El mercado de la ficción se ha convertido en un
simple dispositivo de oferta contra demanda. De ahí que resulte arduo habilitar
aquella narración que rompa el esquema previsto de legibilidad. Cuando un autor
se impone gracias a la proyección de su aura o su oficio, fácilmente abre el
camino a otros que se entreguen sin reticencias al ensamblaje posterior: los
epígonos que sustentan el relato provechoso. J.K. Rowlings, Stephen King, Anne
Rice, John Grisham, Dan Brown, entre otros, han logrado registrar los sellos
que servirán a cuantos imitadores aparezcan. Basta que en la solapa del libro
se insinúe "El nuevo Dan Brown", o algo por el estilo, para que la
inversión sea recuperable. Un libro atípico no debe traspasar los filtros del
editor, cuya función cada vez más se asemeja a la de un corredor de bolsa.
Ante el
reto de la originalidad, ciertos autores apelan al efectismo que presupone
reevaluar toda aparente certeza, ya sea en cultura o religión. Y hacen un
trabajo de campo que no es exhaustivo, pero sí convincente para el lector
curioso. ¿Qué es para ellos el manejo de la prosa, sino la pericia de
llevarnos, con menores o mayores tropiezos, al momento climático y regalarnos
el desenlace que merece nuestra impaciencia? Su escritura es económica: se
limita a dibujar las líneas principales sin abundar en el relieve y el color.
Se salta de un plano a otro, con agilidad cinematográfica. Acaso se imaginan la
película que vendrá; la anticipan desde el manuscrito, como si fuera un
requisito inevitable. Nos entregan entonces una bomba de tiempo: abrimos el
libro y el reloj comienza su cuenta regresiva. ¡Y qué difícil resulta abandonar
un libro que palpita en un lapso que se acorta más y más! Nos entregan a la vez
esos personajes que reconocen cualquier cita erudita, rellenos de información
valiosa y trivial (para probar su divina campechanía) y que cuando abren la
boca se abaratan como por arte de magia. Trivia, triviālis. Nos ofrecen datos
instructivos, coincidencias extremas, villanos que no han perdido el olor de sus
moldes, inconsecuencias argumentales, explicaciones científicas cuya lógica se
desmorona ante la luz más tenue. Y es que el libro se ha convertido en puro
libreto, en el tubo de ensayo donde se gestan las energías que alguna vez se
proyectarán en la sala oscura, para hacernos olvidar todo lo demás.
Tal
pareciera que los apostadores, puestos de acuerdo con los que desmenuzan el
relato original se hubiesen propuesto decodificar ciertas claves de
accesibilidad. Y el concepto de literatura va a seguir diluyéndose en
empirismo, en taxonomía de tipos y tramas. Ese camino lo desanda el memoir, que
ya se desdobla en actuación pactada con el oído confesor: te dejamos oír lo que
pediste escuchar, inventaré una vida más interesante. No tardarán en dinamizar
entonces lo que resta: la poesía, el ensayo. Hacerlos cada vez más codiciables,
a su manera. Habrá que volver entonces al quarto, al guión dramático en tanto
modo de subsistencia. Recordad que el Canon occidental tiene en su centro a un
actor que ya demostró la eficacia de esa fórmula: el Bardo de Avon.
© Manuel Sosa
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