“La imagen, al comprenderse en su carácter de
sistema, reformula el presupuesto del logos dentro de su propia serie de
funtivos, o sea, lo somete, desde su sometimiento, a su expresión estructural,
a su semiotización; todo a partir de aquellos sincretismos que pone en juego en
su metadiscursividad. Un producto que se reproduce indefinidamente en su imagen
termina por representar más, no solo en el ámbito de la percepción masiva, sino
también, y con índices que pudieran alarmar a los puristas, en buena parte de
los ámbitos de especialización. Así, los mecanismos propios de la economía
racional siguen en ventaja, no solo desde el punto de vista del desnivel en los
patrones de conocimiento cultural del receptor, masivo o experto, sino en las
posibilidades de viabilizar el sustento de proyectos que cambien los modos
perceptivos. De ahí que sea imprescindible la especialización en el debate de
conjunto con una necesaria sacudida de prejuicios en el interior de la crítica.
Constituye, entre otras cosas, una digresión metatextual que marca su
compromiso estilístico con la exotopía. Porque el distanciamiento exotópico
constante es un viaje iniciático que, a través del sentido universal
codificado, equipara el suceso cotidiano a esa herencia cultural.
Pero es en
la capacidad discursiva del discurso mismo, en su mínima estrechez
metodológica, en su producción tropológica elemental, en su manera de hacer que
cada elemento sea, en principio, idéntico a otro, donde se fundamenta esa
constante aprehensión de otredad en la escritura… Así, el autor predice la
constante necesidad de un otro —receptor pleno acaso— portador de una
conciencia cultural atemporal, extradiegética y constante, que fundamente el
proceso de la comparación en el plano receptivo. La educación cultural requiere
una esencial paradoja significacional: más pragmatismo en el ámbito expresivo y
menos pragmatismo en la esfera de la comunicación.
El
procedimiento de interacción entre los niveles metadescriptivos y los
aprehensivos define, al menos para una semiótica de la cultura, el concepto que
necesitamos para la operatividad científica, tanto en el plano epistemológico
como en el estrictamente significativo. La sintetización difumina los conjuntos
en virtud de los rasgos redundantes y de los paradigmas dados generalmente en
mitemas, ideologemas e idiolectemas. La sincretización, por su parte,
condiciona complejos procesos sustitutivos en los cuales la suma de elementos y
rasgos connotados llegan, incluso, a abigarrar los diferentes contextos. Ocurre
en realidad una desconstrucción constante, una imposición de la aprehensión
semiótica trasvestida en el discurso narrativo. La proyección intergenérica,
por tanto, regenera los diálogos internos con independencia relativa, tanto de las
aprehensiones que provienen de la cultura universal como de los géneros que,
desde esos mismos bloques culturales, le sirven de contrapartida. Esta
sobrenaturaleza engendrada por la penetración de la imagen en la naturaleza, da
fe de la inmanencia de un concepto de cultura mediante el cual se presenta a un
hombre que alcanza semejante dimensión solo si ha llegado a ser otro, mediante
la imposición transformadora de la imagen. Es decir, la alteridad que la imagen
representa e impone como el camino a la meta cultural humana.
La
identidad dividida, resultante de ese proyecto de traspaso logocentrista, crea,
en el plano de la sociedad civil, luchas de desgaste; en lo económico, genera
quiebra de fronteras y parcelación de los presupuestos de desarrollo, así como
dependencias explícitas; en la cultura, el logos se encargará de ir conformando
un doble: la imagen, que será la figura mediante la cual el marginado burla los
ideologemas de los centros de poder. Es, en realidad, el enfrentamiento
traumático con un otro, capaz de destruir todo peligro de unidad y, a fin de
cuentas, la imposición de la imagen, la búsqueda de la originalidad por el
plurilingüismo genérico. Pero, de todas formas, la ruptura del código —la
imagen narrativa abruptamente impuesta en el ensayo— crea un caos en la
hermenéutica. Ello, desde luego, no lo expulsa de la condición genérica asumida
para cada caso, sino que lo coloca en un mirador necesariamente exotópico,
llamado a la incansable búsqueda identificatoria de la alteridad, al deber de
conseguir la sobrenaturaleza a través del viaje iniciático y constante que la
imagen impone.
