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viernes, 30 de junio de 2017

Instrucciones para escribir poesía moderna

Para estar en la avanzada de su generación, y dejar perplejos a sus posibles lectores, usted necesita invertir sabiamente su tiempo. Escribir poesía resulta un ejercicio grato si logra apartarle de otras distracciones: la economía, la familia, el vértigo social. Usted puede carecer de sensibilidad y sentido trágico, pero no puede prescindir de la tramoya. Suplante la emoción por la alevosía, y verá cómo se le rinden todos los puentes levadizos. Aquí siguen algunas instrucciones útiles:

-Disponga de abundante bibliografía para su arsenal gnoseológico, teoría literaria, estructuralismo y semiótica, psicoanálisis, tratados de estética moderna, narratología, deconstrucción, metafísica, antropología. Y todo Nietzsche.

-Añada algunos libros de poesía clásica, y algunas antologías del simbolismo y el surrealismo francés, del modernismo anglosajón y el vanguardismo hispanoamericano.

-Enciérrese un año (esta es la parte más difícil), y estudie concienzudamente. Más importante: tome abundantes notas, a las que tendrá que acudir con seguridad. Y transcriba citas y citas, las cuales podrá colocar a la cabecera de sus cuadernos o como exergos en sus poemas.

-No gaste su tiempo estudiando a profundidad una lengua extranjera, pues las frases que incluirá en los versos (frases suyas, pensadas en esa lengua) tendrán que tener errores ortográficos o de sintaxis. Es una especie de marca elegante y desfachatada.

-No se preocupe por la partición de versos o la puntuación, pues lo arbitrario aquí se traduce como “audaz”.

-Incluya gráficos, dibujos, neologismos onomatopéyicos. Lo audaz, recuerde lo audaz.

-No se olvide del uso abundante de comillas y paréntesis, de los puntos suspensivos y símbolos de otros alfabetos. Su discurso debe ser entrecortado, áspero a ratos.

-Asuma el texto en función de un balance entre todos los elementos de la página. La disposición gráfica de los versos forma parte de la expresividad del poema moderno. Los espacios en blanco complementan la ilusión residual.

-No discrimine palabras por ser más o menos “poéticas”. Vocablos como “sobaco” y “champú” pueden integrarse a su discurso. Su texto ganará en naturalidad.

-Olvídese del sentido intrínseco de su obra. Ahogue emoción y mensaje con imágenes que llenen ese vacío entre Hombre y Esencia. La poesía es siempre un vínculo, sea inesperado o no.

-Incorpórese al movimiento estético de turno. Asóciese con escritores afines. Funde su propia escuela en último caso. No deje que el azar dicte su destino y notoriedad. La poesía es ubicación y estrategia.

© Manuel Sosa

miércoles, 28 de junio de 2017

Una legitimación de la legibilidad

Hasta el más sesudo tratadista disfruta de una atenuación en el rigor de su acostumbrada lectura, y baja un peldaño a refrescarse en la limpidez de otras: placeres culpables, antífonas, sensacionalismos. Conozco a un brillante intelectual cubano que confiesa usar a Guillén para relajarse luego de su fatiga lezamiana. La inextricable maraña de libros como Dador puede causar una verdadera cefalea a quien busque entender de la manera tradicional. “Entender”, para ese tipo de lector, es seguir una secuencia lógica, desovillar un párrafo, palabra tras palabra, para poder comprobar su desenvolmiento.
   Tradicionalmente, se usan términos infelices que definen el grado de comprensión de la lectura. Y me animo a aclararlo: comprender como decodificar. Por supuesto, es en la crítica de poesía donde se emplean, y no entre los que reseñan la prosa, que por lo general se concentran en situaciones y personajes, cuando no en técnicas y planos narrativos. En el caso cubano se separa lo “coloquial” de lo “hermético”. Se habla de poesía “conversada” en oposición a la “oscura”, buscando diferenciar los textos que secuencian hechos de los que se limitan a insinuarlos.
   Si bien no existe un lenguaje puramente racional, estando la metáfora tan enraizada en nuestras vidas y en nuestra expresión cotidiana, tampoco puede aspirarse a disfrazar el léxico con la presunción de elevarlo. El primer gran error del amanuense novato, si de un versificador se tratara, es usar circunloquios para evitar ser explícito, de buscar vanas elipsis en lugar de conmover a su lector haciéndole ver las cosas de un modo inesperado. Se agradece más la sorpresa que el eufemismo evidente o la alusión que nadie, salvo el autor, podrá reconocer.
   Habrá que echarle la culpa a Mallarmé y a los simbolistas, que descubrieron lo mucho que faltaba por recorrerse en cuanto al uso de la palabra. Cercano a nosotros, Vallejo sacó provecho de una visión candorosa e imitó el habla del niño, llegando a variar la ortografía y la tipografía para decirnos más sin llegar a la jerigonza. Si alguien viniera con el cuento de que Trilce es un libro “hermético” habría que abofetearle. Y sin embargo, se debe reconocer que Vallejo ponía empeño en nublar actos cotidianos: defecar, imaginar el cuerpo de una mujer, masticar. Un lector avezado podrá identificarse con sus poemas, sin necesidad de “entender” todo lo que está pasando.
   Lo mismo podrá decirse de Lezama, a quien se acostumbra mostrar como paradigma de un cifrado. Leerle es un acto de emancipación, siempre que no se tenga preestablecido un formulario o un croquis. Se cuenta que logró desarmar a un inquisidor de su hermeticidad usando los versos martianos “en el canario amarillo / que tiene el ojo tan negro”. Un mal ejemplo para salir de paso, pues nada de esa imagen escapa al raciocinio. Es un simple contraste, una paradoja entre tantas. Hubiera podido buscar, inclusive, en la música popular, para encontrar infinidad de letras huidizas. Acude a mí, ahora mismo, esa letra insuperable, sobre todo el final de “Convergencia”, canción de Bienvenido Julián Gutiérrez y Marcelino Guerra: “La línea recta que convergió / porque la tuya final vivió”.
   Justo es reconocer que no toda escritura es legible sin haberse previamente armado de pericia. Ciertos libros requieren más esfuerzo que otros. Los de poesía acaparan lectores especializados, para bien o mal del autor (y del comercio libresco). Si no existeran esos lectores de dotes extraordinarias, el Ulises de Joyce hubiese demorado mucho más en ser admitido en las librerías norteamericanas. John M. Woolsey, como juez de distrito; y Augustus Noble Hand, como juez de apelaciones, determinaron que Ulises no era obsceno.
   ¿A quién se le ocurriría racionalizar versos como: “colúmpiate, lindón que el viento estudia” o “el recién puerco cava y llora en el melón”? ¿No constituyen un disfrute por sí solos, la palabra hecha picardía, la palabra rompiendo el vidrio de lo Usual?

