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lunes, 30 de octubre de 2017

La lengua imperial

Unos años más, y la influencia soviética se hubiera radicalizado en ciertos aspectos del inconsciente insular, los vulnerables, los que se dejaban teñir sutilmente de idiosincrasia imperial. Cierto era que el alma eslava compartía muchas afinidades con nuestros ademanes resueltos, si las comparábamos, por ejemplo, con las anglosajonas: familiaridad, propensión a la fabulación, credulidad civil, animismo festivo. Lo soviético, forzado desde la cúpula administrativa, rechazado por naturaleza entre la ciudadanía (el injerto estepario que no lograba asimilar la savia de la templanza) al provenir de un universo tan lejano como intraducible, tuvo entonces que buscar conexiones aleves.
   Las películas y programas televisivos, si bien eran objeto de ridículo en la masa, iban dejando matices y patrones en las mentes infantiles (los dibujos animados, sobre todo), en las de los jóvenes que aspiraban a sumarse (“integrarse”) al sistema (los manuales, las series educativas, la retórica del folleto y del manual) y en las de quienes buscaban el brillo revisteril como consuelo a la desnudez de sus paredes y libretas de clase. Quizás el remanente más aprovechable (que no provechoso) haya sido la avalancha de nombres, a los que nuestros oídos parecen haberse acostumbrado ya: Vladimir, Yuri, Aliosha. Cabe extrañarse de que el idioma ruso nos haya dejado tan pocos préstamos lexicales y tantas formas patronínimas, contando los derivativos y las imitaciones fonéticas que a muchos cubanos identifica.
   El gobierno biranense siempre ha alardeado de rectificar sus errores, pero nunca ha castigado a los culpables (o por lo menos al gran culpable). Las meteduras de pata, algunas proverbiales, las ha pretendido borrar sin siquiera mencionarlas. Que el olvido se encargue de ellas; las reescrituras, la magnificación de alguna parte del Todo. Cuando decidieron promocionar al idioma ruso como segunda lengua del socialismo tropical, no tomaron en cuenta su utilidad comunicativa sino su simbolismo. Constituyó uno de los tantos gestos gratuitos, que en calidad de subalterno se anotaba el virrey barbado. En vista de que el inglés no parecía disminuir su influencia entre las nuevas generaciones, el frustrado aprendiz decidió hacerle competencia. (Es notorio que un abogado republicano, en un entorno tan propicio como el de sus años universitarios y de práctica profesional, no hubiese pasado de la torpe basic conversation. El hecho de que un estadista que dice saberlo todo no pueda sostener un diálogo elemental en el idioma de su omnisciente enemigo nos informa de su verdadero intelecto).
   El entusiasmo por el idioma de Pushkin, impuesto por las circunstancias efervescentes, llegó incluso a la radio nacional, con sus clases sistemáticas y los concursos espectaculares que incluían viaje al territorio de donde procedían tales gorjeos. Las escuelas preparatorias, que entrenaban a los universitarios que harían carrera en la lejana taigá, se ocupaban de suministrar la mayor cantidad posible de cirílico, como inicial salvavidas, con la confianza puesta en que la práctica y la necesidad se ocuparían del resto.
   El ruso, cuya riqueza léxica y sonora no es perceptible para el hablante latino (y espero no estar categorizando), fue introducido en los programas de enseñanza secundaria en alternancia con el inglés. Fue una arbitrariedad mayúscula, por la que pagaron consecuencias los propios estudiantes. Verbigracia: si cambiaban de escuela y les tocaba el otro idioma, tenían que comenzar de cero; al llegar a la universidad, que no incluía la lengua camaraderil en sus programas, debían aprender en un mes lo que no habían aprendido en seis años. Pero la consecuencia mayor fue su inutilidad final, cuando se hundió para siempre el acorazado moscovita.
   Destino fatal el de aquellos profesores, que casi al borde del retiro tuvieron que cambiar de diploma y hacerse discípulos del sistema que alguna vez sus amistades les reprocharon no haber adoptado. O de los que, sin instrumental ni vocación, tuvieron que escoger la enseñanza de la literatura, por resultarles menos fatigosa en el declive de sus vidas profesionales. Sus historias forman parte del absurdo castrista, que prosigue imperturbable dando tropiezos, sumando necedad tras necedad, incoherente.


© Manuel Sosa

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