Otra manera de darle curso al exceso de cultura:
verterla en las cárceles. Constituye una excelente iniciativa, si bien ya se
usan otros desagües con efectividad: Venezuela, Bolivia, las plazas públicas.
El material artístico que se sigue creando ha rebosado la Barataria, y las
autoridades deben seguir buscando vías para desahogar tanto espíritu. Si antes
sólo las minorías se daban el lujo de apreciar el verdadero arte, ahora deben
invertirse las proporciones. La meta consistirá en que el peso de la población
cubana ha de tener voz por medio del teatro, la trova, la poesía. Cuando menos
la declamación, para aquellos en quienes el sentido imitativo haya opacado sus
nunca floridas dotes. No todos podrán ser un Vicente Feliú, con voz
desfallecida y todo, pero un Luis Carbonell sí que es accesible al ciudadano
corriente.
Llegará el
día en que todos los cubanos se manifiesten, estéticamente, de una manera
sesgada; usando el mismo lenguaje de apariencias, pero con dejos emotivos. Si
ya han aprendido a usar la máscara cotidiana, el esfuerzo debe ser minúsculo.
Con el incremento de las matrículas en las escuelas formadoras de instructores
de arte se garantizarán los cimientos teóricos. Nunca estará de más el acumular
escritores, pintores, bailarines e instrumentistas. Grato es exhibir una
audiencia que aplauda y a la vez ejecute. Inigualable esa satisfacción de un
pueblo que sabe teorizar y explicarse por qué se aplaude a sí mismo.
Las
antologías y diccionarios biográficos dejarán de ser un espacio reservado a los
escritores significativos. Pronto circularán, en las Ferias permanentes,
ediciones de lujo que muestren al mundo cuánta retórica pudiera derivarse del
Prototexto, del Enunciado que balancea las ecuaciones sociales hasta eliminar
toda preponderancia. Será el verso del vecino, la prosa del transeúnte, la
metáfora del viajero, frutos del taller y la convocatoria ya nunca más gremial.
Las
pinacotecas, símbolo de exclusivismo en otras latitudes, se igualarán a la
plaza cívica, a la tribuna de la evidencia, donde cada trazo tendrá su
justificación lógica y no provendrá del oscuro capricho individual: el arte que
miente para conmover. Las galerías no volverán a ser recintos esotéricos y
paredes altivas.
Nada más
natural entonces que volver la mirada a la ergástula, donde los diputados que
alguna vez fueron juglares o gimnastas han descubierto nichos por colmar. Allí
donde un ingenuo hablaría de prevención del crimen, de mejoramiento de
condiciones, de cambio social, de apertura económica y eliminación del delito
de opinión, ellos han interpuesto sinécdoques, aliteraciones, aprendizaje de
escalas cromáticas, fraseo, digitación y técnicas al óleo. Donde un ingenuo
aludiría a la composición racial de cada galera, los diputados hablan de
galeristas y composiciones para cuartetos de cuerdas. Las únicas fugas
permisibles serán las del pentagrama. El pabellón se convertirá en tálamo donde
florezcan los epitalamios por venir.
En un país
donde se permiten encarcelar al posible criminal para prevenir que atente contra
la ley, no estamos lejos del tiempo en que los aspirantes a la gloria artística
se conviertan en malhechores, para así poder divulgar sus obras. Pero si la
revolución cultural y la batalla de ideas terminan por imponerse, rehabilitados
adentro o estilizados afuera, no importarán tanto las diferencias.
© Manuel Sosa
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