La
etnia cubana se sigue suprimiendo a sí misma, dondequiera que esté. El producto
desteñido flota como un trapo al viento, haciéndose pasar por pendón. Los del
peñasco rodeado de agua por todas partes hacen de marionetas, un desfile tras
otro, coreando consignas y estudiando los párrafos que el concilio redactor del
César distribuyen cada dos o tres días. En una esquina del peñasco, los perros
de presa, con camisitas azules, husmean a las marionetas. En la otra esquina unos cuantos entusiastas
practican el folclor de turno. Un grupúsculo retador (y en realidad no le ha
quedado otro remedio que ser grupúsculo, pues ser retador es una heroicidad)
escarba en la dureza del peñasco, para no agredir a las marionetas.
Los que andan dispersos por doquier,
siguen aferrados a una idea lejana, a un concepto que se sigue abaratando y que
acabará por extinguirse: el ser cubano.
En la ciudad satélite, allende el mar,
un concilio ha decretado futuros encausamientos para los que hoy avasallan a
las marionetas. Cabe preguntarse cuántos del concilio, en su momento, fueron
marionetas o avasalladores de marionetas.
De aquella nación altiva y
emprendedora sólo queda ese peñasco resbaladizo, sucio y ridículo que hoy
insiste en anunciarse como ejemplo de redención.
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