© Manuel Sosa

lunes, 26 de junio de 2017

Una trampa dormida

No aprendas, no aprendas, que el hálito del regreso
es una trampa dormida, ponderando
su ración de estulticia.
Repasa las crónicas, sin sacrificar el recuerdo
por un pedazo de tierra, o un abrazo
que no será el mismo, vencido por el arco del ritual.
La única prodigalidad, si la hubiera, es manifiesta
en runas y melodías que acechan: intocables,
el lujo que correspondería a un recluso.
Si traspasas la puerta, no te reconocerán
porque allí se han instalado la senilidad, la demencia
y el afán museable de un guionista
que te aborrece.
Deja intacta tu memoria, no regreses, no aprendas.

© Manuel Sosa

viernes, 23 de junio de 2017

Nuestro querido Calígula

(…)
Así es que, desde que partió de Misena, aunque seguía en traje de duelo el cortejo fúnebre de Tiberio, continuó su marcha entre altares adornados con flores, con víctimas preparadas ya, antorchas encendidas y acompañándole alegres aclamaciones de una inmensa multitud, que había salido a su encuentro y le prodigaba los nombres más tiernos, llamándole su estrella, su hijo, su niño, su discípulo.
(…)
Su envidiosa malignidad; su crueldad y su orgullo se extendían a todo el género humano y a todos los siglos. Derribó las estatuas de los grandes hombres, que Augusto había trasladado del Capitolio, donde había poco espacio, al vasto recinto del Campo de Marte; y de tal manera dispersó los restos, que cuando quisieron restaurarlas no pudieron encontrarse completas las inscripciones con que estaban adornadas.
(…)
En cuanto a los estudios liberales, aplicóse muy poco a la literatura y mucho a la elocuencia. Tenía palabra abundante y fácil, sobre todo cuando peroraba contra alguno. La cólera le inspiraba ampliamente ideas y palabras, respondiendo a su apasionamiento su pronunciación y su voz; no podía permanecer quieto, y su palabra llegaba hasta los escuchas más lejanos.
(…)
No tenía en cuenta las reglas en la construccion dé sus palacios y casa de campo, y nada ambicionaba tanto como ejecutar lo que se consideraba irrealizable; construía diques en mar profundo y agitado; hacía dividir las rocas más duras; elevaba llanuras a la altura de las montañas y arrasaba los montes al nivel de los llanos: todo esto con increíble rapidez, castigando la lentitud con pena de muerte. Y para decirlo todo de una vez, en menos de un año disipó los famosos tesoros de Tiberio César, que ascendían a dos mil setecientos millones de sestercios.
(…)
Quería de tal modo a un caballo llamado Incitatus, que la víspera de las carreras del circo mandaba soldados a imponer silencio en todo el vecindario, para que nadie turbase el descanso de aquel animal. Mandó construirle una caballeriza de mármol, un pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de Perlas: dióle casa completa, con esclavos, muebles, en fin, todo lo necesario para que aquellos a quienes en su nombre invitaba a comer con él, recibiesen magnífico trato, y hasta se dice que le destinaba el consulado.
(…)

(Suetonio, Vidas de los doce Césares)

[Búsqueda y captura a cargo de: Manuel Sosa]

