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viernes, 20 de octubre de 2017

Retrato de crítico con espejo roto

Ahora se arrebuja con la manta y su libro, colmado de sí, en el mismo sillón donde leyó y releyó lo que debía y no; y sorbe la tisana que humea sobre sus posesiones: cuadernos y tomos apilados que alguna vez fueron garabateados sin compasión. Las paredes muestran un par de acuarelas de (pintadas por) amigos muertos, un óleo heredado y el espejo roto que ya no consulta. “Saldo”, los biógrafos le llamarán a esto. También “fruto de una larga labor”, y todo terminará apilado en otra parte, ni siquiera como inventario o despojos, porque es el tipo de cosas que se dispersa sin que haya retribución o pérdida.
   Pero todavía puede rumiar tanta perspicacia, suya y sólo suya, y escudriñar el techo,  y no sentirse culpable.
   Cierto, hubo una época en que sostuvo la tesis de que la expresividad se expandía y se reducía sin que mediara la voluntad del hombre, y que ello explicaba tanta guerra entre padres e hijos, generación contra generación, y tanto libro contradiciendo al anterior.
   De tal modo, y como buen vástago que era, abjuró de quienes le arrimaron la teta didáctica.
   Embobecido con el proceso social que le tocó vivir y con la expresión de turno, pidió a quienes le hicieron su apoderado que se abriesen a la masa, que evitasen los endriagos y los broqueles. Les pidió retomar los surcos, las fraguas y las cantimploras. Prologó, antologó, premió, justificó.
   Cuando fue necesario, usó las palabras “oscuro” y “hermético” en sus diatribas.
   Consumida la ración de efervescencia, su ceño fue enturbiándose con otro tipo de severidad y hubo de celebrar los nuevos giros, el rompimiento con las formas tradicionales, la búsqueda formal, la riqueza lexical. Su cólera iba contra la llaneza, el panfleto, el sentimentalismo. Vinieron nuevos prólogos, nuevas antologías, nuevos premios, nuevas justificaciones. Tuvo la suerte de acuñar los neologismos que hicieron falta, y que prendieron con toda naturalidad en el número creciente de reseñistas que iba surgiendo.
   Y así entonces: “Poesía colmada de vivencias, cuidado formal y de singular calidad, un ejemplo altamente atendible dentro del panorama de la lírica actual…”
   Para suerte suya, fue por aquí que el arte y la literatura comenzaron a ser medidos y enjuiciados de otras maneras. Grandes corrientes comenzaron a inundarlo todo, y lo que antes fueran un texto o una pieza, cobraron otra dimensión que nadie habría podido entrever sin contar con el instrumental necesario.
   Tras un periodo en que tuvo que adaptar sus enfoques obsoletos a esos otros que seguían desgranándose incesantemente, y habiendo actualizado sus lecturas y metodologías, se sintió lúcido por primera vez y descubrió que la razón primordial de su oficio nunca había sido buscar especificidades, sino hacer generalizaciones. Podía enjuiciar y absolver sin tener que usar nombres. Podía incluso darse el lujo de no tener un estilo.
   Sí, también estaban esos libros que no solicitaba y le llegaban en busca de un elogio sincero, pero su repertorio de términos había crecido, ¿y quién no iba a someterse a palabras tan convincentes como “desterritorialización” y “recontextualizado”? Para precaver, y no ser tildado de flexible, a cada rato apuntaba al horizonte y repetía que ya nada era original ni creíble, cuidándose de no ofrecer ejemplos.
   Ahora se siente libre de prejuicios, y ya no le importa si quien escribe es un jovenzuelo bocón o un octogenario empalagoso. Sabe que hay una línea que traspasa la expresión, y viene siendo lo mismo en unos y otros. Y que no sirve de nada.
   Queda una gota de luz en el aposento. Casi dormido, se rasca una nalga y farfulla algo que pudiera ser temible o piadoso, pero que no se recoge con el ruido del libraco que cae de su regazo al piso de madera. Manto piadoso, dicen. Espejo roto, agrega su enemigo oculto, el que nunca lo absolverá.

© Manuel Sosa

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