Ahora se arrebuja con la manta y su libro, colmado
de sí, en el mismo sillón donde leyó y releyó lo que debía y no; y sorbe la
tisana que humea sobre sus posesiones: cuadernos y tomos apilados que alguna
vez fueron garabateados sin compasión. Las paredes muestran un par de acuarelas
de (pintadas por) amigos muertos, un óleo heredado y el espejo roto que ya no
consulta. “Saldo”, los biógrafos le llamarán a esto. También “fruto de una
larga labor”, y todo terminará apilado en otra parte, ni siquiera como
inventario o despojos, porque es el tipo de cosas que se dispersa sin que haya
retribución o pérdida.
Pero
todavía puede rumiar tanta perspicacia, suya y sólo suya, y escudriñar el
techo, y no sentirse culpable.
Cierto,
hubo una época en que sostuvo la tesis de que la expresividad se expandía y se
reducía sin que mediara la voluntad del hombre, y que ello explicaba tanta
guerra entre padres e hijos, generación contra generación, y tanto libro
contradiciendo al anterior.
De tal
modo, y como buen vástago que era, abjuró de quienes le arrimaron la teta
didáctica.
Embobecido
con el proceso social que le tocó vivir y con la expresión de turno, pidió a
quienes le hicieron su apoderado que se abriesen a la masa, que evitasen los
endriagos y los broqueles. Les pidió retomar los surcos, las fraguas y las
cantimploras. Prologó, antologó, premió, justificó.
Cuando fue
necesario, usó las palabras “oscuro” y “hermético” en sus diatribas.
Consumida
la ración de efervescencia, su ceño fue enturbiándose con otro tipo de
severidad y hubo de celebrar los nuevos giros, el rompimiento con las formas
tradicionales, la búsqueda formal, la riqueza lexical. Su cólera iba contra la
llaneza, el panfleto, el sentimentalismo. Vinieron nuevos prólogos, nuevas
antologías, nuevos premios, nuevas justificaciones. Tuvo la suerte de acuñar
los neologismos que hicieron falta, y que prendieron con toda naturalidad en el
número creciente de reseñistas que iba surgiendo.
Y así
entonces: “Poesía colmada de vivencias, cuidado formal y de singular calidad,
un ejemplo altamente atendible dentro del panorama de la lírica actual…”
Para suerte
suya, fue por aquí que el arte y la literatura comenzaron a ser medidos y
enjuiciados de otras maneras. Grandes corrientes comenzaron a inundarlo todo, y
lo que antes fueran un texto o una pieza, cobraron otra dimensión que nadie
habría podido entrever sin contar con el instrumental necesario.
Tras un
periodo en que tuvo que adaptar sus enfoques obsoletos a esos otros que seguían
desgranándose incesantemente, y habiendo actualizado sus lecturas y
metodologías, se sintió lúcido por primera vez y descubrió que la razón
primordial de su oficio nunca había sido buscar especificidades, sino hacer
generalizaciones. Podía enjuiciar y absolver sin tener que usar nombres. Podía
incluso darse el lujo de no tener un estilo.
Sí, también
estaban esos libros que no solicitaba y le llegaban en busca de un elogio
sincero, pero su repertorio de términos había crecido, ¿y quién no iba a
someterse a palabras tan convincentes como “desterritorialización” y
“recontextualizado”? Para precaver, y no ser tildado de flexible, a cada rato
apuntaba al horizonte y repetía que ya nada era original ni creíble, cuidándose
de no ofrecer ejemplos.
Ahora se
siente libre de prejuicios, y ya no le importa si quien escribe es un
jovenzuelo bocón o un octogenario empalagoso. Sabe que hay una línea que
traspasa la expresión, y viene siendo lo mismo en unos y otros. Y que no sirve
de nada.
Queda una
gota de luz en el aposento. Casi dormido, se rasca una nalga y farfulla algo
que pudiera ser temible o piadoso, pero que no se recoge con el ruido del
libraco que cae de su regazo al piso de madera. Manto piadoso, dicen. Espejo
roto, agrega su enemigo oculto, el que nunca lo absolverá.
© Manuel Sosa
No hay comentarios:
Publicar un comentario