miércoles, 21 de junio de 2017

Nuevas aplicaciones de la herejía insular


No ha de ser la primera vez que a la Historia tiran de su peplo, de la misma manera que a una mujer virtuosa desvelan de imprevisto, a pleno sol. Y de ese gesto que sigue, automático y pudoroso, se ceban los que la transcribirán como alegoría de lo insospechado, materia creable que los poietai sabrán traducir para que sirva de reflejo o contrapartida a lo aparentemente fidedigno. Dos escritores cubanos agregan una manera diferente a ese desvelamiento. Lo hacen con libro cabal, esférico en su pulida compacidad, donde no cabe más equidistancia y no sobra exposición. Leve historia de Cuba es un libro que ensancha la grieta especulativa de lo que nunca ocurrió, de lo que pudo ser, y de lo que intuimos que pasó y no nos comunicaron. Si la vida es un tejido caprichoso de encrucijadas, y si repensamos cada una de las opciones que se dejaron atrás, entenderemos que semejante ejercicio sólo puede conducir a la locura. Si en vez de tomar el camino A, hubiésemos elegido el B ¿qué se tendría hoy? Así como hemos decidido petrificar nuestra heredad y referirla a quienes nos sucedan, viene este libro a emborronar nuestros infolios, como si nos advirtiera: siempre han de faltar versiones alternas, osadas, menos convenientes.
   Un libro de tal naturaleza abre sendas que echan a perder la hacienda patrimonial, pues la literatura y la historia cubanas son concebidas como asentamientos intocables donde la única avidez es perfeccionar, nunca socavar. Enrique del Risco y Francisco García se encargan de matizar la serie de grabados que han prevalecido (que nos han exhibido desde la niñez, a manera de diapositivas) como trama oficial. No nos extrañe pensarla así: nuestros anales ostentan la placidez de esas viñetas que ilustran los libros sagrados; sus celadores han conseguido, hasta ahora, mantener su imperturbabilidad.
   Además de proveer el matiz faltante, Leve historia de Cuba es el gran relato de los papeles secundarios. Es la perspectiva de quienes sirvieron de relleno en las fotografías del prócer, de quienes se habían marchado unos minutos antes o no alcanzaron a llegar. Uno comienza a creerlo, que se puede redactar una cronología que no incluya a los Innombrables. ¿Y habrá mejor historia que esa? Cierto es que se incurriría en el mismo desequilibrio que se pretende combatir, pero vale como metáfora de lo alternativo, ganado por fin.
   El abundante uso de citas, lúdicro siempre, sirve de apoyo inicial a lo que deviene proyección inusitada. Se revisita así, entre otros propósitos, la retórica ingenua de los historiadores tradicionales. A falta de índice y bibliografía, tenemos cronología de hechos y sus desprendimientos, ahora rescatados en su verdadera dimensión.
   Leyendo, releyendo los pasajes herejes de este nuevo breviario no dejo de pensar en el Paraíso perdido de Milton, en el misterioso Fernández de Avellaneda, en el desafiante James Macpherson. Pienso en los reversos del bien aparente, en la continuidad de los ciclos truncos, en el diálogo del presente con el pasado. Pienso en las puertas que abre este libro y en su responsabilidad como punto de referencia a partir de hoy.
   Ni por un momento he creído que estaba en presencia de “ficciones humorísticas”. Una vez rebasada la impresión de la carátula (yo hubiera preferido un mapa manipulado o una engañosa severidad de manual; y es que el abigarramiento del diseño desvirtúa la gracia del cuadro de Armando Tejuca) me tomé la lectura muy en serio, consciente de que había entrado en zona de riesgo: la aparente levedad sería el pretexto de los autores para desatar los encerados nudos de lo histórico. El perfecto encajamiento de las piezas, su eficacia narrativa, lo novedoso de cada enfoque hace pensar que los autores hicieron labor purgatoria hasta dar con el ritmo que perseguían. Esté en lo cierto o no, ha sido sin esfuerzo que decidí lanzar otra aserción: al libro no le sobran piezas. Y si bien es difícil apartar ejemplos para ilustrar su linaje, podemos volver a "Cadenas de libertad", donde poder real y altivez estética interactúan, llegando a confundirse; será inevitable usar “Waycross, 1894” como ejemplo de intromisión anónima (anodina) en el sendero del Ungido, la figura del doble (¿el “tercero” de Eliot?) que viene a insinuarnos un espejo inoportuno.
   De todos los relatos, hay uno que tendré que seguir releyendo, como paliativo o suplemento, o como lo que sea. No será el magnífico collage “Cantar de gesta”, o los vívidos “Compañeros son los bueyes” y “Carnaval”. Tendrá que ser “Un día mortal”, esa pequeña obra maestra que recoge la experiencia de cada cubano nacido bajo el signo de lo conmensurable. Es un relato triste, casi metafísico, que nos describe el ayer como premio y castigo a la vez: la felicidad hecha círculo irrepetible, figura de calidoscopio que no volverá a formarse. El arqueólogo conoce bien el material precioso que salva; el poeta no se detiene a reparar en figuras inútiles. El gran Relato cambia según se dé vuelta al mecanismo, como circunferencia luminosa que refleja posibilidades infinitas.
   ¿No será ese el modo en que debiera escribirse la Historia?

(Enrique del Risco y Francisco García: Leve historia de Cuba. Pureplay Press, Los Angeles, 2007)

lunes, 19 de junio de 2017

La cultura del debate con interlocutores aquejados del trastorno de identidad disociativo

Debe ser la costumbre de buscarle visos literarios a toda manifestación gremial, en específico cuando pretenden ahogar una nota solitaria con el improvisado orfeón, con su murmullo y algún cornetín festivo, lo que me incita a experimentar de cerca su insuficiencia. Porque creo adivinar rasgos teatrales, púlpito y graderío, el coro que pormenoriza la trama y los actores elevando su voz, en estos intercambios virtuales donde nadie pierde y el individuo dialoga con el espejo.
   No deja de ser atractiva la interacción, aunque sólo sirva para hacernos escribir apuntes curiosos y para demostrar (otra vez) que el sondeo público sólo sirve para obtener datos, muestras. Cuando el sujeto, armado de folclor, increpa al intruso que profana su campo visual, revive las ilusiones y la agotada posibilidad: se torna audible de alguna manera.
   Con un poco de suerte, se enterará que Eurípides fue su primer enemigo: la reducción del papel del coro, la humanización de caracteres. En lo virtual, donde podrá ensayar a gusto su trastorno favorito, redimirá a Esquilo (es un decir), resucitando prácticas que fueron traspasadas de un campo a otro: lo dramático como parte del cuadro clínico. Argumentando, desdiciéndose, buscando flaquezas, haciendo de árbitro, nuestro sujeto consumirá su papel. Oirá la ovación, su voz multiplicada, el vidrio roto que le mostrará aferrado al instrumento masturbador. Y así, nos habrá silenciado, y a la vez habrá satisfecho nuestra curiosidad.

