Es un mecanismo de defensa: creemos renunciar a lo
que tanto anhelábamos hasta hoy, cuando en realidad nos han ido apartando, sin
haber caído en cuenta. No fue nuestro arbitrio, ni el despecho que ahora
manejamos con naturalidad; el nudo se fue deshaciendo, imperceptiblemente,
hasta dejarnos libres. Y tal flaccidez no es otra cosa que el despojo del ideal
que nos mantenía despiertos, escribiendo, ensayando las retóricas convincentes.
Era una sombra del pasado, era una mujer, o un árbol que no derribaban las
fuerzas telúricas. Un coro imaginario, que creímos real. Pudimos ignorar la dicha
mostrada como calamidad, el adagio que repetíamos a solas, ya tarde: “Fue
nuestro, y no lo supimos nunca.” Cada quien sigue atado a su instrumento, o a
lo que le arrojaran de limosna, por soltar lastre. Nos hemos engañado a
nosotros mismos. Donde resonaba una melodía y su eco grato, existía una sima
infranqueable. Donde relucían letras sobre pergaminos traídos de ultramar,
faltaba el sentido que se ocultaba detrás de la sonoridad. Donde se insinuaba
el deseo, asomaba el cansancio de una forma. Donde se anunció el viaje para el
reencuentro, se cortaban las amarras. Cuando pensamos morir de éxtasis, las
puertas se fueron cerrando. Sin respuestas, golpeamos las paredes y vertimos
ceniza sobre las losas. Finalmente, abjuramos de esa pasión pasajera, formulada
sobre la base de la nostalgia. Y es duro reconocerlo: no tuvimos que renunciar
a nada. Así manteníamos el orgullo intacto, creyendo tener peso sobre las
circunstancias. Esa sombra del pasado, esa mujer o ese árbol nos habían borrado
de sus ámbitos, desde mucho antes. Narcosis, quimera, polvo que se devuelve a
la lápida que limpiamos en vano: Cerrados
hasta aquí tuve los ojos. Y luego, el otro silencio.
© Manuel Sosa
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