Y no se
trata de separar tajantemente el logos de la imago, pues se hallan en una
relación lo suficientemente directa como para que no estén a riesgo de una efectiva
contaminación. De modo que también se reestructuran las actualizaciones del
logos, en un constante sentido de supervivencia, en tanto las obsolescencias de
la imago recurren a diferentes instrumentos de comunicación y percepción del
universo circundante. La necesidad de hallar códigos comunes que faciliten la
operatividad de la significación enfrenta la identidad del dominador con la
identidad del dominado. El dominador se impone buscando una aculturación, pero
el dominado no puede evitar su tradición, su arraigo auténtico, así que ante la
imperiosidad de asimilar los códigos impuestos, los sincretiza. La cultura,
además de en las metadescripciones, se automodela en los discursos específicos,
como resultado esencial de los segmentos de intercambio que realizan los
sujetos que la emplean y traslucen en la praxis natural sus estructuras. Estos
sujetos no suelen operar en niveles metatextuales, sino en extensiones
aprehensivas y, a partir de ese proceso operativo, en niveles metatextuales
inmediatos, deícticos, cuya comprobación factual no tarde más que lo que la
acción práctica prescribe.
No
obstante, para el carácter popular de las manifestaciones culturales es
esencial el papel que juegan en el contexto comunicativo la incidencia de los
dominados en el desarrollo de las condiciones normales de dominación, por
cuanto influyen, desde la imago, en los procesos de legitimación del logos. Y,
en este proceso, la expresión popular de la cultura se constituye en el ámbito
de manifestación de la perspectiva dialéctica entre el logos y la imago. El
nivel metadiscursivo se desempeña, por tanto, en un acercamiento permanente,
presto a sacrificar cualquier establecimiento de categorías a favor de nutrir
la función significante y en virtud de no perder nunca de vista las
transformaciones discursivas.
La imago
produce un doble espacio, un espacio otro, imaginario, sobre el topos
inmediato, y un tiempo único que se actualiza y que, por ello, viene desde el
pasado, desde la historia y hasta ese mismo presente en que la imagen se
actualiza. La codificación, por tanto, no será nunca un estrato, sino un
mecanismo de asociación primaria capaz de conceder la germinación de una
función semiótica. No es posible, entonces, la existencia de códigos como
entidades, sino la aparición continua de maneras de codificación cuya movilidad
les permite subsistir mediante la renovación y la reformulación siempre
infinitas.
Un evento
ilocutorio en apariencia sin sentido, pongamos por caso, contiene, en su
trasfondo al menos, algún constructo semántico capaz de hacerlo pertinente. Se
trata de un procedimiento deconstructivo de continua circularidad que actúa
cual condición para que todo acto de semiosis se produzca en virtud de un uso
comunicativo. El sistema es un modelo móvil y de aplicación múltiple que, aun
así, no abarca a plenitud el itinerario del conocimiento en el transcurso del
proceso cultural. De ahí, que la noción de sistema en la cultura, también
tenga, como en el caso del signo, un carácter permanente y permanentemente efímero.
Aunque, a diferencia de la estructura
que conforma al signo, su objetivo radica en la construcción de un
metasistema capaz de distanciarse del sistema antes formado y de la formación
sociocultural a la cual se vincula. Toda teoría debe ser, entonces,
metacultural, puesto que surge dentro del metasistema inherente al proceso
cultural, para adentrarse en el universo perceptivo cuyo conducto es el
conocimiento dispuesto a nutrir la nueva tradición cognoscitiva. La
correspondencia numérica entre objetivos y niveles no presupone una
distribución isomórfica entre ellos; es decir, no se trata de que entre unos y
otros se establezca una relación traslaticia de compartimentación escalonada.