© Manuel Sosa 

viernes, 16 de junio de 2017

Introducción a la Metatranca

“La imagen, al comprenderse en su carácter de sistema, reformula el presupuesto del logos dentro de su propia serie de funtivos, o sea, lo somete, desde su sometimiento, a su expresión estructural, a su semiotización; todo a partir de aquellos sincretismos que pone en juego en su metadiscursividad. Un producto que se reproduce indefinidamente en su imagen termina por representar más, no solo en el ámbito de la percepción masiva, sino también, y con índices que pudieran alarmar a los puristas, en buena parte de los ámbitos de especialización. Así, los mecanismos propios de la economía racional siguen en ventaja, no solo desde el punto de vista del desnivel en los patrones de conocimiento cultural del receptor, masivo o experto, sino en las posibilidades de viabilizar el sustento de proyectos que cambien los modos perceptivos. De ahí que sea imprescindible la especialización en el debate de conjunto con una necesaria sacudida de prejuicios en el interior de la crítica. Constituye, entre otras cosas, una digresión metatextual que marca su compromiso estilístico con la exotopía. Porque el distanciamiento exotópico constante es un viaje iniciático que, a través del sentido universal codificado, equipara el suceso cotidiano a esa herencia cultural.
   Pero es en la capacidad discursiva del discurso mismo, en su mínima estrechez metodológica, en su producción tropológica elemental, en su manera de hacer que cada elemento sea, en principio, idéntico a otro, donde se fundamenta esa constante aprehensión de otredad en la escritura… Así, el autor predice la constante necesidad de un otro —receptor pleno acaso— portador de una conciencia cultural atemporal, extradiegética y constante, que fundamente el proceso de la comparación en el plano receptivo. La educación cultural requiere una esencial paradoja significacional: más pragmatismo en el ámbito expresivo y menos pragmatismo en la esfera de la comunicación.
   El procedimiento de interacción entre los niveles metadescriptivos y los aprehensivos define, al menos para una semiótica de la cultura, el concepto que necesitamos para la operatividad científica, tanto en el plano epistemológico como en el estrictamente significativo. La sintetización difumina los conjuntos en virtud de los rasgos redundantes y de los paradigmas dados generalmente en mitemas, ideologemas e idiolectemas. La sincretización, por su parte, condiciona complejos procesos sustitutivos en los cuales la suma de elementos y rasgos connotados llegan, incluso, a abigarrar los diferentes contextos. Ocurre en realidad una desconstrucción constante, una imposición de la aprehensión semiótica trasvestida en el discurso narrativo. La proyección intergenérica, por tanto, regenera los diálogos internos con independencia relativa, tanto de las aprehensiones que provienen de la cultura universal como de los géneros que, desde esos mismos bloques culturales, le sirven de contrapartida. Esta sobrenaturaleza engendrada por la penetración de la imagen en la naturaleza, da fe de la inmanencia de un concepto de cultura mediante el cual se presenta a un hombre que alcanza semejante dimensión solo si ha llegado a ser otro, mediante la imposición transformadora de la imagen. Es decir, la alteridad que la imagen representa e impone como el camino a la meta cultural humana.
   La identidad dividida, resultante de ese proyecto de traspaso logocentrista, crea, en el plano de la sociedad civil, luchas de desgaste; en lo económico, genera quiebra de fronteras y parcelación de los presupuestos de desarrollo, así como dependencias explícitas; en la cultura, el logos se encargará de ir conformando un doble: la imagen, que será la figura mediante la cual el marginado burla los ideologemas de los centros de poder. Es, en realidad, el enfrentamiento traumático con un otro, capaz de destruir todo peligro de unidad y, a fin de cuentas, la imposición de la imagen, la búsqueda de la originalidad por el plurilingüismo genérico. Pero, de todas formas, la ruptura del código —la imagen narrativa abruptamente impuesta en el ensayo— crea un caos en la hermenéutica. Ello, desde luego, no lo expulsa de la condición genérica asumida para cada caso, sino que lo coloca en un mirador necesariamente exotópico, llamado a la incansable búsqueda identificatoria de la alteridad, al deber de conseguir la sobrenaturaleza a través del viaje iniciático y constante que la imagen impone.
   Y no se trata de separar tajantemente el logos de la imago, pues se hallan en una relación lo suficientemente directa como para que no estén a riesgo de una efectiva contaminación. De modo que también se reestructuran las actualizaciones del logos, en un constante sentido de supervivencia, en tanto las obsolescencias de la imago recurren a diferentes instrumentos de comunicación y percepción del universo circundante. La necesidad de hallar códigos comunes que faciliten la operatividad de la significación enfrenta la identidad del dominador con la identidad del dominado. El dominador se impone buscando una aculturación, pero el dominado no puede evitar su tradición, su arraigo auténtico, así que ante la imperiosidad de asimilar los códigos impuestos, los sincretiza. La cultura, además de en las metadescripciones, se automodela en los discursos específicos, como resultado esencial de los segmentos de intercambio que realizan los sujetos que la emplean y traslucen en la praxis natural sus estructuras. Estos sujetos no suelen operar en niveles metatextuales, sino en extensiones aprehensivas y, a partir de ese proceso operativo, en niveles metatextuales inmediatos, deícticos, cuya comprobación factual no tarde más que lo que la acción práctica prescribe.
   No obstante, para el carácter popular de las manifestaciones culturales es esencial el papel que juegan en el contexto comunicativo la incidencia de los dominados en el desarrollo de las condiciones normales de dominación, por cuanto influyen, desde la imago, en los procesos de legitimación del logos. Y, en este proceso, la expresión popular de la cultura se constituye en el ámbito de manifestación de la perspectiva dialéctica entre el logos y la imago. El nivel metadiscursivo se desempeña, por tanto, en un acercamiento permanente, presto a sacrificar cualquier establecimiento de categorías a favor de nutrir la función significante y en virtud de no perder nunca de vista las transformaciones discursivas.
   La imago produce un doble espacio, un espacio otro, imaginario, sobre el topos inmediato, y un tiempo único que se actualiza y que, por ello, viene desde el pasado, desde la historia y hasta ese mismo presente en que la imagen se actualiza. La codificación, por tanto, no será nunca un estrato, sino un mecanismo de asociación primaria capaz de conceder la germinación de una función semiótica. No es posible, entonces, la existencia de códigos como entidades, sino la aparición continua de maneras de codificación cuya movilidad les permite subsistir mediante la renovación y la reformulación siempre infinitas.
