reservaban para la comunicación de lo excelso. Por eso calaron en el tejido del tapiz, y no se desprendieron, aun siendo menos socorridas.
   No conozco otra lengua tan bífida (dispensando el juego de palabras) como el inglés. Partida en dos entre sus raíces germánicas y latinas, y por ello tan rica y flexible. Por una parte, es capaz de acomodarse a la necesidad expresiva y estirarse a conveniencia. Prueba de ello es su sistema de adjetivación, que resulta imprevisible por lo espontáneo. También su sonoridad, con un decente repertorio de sonidos vocálicos. Todo lo contrario del español, que resulta monótono en ese aspecto. Del componente latino se aprovechan las palabras en sí, que rellenan y dan color a lo que en otro caso sería una lengua moderna entre tantas: otro producto teutónico. En todo caso, el inglés y el español resultan primos segundos, cosa que no les hace mucha gracia a los llamados puristas.
   Recuerdo un artículo de Vicente Echerri, en que pedía pureza al español, pero tiene que haber sabido de antemano que pedía lo imposible. Miraba la contaminación como el lado oscuro del crecimiento orgánico. Todos sabemos que nuestra lengua, desde el estado larval, se ha paseado por todas partes, y ha sido tomada por asalto en su propia casa. Tuvimos la influencia musulmana por muchos siglos; y luego, para descargar un poco ese sometimiento indeseable, nos desplazamos por todo el continente americano, sembrando acentos y versiones del idioma materno. Así que no se extrañe nadie de tanta adquisición, sea nutritiva o no.
   La existencia de la Real Academia de la Lengua, en su papel de tamiz que autoriza o posterga la admisión de un vocablo (pues al cabo hay que aceptarlos), les sirve a muchos de ideal y consuelo a la vez. Con todo y ese rigor que pretende desterrar los términos que se usan entre el populacho, el resultado es invariable: el idioma cambia porque el idioma es la sociedad. El idioma pasa por encima de todas las regulaciones, provengan de donde provengan. Tenemos que ver, aquí en los Estados Unidos, como el prójimo se acomoda en su Spanglish, y lo que fuera solicitud es ya aplicación, y lo que fuera alfombra es carpeta. No podemos retorcerles el cuello y exigirles que hablen “bien”, por mucho que nos tiente nuestro sentido tradicionalista. La Academia quiere sujetar algo que resulta, las más de las veces, caprichoso.
   El aserto de Echerri de que “la verdadera naturaleza del problema” radicaba en “la inercia e indigencia cultural de la geografía donde el español se produce” me parece cargado de animosidad. Es algo que siempre estamos dispuestos a afirmar. No obstante, si miramos a nuestro alrededor podremos comprobar cuánta gente de este lado del río se harta con palabrejas comestibles. Para el americano común, chorizo y pupusa siguen siendo palabras novedosas. Nadie se arma contra tales sutilezas gastronómicas; ni siquiera alguien tan sagaz como el propio Echerri.
   Ponderar la lengua inglesa se ha convertido en otro lugar común. Su accesibilidad le ha ganado fortuna y adeptos en todos los confines. Cuando se oponen modernidad y barroco ha de tenerse en cuenta ese factor. En su réplica al artículo de Echerri, Duanel Díaz se situana en una zona que debiera desbrozarse aún más. Por encima de ese “provincianismo” o “enfermedad” que se endilgan al barroco castellano, habrá que determinar cuánto de injusticia sobrevuela sus arduas sendas. Pues la modernidad es soluble, práctica, a veces pusilánime. Y el barroco, para mí, es identificable con lo arduo. El mismo hecho de que nuestra lengua sea más difícil de aprender que la inglesa se toma como el elemento negativo preponderante. Siguiendo la lógica de un obsesionado Borges, no valdría la pena intentar algo que seguramente lograremos. La grandeza radica en intentar lo que al final sabremos nos va a destruir. Yo seguiré aprendiendo el español difícil y jurisdiccional, aunque no sea precisamente lo más recomendable.

© Manuel Sosa

No hay comentarios:

Publicar un comentario