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lunes, 16 de octubre de 2017

Modelo de carta para reclamar libros confiscados por la Aduana

…No sólo ordenar bibliotecas, como diría Borges, sino construirlas a partir de incautaciones, y así ejercer otro tipo de crítica silenciosa. Más que ello, descartar la humildad y llenar los estantes de ejemplares dudosos o ya excomulgados, para interrogarles. ¿Creerían ustedes en ese privilegio, acaso robado a los dioses, y saberse responsables de tanta inquietud que gravita, de tanta maledicencia alineada en las sombras?
   Porque su oficio les hace, de muchas maneras, catadores de límites: guardan una frontera visible y filtran las obsesiones del conocimiento, según el criterio de los mismos corregidores que acaso alguna vez revertirán la maldición. Y no existen honorarios que renumeren tanto riesgo, vivir entre cápsulas de algún veneno vertido con saña y rabia, gastar los días rodeados de figuras imaginadas o verosímiles, dispuestas a poblar el espíritu de lectores incautos. Un típico guardián de ergástulas sufriría menos exposición, porque se hace rodear de culpabilidad demostrable. Un empleado avizor, que se sabe bibliotecario a regañadientes, adivinaría la terrible carga a sus espaldas, y mantendría la distancia.
   Despejadas esas premisas, sépase además que hablamos como poseedores cuya avidez nunca dictará el sentido de sus palabras. Adueñarse de conceptos y objetos implica el aceptar su pérdida, si al cabo su sentido atrae inquisiciones y desafueros.
   Aquí sobreviene la pregunta: ¿Cuánta inestabilidad política o moral pudiera infringir el Arte como hecho palpable? Grabados, litografías y códices bajo el escrutinio de quienes prefieren entender más allá de un momento límite, el que su hacedor enmarca; libros y documentos que le disputan infalibilidad al Poder, ironía y agudeza desmitificadoras… ¿Hablaríamos de un canon legítimo si no se alimenta de su oposición más inteligente? Cuando se estrecha un cerco, sólo el empecinamiento puede defender a la legión sitiada; la crispación forzosa le hace indescifrable. Concebir un registro de prohibiciones sólo consigue azuzar el alma de la contracultura. Los libros malditos sólo han de temer las grandes tiradas, porque los convierten en libros corrientes. El mercado como aliado del Poder: ¿no habéis escuchado el lamento de aquellos clásicos que adquieren ese sello de “lectura obligatoria”?
   Y entonces, el libro que nos falta, retenido por la ordenanza de un país obsesionado por ortodoxias; el libro que aventura una tesis distinta, punible como las alianzas secretas. Hasta su textura le delataría ante el Consejo, que juzga cada desviación en base a una preceptiva cada vez más suficiente en sí, como fuerza centrípeta buscando el núcleo ilusorio. Sería otro documento, otra pieza de inventario que se añade al equipaje, de no haber tenido un propósito posterior a su retención. Porque antes era un libro, y ahora es el Libro. Su eficacia dependía, con toda seguridad, de su factura arriesgada o de imágenes excesivamente artificiosas; pero al ser añadido a la colección de un Purgatorio estatal, ha devenido instrumento de redención. Las circunstancias nos obligan a esa perspectiva casi cínica, donde no cabe resignarse a una pérdida que no despierte ecos y reverberaciones.
   Hemos omitido el tópico de la censura, adivinando exceso de celo en quienes justifican sus horas acariciando el tamiz, y de tal suerte prefieren no regresar a su patrón con las manos vacías. Podemos anticipar asimismo la curiosidad por un título, por esos autores que miran desafiantes desde la contracubierta, alguna frase entreleída y que ha sido juzgada desde la suspicacia. En realidad, guardamos la íntima esperanza de ganar este reclamo sin llegar al reproche, y mejor aún: sin ilustrar en demasía.
   Si al cabo, vuestro fallo no favorece al ejemplar incautado en cuestión, nos limitaremos a tomar nota del suceso, y buscaremos otras maneras de honrar su ausencia. Imaginaremos el diálogo metafísico que sostendrá con los demás volúmenes que formen tal Antología Cautiva, la erosión en el alma de quienes prefieren borrar y silenciar la palabra escrita, el miedo que les hace demarcar más y más límites. Si tuviéramos que escuchar otra negativa, entonces seguiremos invocando el libro, seguiremos soñándolo.

© Manuel Sosa

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