   Un evento ilocutorio en apariencia sin sentido, pongamos por caso, contiene, en su trasfondo al menos, algún constructo semántico capaz de hacerlo pertinente. Se trata de un procedimiento deconstructivo de continua circularidad que actúa cual condición para que todo acto de semiosis se produzca en virtud de un uso comunicativo. El sistema es un modelo móvil y de aplicación múltiple que, aun así, no abarca a plenitud el itinerario del conocimiento en el transcurso del proceso cultural. De ahí, que la noción de sistema en la cultura, también tenga, como en el caso del signo, un carácter permanente y permanentemente efímero. Aunque, a diferencia de la estructura  que conforma al signo, su objetivo radica en la construcción de un metasistema capaz de distanciarse del sistema antes formado y de la formación sociocultural a la cual se vincula. Toda teoría debe ser, entonces, metacultural, puesto que surge dentro del metasistema inherente al proceso cultural, para adentrarse en el universo perceptivo cuyo conducto es el conocimiento dispuesto a nutrir la nueva tradición cognoscitiva. La correspondencia numérica entre objetivos y niveles no presupone una distribución isomórfica entre ellos; es decir, no se trata de que entre unos y otros se establezca una relación traslaticia de compartimentación escalonada.
   Así, cuando se logre que el signo, desde su condición mínima, trascienda al estatuto propio de la función significante, estaremos en condiciones de adquirir una permanente y permanentemente efímera concepción semiótica de la cultura, puesto que en el interior de sus sistemas se manejan conceptos, nociones y entidades muy heterogéneas que piden ser integradas a un mismo lenguaje y, muchas veces, a un mismo discurso. ¿Cuáles son, por tanto, los procedimientos que nos revelan la presencia y pertinencia del interpretante? Denotación, multiplicación, sustitución y connotación, los dos primeros en un grado simple y los segundos en un grado complejo, definen la presencia de ese imprescindible interpretante.
   Todo acto de significación, toda puesta en marcha de una serie de ejercicios semiósicos, contiene el recurso mediante el cual pide ser explicado. Cuando las normativas culturales dominantes imponen sus prácticas ideológicas concretas, las reglas de los dominados se metaforizan, empleando, instrumentalmente para sus objetivos, la parafernalia del dominador. Para el nivel axiomático, más que una necesidad, es una exigencia tomar en cuenta que en él se cierra el ciclo del sistema teórico y, además, que, ante la aparición de otro posterior, puede convertirse en un constructo globalizador o en un elemento nutricio de ese sentido emergente que lo suplantará. Si los delimitamos por niveles y compartimentamos su efecto, se convierten en paradigmas estáticos que, en el menor de los males, desorientan el avance del conocimiento científico e, incluso, de las percepciones empíricas que llevan a entender la cultura en su justa dimensión dialéctica. El nivel taxonómico recoge entonces el espectro de especialización del nivel metadiscursivo, para llevarlo a un proceso de interdependencia que permita probar tanto el carácter inagotable de sus procedimientos como la operatividad de los presupuestos desde los niveles más universales hasta las especificidades más estrictas.
   Toda tipología, por tanto, no debe ser más que un breve corte sincrónico en cualquiera de los niveles del metasistema. Esta percepción de inmanencia sistémica, que el estructuralismo llevó a extremos metafísicos, peligra sobre el nivel taxonómico, pues ella es parte de las conclusiones que se obtuvieron a partir de disecciones fundamentales para la investigación y el análisis cultural. De ahí que la aproximación sincrónica tampoco complete el método de análisis en la cultura y que muchos acercamientos no arriben a conclusiones profundas, permanentes, pues se limitan a indagar en sus bordes, es decir, en el nivel metadiscursivo. El signo, como estructura permanente, presenta un doble desplazamiento: simbólico, cuando la relación establecida por sus componentes internos privilegia los lazos de contigüidad, esto es, las figuraciones metonímicas, y, conceptual, cuando esa puesta en relación se fundamenta en figuraciones metafóricas, es decir, de semejanza. Esa circunstancialidad cultural se recompone, evolutivamente, mediante intertextos que, sobre la base de las inmediatas circunstancias de significación, reconstituyen los significados mismos para irse sistematizando.
   Todo signo exige, para su comprensión, una dinámica del receptor, aun cuando ésta se produzca sobre codificaciones más que establecidas desde el punto de vista del emisor, de ahí que el signo no solo conduzca a sus significados más o menos perceptibles, sino que también oriente hacia el procedimiento de semejanza estructural. Cualquier modificación en uno de los elementos que componen el signo, conduciría a modificar el signo mismo, pues, además de permanente, éste se constituye en una estructura permanentemente efímera. Corresponde a este nivel, entonces, poner en juego los procedimientos de desconstrucción, tanto de los acercamientos empíricos en los cuales se condensaba el sentido en la inmediatez perceptiva y la urgencia de un objeto de análisis del nivel aprehensivo, como de los discursos que forman el lenguaje total de la cultura y, asimismo, los discursos y metadiscursos que brotan en los lenguajes específicos de los diversos sistemas culturales.
   Al pasar al nivel metadiscursivo, el punto de mira se centra en los fenómenos sincrónicos, pues el relativo grado de unidad con que ellos se presentan facilita la aproximación analítica. De ahí que el fluir constante entre los conceptos que se conforman en el nivel sintagmático y los que dependen de la paradigmática obligue a permanentes relaciones, a una dinámica que impide el aislamiento y que, por ello mismo, pone en riesgo toda elección analítica, por necesaria que pueda parecernos, que pretenda detenerse únicamente en lo diacrónico o en lo sincrónico. Con una actitud estructural, y en el propio método que a partir de ella se conforma, es posible incorporar el método histórico como un importante componente de su interacción dialéctica, para vincularlo, en el proceso de los macroniveles, a aquello que como universal es convencionalmente percibido. La percepción de los microniveles, por su parte, puede ser asociada al espectro de lo que percibimos bajo cortes de más específico acercamiento, en sus ramificaciones casuísticas.
   Si en el nivel aprehensivo entraban en juego una serie de paradigmas ya cristalizados por el conocimiento, con el objetivo de ser reordenados en una exposición sintagmática, en el nivel metadiscursivo es preciso acercarse a una construcción sintagmática para determinar los paradigmas en que ella se sostiene. Para que se inserten transformaciones en el interior de una tradición cualquiera, es necesario que esas series de señales del sistema semántico pertinentes en el receptor, saturadas bajo el efecto de la representación reiterativa, pierdan su espesor de sentido y se conviertan en un dispositivo más del sistema sintáctico. Así, el metadiscurso se abandona a su separación, a empeños analíticos que, en su extrema defensa de ciertos paradigmas, arriesgan la relatividad de los preceptos.
   Una aprehensión adecuada del suceso cultural debe facilitar que el punto de partida de la metadiscursividad no se sature en sí mismo, para que permita a la investigación, al análisis, el salto necesario de su estancia hasta el nivel próximo: el taxonómico. El ejercicio constante de autodefinición, acumulando segmentos informacionales, cortes sincrónicos parciales y operaciones metadiscursivas, se introduce en el proceso histórico vivo para disponer, tras la sintaxis de su dialéctica elemental, ya sea en la relación contaminante con el otro, ya en la propia autonegación parcial, una continuidad del discurrir paradigmático”.

