En octubre de 1998 me fui de casa, con un maletín lleno de fotos,
cartas, música y algunos libros. Sabía que era un viaje sin regreso y que sólo
dependería del azar a partir de entonces. Confiaba en que alguien estaría
esperándome en el aeropuerto de Toronto, pues logré mandar dos o tres avisos y
hacer una llamada telefónica clave. Hoy día, cuando me preguntan cómo fui
escogido para una beca en el Banff Centre, sigo respondiendo: “Me invité yo
mismo”. Estuve dos años tratando de convencerlos, y al final cedieron. Como
tenía que pedirle permiso al Ministerio de Educación para poder viajar,
renuncié a mi puesto de profesor desde junio de ese año, y me sostuve
económicamente vendiendo mi ropero y biblioteca hasta quedarme con lo esencial.
“Te negarán la visa”, era la frase más socorrida de mi círculo cercano. “Los
canadienses están poniendo muchos requisitos ahora; ya no es como antes”. No
faltaron los consejos de tocador: “Lleva corbata; aféitate; que no te vean el
tatuaje de la mano; que no se te ocurra ir con esos zapatos…”El día de la
entrevista, escudado por el inefable Alcides Herrera (que debía irse a México a
fines de año) me presenté con la facha de siempre, desoyendo a los
maquilladores y con una tranquilidad envidiable. Tres horas más tarde tenía una
visa estampada en el libretón cubanoide de pasar puertos.
Mi última semana la pasé en
Santa Fe, en casa de un amigo de la infancia. No quería ni exhibirme, por temor
a que algún dios o la policía interrumpieran mis planes. Estuve la última tarde
(10 de octubre) bebiendo y ayudando en la cocina. Mi comida de despedida,
capricho de manigua, fue un plato de malangas hervidas, rociadas con manteca de
puerco. Me gasté todo el dinero cubano que me quedaba en ron, y en comida para
la casa de mi amigo. Al anochecer se vació la última botella, y recordé que
había guardado seis monedas de tres pesos, de las que ostentaban la oportuna
cara del Che (alguien me aseguró que en Canadá las podría vender como
souvenirs), y compré la botella del epílogo con moneda despojada de condición
especulativa. Ya tarde en la noche me quedé solo en el portal trasero, oyendo
aquello de: Tengo un dolor en el alma, que no
quiero demostrar… y se me
salieron algunas lágrimas. Dormí sobre el piso frío, con toda intención, y nos
fuimos de madrugada para el aeropuerto. Todo ocurrió de manera vertiginosa. De
pronto estaba en el avión, yo que nunca había volado en mi vida, y me vi entre
nubes y Cuba se iba escurriendo hasta convertirse en una mancha violácea.
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