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lunes, 2 de octubre de 2017

Tratado de Antimateria

El mercado de la ficción se ha convertido en un simple dispositivo de oferta contra demanda. De ahí que resulte arduo habilitar aquella narración que rompa el esquema previsto de legibilidad. Cuando un autor se impone gracias a la proyección de su aura o su oficio, fácilmente abre el camino a otros que se entreguen sin reticencias al ensamblaje posterior: los epígonos que sustentan el relato provechoso. J.K. Rowlings, Stephen King, Anne Rice, John Grisham, Dan Brown, entre otros, han logrado registrar los sellos que servirán a cuantos imitadores aparezcan. Basta que en la solapa del libro se insinúe "El nuevo Dan Brown", o algo por el estilo, para que la inversión sea recuperable. Un libro atípico no debe traspasar los filtros del editor, cuya función cada vez más se asemeja a la de un corredor de bolsa.
   Ante el reto de la originalidad, ciertos autores apelan al efectismo que presupone reevaluar toda aparente certeza, ya sea en cultura o religión. Y hacen un trabajo de campo que no es exhaustivo, pero sí convincente para el lector curioso. ¿Qué es para ellos el manejo de la prosa, sino la pericia de llevarnos, con menores o mayores tropiezos, al momento climático y regalarnos el desenlace que merece nuestra impaciencia? Su escritura es económica: se limita a dibujar las líneas principales sin abundar en el relieve y el color. Se salta de un plano a otro, con agilidad cinematográfica. Acaso se imaginan la película que vendrá; la anticipan desde el manuscrito, como si fuera un requisito inevitable. Nos entregan entonces una bomba de tiempo: abrimos el libro y el reloj comienza su cuenta regresiva. ¡Y qué difícil resulta abandonar un libro que palpita en un lapso que se acorta más y más! Nos entregan a la vez esos personajes que reconocen cualquier cita erudita, rellenos de información valiosa y trivial (para probar su divina campechanía) y que cuando abren la boca se abaratan como por arte de magia. Trivia, triviālis. Nos ofrecen datos instructivos, coincidencias extremas, villanos que no han perdido el olor de sus moldes, inconsecuencias argumentales, explicaciones científicas cuya lógica se desmorona ante la luz más tenue. Y es que el libro se ha convertido en puro libreto, en el tubo de ensayo donde se gestan las energías que alguna vez se proyectarán en la sala oscura, para hacernos olvidar todo lo demás.
   Tal pareciera que los apostadores, puestos de acuerdo con los que desmenuzan el relato original se hubiesen propuesto decodificar ciertas claves de accesibilidad. Y el concepto de literatura va a seguir diluyéndose en empirismo, en taxonomía de tipos y tramas. Ese camino lo desanda el memoir, que ya se desdobla en actuación pactada con el oído confesor: te dejamos oír lo que pediste escuchar, inventaré una vida más interesante. No tardarán en dinamizar entonces lo que resta: la poesía, el ensayo. Hacerlos cada vez más codiciables, a su manera. Habrá que volver entonces al quarto, al guión dramático en tanto modo de subsistencia. Recordad que el Canon occidental tiene en su centro a un actor que ya demostró la eficacia de esa fórmula: el Bardo de Avon.

© Manuel Sosa

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