(Búsqueda y captura a cargo de: Manuel Sosa)

miércoles, 14 de junio de 2017

Fernández Retamar, reescritura y circunstancia

Uno de los placeres que me proporciona la relectura de Calibán, ensayo programático y diatriba personal del siempre oportuno Roberto Fernández Retamar, es la verificación de su sometimiento gradual a variables sucesivas: de la euforia revolucionaria, pasando por los innumerables ajustes de enfoque, hasta el momento bolivariano actual. La visible energía de 1971, cuando todo apuntaba a una redención del personaje deforme y su relato marginal, se lee hoy como mera ilustración de un proceso en su fase más bullente y que por regla no concebía réplicas o enmiendas. Pretender aplicar fórmulas imperiales o intentar su glosa entusiasta garantizaban el estigma colonialista, la anulación del propio ser. Descreer del orden reivindicativo castrista merecía cuando menos el aplastamiento. Tal era el propósito de aquellas páginas: aplastar y servirse del capital de credibilidad que aún conservaba la revolución. Y de cierta manera, servir de corolario revitalizador del otrora panfleto martiano "Nuestra América", aquel que remataba con la imagen del Gran Semí, sentado en el lomo del cóndor regando la semilla de la América nueva.
   El autor de Calibán se entretiene con algunos nombres, y no le preocupa el cariz subjetivo de su ataque: Carlos Fuentes, Emir Rodríguez Monegal, Severo Sarduy. Aquí repite el tono admonitorio de su carta abierta a Neruda (un cotejo entre ambos documentos demuestra las afinidades estilísticas), pese a que ya ha comprobado las consecuencias de la lectura prejuiciada de cualquier hecho u obra. Está purgando su condición de escriba, siendo objeto de escarnio por parte del chileno, y vuelve a emplear el mismo tono enfático contra el enemigo de ocasión. Hay que releer su apreciación de la escritura de Borges como "un peculiar proceso de fagocitosis" y de su condición "colonial" para darnos cuenta del grado de impunidad que había adquirido para entonces nuestro implacable funcionario cultural.
   De muchas maneras, Retamar ha tenido que tragarse casi todo cuanto ha escrito. Se ha justificado alegando el peso de las circunstancias, (la típica excusa castrista, esa que no señala culpables) y ha tenido que agregar notas aclaratorias por aquí y por allá. De él escribió Neruda en los siguientes términos: "En La Habana y en París me persiguió asiduamente con su adulación. Me decía que había publicado incesantes prólogos y artículos laudatorios sobre mis obras. La verdad es que nunca lo consideré un valor, sino uno más entre los arribistas políticos y literarios de nuestra época."
   Fue así que lo vimos correr a Buenos Aires para sacarle una autorización editorial a Borges, y allí rendirle la pleitesía más descarnada, pese a que esas páginas que pretendía antologar eran "el testamento atormentado de una clase sin salida". Tampoco tuvo reparos en aceptar una invitación como jurado al Premio iberoamericano de poesía "Pablo Neruda", en Chile, sin pedir excusas a los chilenos que aún guardan en la memoria aquella carta y los sinsabores que le trajo al poeta de Isla Negra.
   Pero el acto justiciero mayor, como ya dije, es la relectura de Calibán (que, por cierto, se transformó en Caliban, palabra llana) en su calidad de pieza museable. Con el advenimiento del siglo XXI el exceso de coraje se ha volcado en acciones que nada tienen de justicieras: la guerrilla mestiza se especializa en tráfico de estupefacientes, en secuestros de civiles. El vínculo entre clase, raza y solvencia económica se ha ido esfumando. El elemento racial no tiene la visibilidad de hace cuatro décadas. La violencia ha quedado en las palabras, en su expresividad. De repente, los gobiernos buscan ser inclusivos, para sobrevivir. La excepción la constituyen los que antes alardeaban de ser progresistas, cuya eficacia represiva les permite acallar cualquier tipo de disidencia. Y es que ninguna sociedad será capaz de vindicar a la especie humana si precisa basarse en latitudes, fisonomías, aceleración de procesos sociales, ideologías... El Calibán resemantizado, vestido con el atuendo civil que Ariel le prestó, terminó sentado a la mesa de las negociaciones. Asintiendo, cediendo, aprendiendo reglas de diplomacia. Y Próspero, refugiado en una cátedra del Norte, le otorga becas y le dedica estudios culturales.
   Para la universidad capitalista Calibán no deja de ser sujeto atractivo en tanto figura curricular, pues constituye otro símbolo que agregar al rosario de expiaciones. Como concepto-metáfora, no debemos creerle al autor cuando nos asegura una vigencia que se basa en su utilidad para hacerle oposición al sosegado Próspero. Sin embargo, el propósito definitivo de su bestia ha de ser otro: el de confirmar la vuelta al pasado, a la animalidad original. ¿Qué mejor concepto pudiera describir el estado corriente del neocastrismo, el fenómeno bolivariano que arrecia su empuje simiesco a todo lo que no tolera o comprende? ¿Qué mejor destino para Fernández Retamar, firmador de cartas oficiales, el que su personaje represente a la turba que agrede a las mujeres de Cuba y a los estudiantes de Venezuela?
   Ahora que está a punto de ser disculpado por los años, no se me ocurre clasificación más apropiada: un escritor excesivamente atento a las circunstancias. Quizás el más atento del gremio cubano, siempre aguardando el momento propicio, casi adivinando el capricho de sus superiores, la pluma impaciente...

