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miércoles, 11 de octubre de 2017

La puerta estaba abierta

En octubre de 1998 me fui de casa, con un maletín lleno de fotos, cartas, música y algunos libros. Sabía que era un viaje sin regreso y que sólo dependería del azar a partir de entonces. Confiaba en que alguien estaría esperándome en el aeropuerto de Toronto, pues logré mandar dos o tres avisos y hacer una llamada telefónica clave. Hoy día, cuando me preguntan cómo fui escogido para una beca en el Banff Centre, sigo respondiendo: “Me invité yo mismo”. Estuve dos años tratando de convencerlos, y al final cedieron. Como tenía que pedirle permiso al Ministerio de Educación para poder viajar, renuncié a mi puesto de profesor desde junio de ese año, y me sostuve económicamente vendiendo mi ropero y biblioteca hasta quedarme con lo esencial. “Te negarán la visa”, era la frase más socorrida de mi círculo cercano. “Los canadienses están poniendo muchos requisitos ahora; ya no es como antes”. No faltaron los consejos de tocador: “Lleva corbata; aféitate; que no te vean el tatuaje de la mano; que no se te ocurra ir con esos zapatos…”El día de la entrevista, escudado por el inefable Alcides Herrera (que debía irse a México a fines de año) me presenté con la facha de siempre, desoyendo a los maquilladores y con una tranquilidad envidiable. Tres horas más tarde tenía una visa estampada en el libretón cubanoide de pasar puertos.
   Mi última semana la pasé en Santa Fe, en casa de un amigo de la infancia. No quería ni exhibirme, por temor a que algún dios o la policía interrumpieran mis planes. Estuve la última tarde (10 de octubre) bebiendo y ayudando en la cocina. Mi comida de despedida, capricho de manigua, fue un plato de malangas hervidas, rociadas con manteca de puerco. Me gasté todo el dinero cubano que me quedaba en ron, y en comida para la casa de mi amigo. Al anochecer se vació la última botella, y recordé que había guardado seis monedas de tres pesos, de las que ostentaban la oportuna cara del Che (alguien me aseguró que en Canadá las podría vender como souvenirs), y compré la botella del epílogo con moneda despojada de condición especulativa. Ya tarde en la noche me quedé solo en el portal trasero, oyendo aquello de: Tengo un dolor en el alma, que no quiero demostrar… y se me salieron algunas lágrimas. Dormí sobre el piso frío, con toda intención, y nos fuimos de madrugada para el aeropuerto. Todo ocurrió de manera vertiginosa. De pronto estaba en el avión, yo que nunca había volado en mi vida, y me vi entre nubes y Cuba se iba escurriendo hasta convertirse en una mancha violácea. 

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