© Manuel Sosa

lunes, 12 de junio de 2017

Ensayo hagiográfico

Todo comienza por una tentación: la de lograr que una comedia de errores pueda coronarse en Utopía. Y sólo porque existe un trasfondo de aventuras y redención social, salpicado con matices hagiográficos; y como golpe de gracia: la fotogenia. Para un espectador neutral, el envoltorio valdrá más que el producto, pero ya sabemos que esa neutralidad es imposible cuando se ha pagado un billete caro para ver esa función que está en boca de todos, con entradas agotadas y palcos repletos, y el protagonista desmadejado en escena…

© Manuel Sosa 

viernes, 9 de junio de 2017

Inglés instantáneo: ripple effect

La piedra que cae al lago y la onda imperceptible que se genera, y que empuja algo que se convierte en desastre. Y como nadie se cuida de lo leve… O el febril inventor que viaja al pasado y trae de recuerdo la hoja del árbol en que habrán de colgarle… La causa de la causa, el defecto del efecto… Entonces: El poeta se levanta y escribe una cuartilla frenética. La cuartilla, tres horas más tarde, es engavetada. El poema peca de efusividad. Su título: Lo que moja la tierra. Facilismo y sentimiento, piensa el poeta. Ripple effect: a drawer is closed. Al día siguiente, acortada la vigilia de las enciclopedias, demostrando todo el oficio que se puede adquirir (y acumular) ejercitando la escritura, el poeta compone lo que considera su obra maestra. Filosofía en verso, nervio cotejado con certidumbres. Cinco cuartillas. El poema se titula Interregno. Algún editor se lo va a pedir para la antología que prepara de poesía metafísica. La antología es un éxito de crítica. Interregno le añade una extraña sobriedad a tanto símbolo cósmico. El poeta viaja a una de esas Ferias, y conoce a la que será su esposa. La boda es civil, no hay iglesia que valga. Sólo consiguen un embarazo exitoso. Los demás se malogran. El hijo no saldrá poeta, sino abogado. El poeta es acusado de aridez en sus posibles libros de consagración. La metafísica no se aviene con los tiempos que corren. El poeta muere sin ver la edición de sus obras completas. Alguien le pide al hijo que seleccione unos versos para el epitafio. Los libros del padre son densos. Es pura casualidad que encuentre, en una gaveta, una cuartilla juvenil que entusiasma su corazón. Ordena grabar en la lápida unos versos inéditos del padre muerto. El poema se titula Lo que moja la tierra.

© Manuel Sosa

miércoles, 7 de junio de 2017

Empujando con Miguel Barnet [Lectura comentada de su poema “Empujando un país”]

Yo soy el que anda por ahí
empujando un país

(Como es sabido, la isla flota de manera imperceptible, y el poeta confiesa ser el que la ha empujado durante todos estos años. Hacia dónde la empuja y con qué propósito, permanecen sin contestación. Además: no aclara cuántas millas ha recorrido: ¿40? ¿60? ¿90?)

No es una fantasía, es cierto,
me he pasado la vida empujando un país

(No es necesario que el poeta insista. Sabemos que es cierto, y de su capacidad para empujar cualquier cosa que ruede o flote, o que resulte inamovible para otros, como la carroza de la UNEAC. Se ha pasado la vida empujando, lo sabemos, como mismo ahora nos empuja este poema.)

Con grandes piedras del camino
y mis zapatos gigantes
he ido poco a poco empujando un país

(Primera objeción ideológica: la imagen de las piedras y el poeta empujando han de asociarse a la figura de Sísifo, que aquí tendría una especial carga negativa. Imaginamos al poeta empujando una piedra que inevitablemente rodará cuesta abajo (¿la Revolución?) como condena eterna. Segunda objeción ideológica: la imagen de los zapatos gigantes tiene que ver con la figura del clown, el poeta como bufón de corte, que aquí se vería como una burla a la severidad y solemnidad que detenta el estado cubano.)

Contra los grandes vientos
y la noche que chirría en sus goznes,

(Los grandes vientos podrían ser todas las corrientes reformistas que han recorrido el mundo durante las últimas décadas, a las cuales permanecen insensibles sólo dos países: Cuba y Norcorea, donde las elecciones son ganadas abrumadoramente por los únicos que participan en ellas. La imagen de “la noche que chirría en sus goznes” es contradictoria, pues si se refiere al capitalismo, sabemos que allí los goznes son engrasados debidamente. Si se refiere a la cárcel, resulta una imagen temeraria, tratándose de una isla donde abunda este tipo de edificación. Estaríamos enfrentando entonces una tercera objeción ideológica.)

contra la falta de oxígeno
y los malos presagios
he hecho lo indecible por empujar un país

(“Falta de oxígeno” tiene que ser el embargo estadounidense. No cabe otra cosa. No puede estar hablando de censura ni de persecución ni de “quinquenios grises”, ni de intolerancia sexual o religiosa, ni de “diversionismo ideológico”. No, no, tiene que ser el embargo. Cuando habla de “malos presagios” se refiere a la certeza de que Cuba seguiría el camino de Europa del Este, luego del derrumbe soviético. Como se puede apreciar, Miguel Barnet resulta un poeta bastante accesible. Y también nos consta que ha hecho lo indecible por empujar el país, sobre todo con tantas interrupciones de congresos y viajes por todo el mundo.)

Pero hay muchas otras cosas que hacer
como amar en lo oscuro,
sin paredes por cierto,

(Una idea muy cercana al poeta, la de amar en lo oscuro, ser amado en lo oscuro, incorporar oscuridad. Amar a la intemperie, sin paredes ni techos, defecar entre las ruinas, orinar detrás de la mampostería: todo esto típico de un país empujado.)

o desgranar el arroz cotidiano con sabor a coleópteros,
o limarse las uñas frente a un espejo de azogue,

(Atención al verso del arroz con coleópteros, pues le suma puntos en el escalafón canónico de Roberto González Echevarría; y que muy bien le vendrían para seguir sosteniendo su candidatura en base a dos libros. De la misma manera que nuestro crítico de Yale salvó a Severo Sarduy por un cuento, no estaría mal agregarle un verso a la salvación de Barnet. ¡Dos novelas y un verso! ¿Las uñas limadas frente al espejo de azogue? Un buen resumen de Canción de Rachel, joya canonizada.)

o jugar a la pelota
con los niños estrábicos del barrio

(Un momento, ¿dije un verso? Vale la pena paladear esta otra joya, repetir con deleite esa rareza de octosílabo seguido por endecasílabo: O jugar a la pelota / con los niños estrábicos del barrio. González Echevarría debe estar de fiesta.)

Así que perdonen si no escucho
las quejas de mis contemporáneos

(Tiene razón, son demasiadas quejas para atenderlas. Y nos consta que sus contemporáneos son propensos al perdón, pero es muy difícil que la Historia le perdone tanta genuflexión. De paso, aquí va una lista de las quejas más recurrentes: oportunista, mal prosista, folclórico, posador, cínico, vedette, sobador de chihuahuas…)

Yo no puedo hacer otra cosa
que seguir empujando un país

(Miguel Barnet cierra con la reiteración de su destino inevitable como Sísifo, y ese sabor postrero hace que el poema nos devuelva la duda: ¿Devoción por la causa o esclavitud? ¿Claves del precio que se paga como intelectual de la nomenclatura? ¿Estará dejando abierta alguna escotilla redentora? Por el momento dejémosle cuesta arriba, todo músculo, pujante y tenso, tras una roca árida y despiadada que con toda seguridad volverá dando tumbos hacia el abismo, como castigo de un dios.) 

© Manuel Sosa

lunes, 5 de junio de 2017

10 libros

Los diez libros que salvaría del naufragio o que llevaría a una isla desierta:
1-Manual de los Boy Scouts (Boys Scouts of America)
2-Cómo sobrevivir en una isla desierta (Claire Llewellyn)
3-Manual del cazador (Carmelo García Romero, et. al)
4-El bosque culinario (Xabier Gutiérrez)
5-Manual del aventurero (Rüdiger Nehberg)
6-Medicina natural al alcance de todos (Manuel Lezaeta Acharán)
7-La pesca en el mar (Tony Whieldon)
8-Fundamentos conceptuales de la terapia ocupacional (Gary Kielhofner)
9-Guía de insectos comestibles (Julieta Ramps-Elourdy) 
10-Imperialismo del Siglo XXI: las guerras culturales (Eliades Acosta Matos)*

*Este último como papel sanitario

© Manuel Sosa

viernes, 2 de junio de 2017

Páginas

Pasados ya veinte años, el exiliado decide visitar las ruinas de su pueblo y los pocos familiares y conocidos que le quedan. Su esposa le ha recordado los inconvenientes con que tropezará: falta de sanidad, aguas enfermas, violencia social, acechanzas. Tendrá que atiborrar su maleta de vitaminas, antibióticos, papel sanitario. Nostalgia apuntalada y resguardada, que se sabe sedienta de pasado. El viajero abraza a sus hermanos y sobrinos, y reconoce la destrucción por todas partes. La primera noche duerme en casa de su hermano menor. La alegría de sus anfitriones parece genuina. Pasa un rato de sofoco, ya tarde, sentado en la taza del baño: algo que comió en la improvisada recepción familiar. Le habían pedido que descargara sus desechos usando el cubo del rincón, al que previamente habían llenado de agua. “Pero al menos es una taza y no un retrete.” Tiene que admitir que no todo es desagradable. Por la ventana entra un perfume que casi había borrado: el galán de noche. En el exilio se olvidan las pequeñas cosas, reflexiona, y encuentra otro ejemplo de ello en el pequeño estante a su derecha. Toma un ejemplar de El Conde de Montecristo, el primer tomo; lo hojea, y recuerda aquellas enormes tiradas con que el gobierno llenaba las librerías. Eran ediciones malas, pero todos podían comprarlas. Así pudo leerse los clásicos, sin invertir casi nada, gracias a un gobierno populista.
   Al cabo de dos semanas de viajes por el campo y reencuentros con antiguos amigos y enemigos, el exiliado regresa a casa de su hermano menor, a descansar y poner sus ideas en orden. Por la noche, sentado en la taza, casi rendido, extiende su mano para alcanzar el primer libro del estante. El cesto del baño lo confirma: al Conde de Montecristo le han ido arrancado, una tras otra, cerca de treinta páginas.

© Manuel Sosa