Así, cuando
se logre que el signo, desde su condición mínima, trascienda al estatuto propio
de la función significante, estaremos en condiciones de adquirir una permanente
y permanentemente efímera concepción semiótica de la cultura, puesto que en el
interior de sus sistemas se manejan conceptos, nociones y entidades muy
heterogéneas que piden ser integradas a un mismo lenguaje y, muchas veces, a un
mismo discurso. ¿Cuáles son, por tanto, los procedimientos que nos revelan la
presencia y pertinencia del interpretante? Denotación, multiplicación,
sustitución y connotación, los dos primeros en un grado simple y los segundos
en un grado complejo, definen la presencia de ese imprescindible interpretante.
Todo acto
de significación, toda puesta en marcha de una serie de ejercicios semiósicos,
contiene el recurso mediante el cual pide ser explicado. Cuando las normativas
culturales dominantes imponen sus prácticas ideológicas concretas, las reglas
de los dominados se metaforizan, empleando, instrumentalmente para sus
objetivos, la parafernalia del dominador. Para el nivel axiomático, más que una
necesidad, es una exigencia tomar en cuenta que en él se cierra el ciclo del
sistema teórico y, además, que, ante la aparición de otro posterior, puede
convertirse en un constructo globalizador o en un elemento nutricio de ese sentido
emergente que lo suplantará. Si los delimitamos por niveles y compartimentamos
su efecto, se convierten en paradigmas estáticos que, en el menor de los males,
desorientan el avance del conocimiento científico e, incluso, de las
percepciones empíricas que llevan a entender la cultura en su justa dimensión
dialéctica. El nivel taxonómico recoge entonces el espectro de especialización
del nivel metadiscursivo, para llevarlo a un proceso de interdependencia que
permita probar tanto el carácter inagotable de sus procedimientos como la
operatividad de los presupuestos desde los niveles más universales hasta las
especificidades más estrictas.
Toda
tipología, por tanto, no debe ser más que un breve corte sincrónico en
cualquiera de los niveles del metasistema. Esta percepción de inmanencia
sistémica, que el estructuralismo llevó a extremos metafísicos, peligra sobre
el nivel taxonómico, pues ella es parte de las conclusiones que se obtuvieron a
partir de disecciones fundamentales para la investigación y el análisis
cultural. De ahí que la aproximación sincrónica tampoco complete el método de
análisis en la cultura y que muchos acercamientos no arriben a conclusiones
profundas, permanentes, pues se limitan a indagar en sus bordes, es decir, en
el nivel metadiscursivo. El signo, como estructura permanente, presenta un
doble desplazamiento: simbólico, cuando la relación establecida por sus
componentes internos privilegia los lazos de contigüidad, esto es, las
figuraciones metonímicas, y, conceptual, cuando esa puesta en relación se
fundamenta en figuraciones metafóricas, es decir, de semejanza. Esa
circunstancialidad cultural se recompone, evolutivamente, mediante intertextos
que, sobre la base de las inmediatas circunstancias de significación,
reconstituyen los significados mismos para irse sistematizando.
Todo signo
exige, para su comprensión, una dinámica del receptor, aun cuando ésta se
produzca sobre codificaciones más que establecidas desde el punto de vista del
emisor, de ahí que el signo no solo conduzca a sus significados más o menos
perceptibles, sino que también oriente hacia el procedimiento de semejanza
estructural. Cualquier modificación en uno de los elementos que componen el
signo, conduciría a modificar el signo mismo, pues, además de permanente, éste
se constituye en una estructura permanentemente efímera. Corresponde a este
nivel, entonces, poner en juego los procedimientos de desconstrucción, tanto de
los acercamientos empíricos en los cuales se condensaba el sentido en la
inmediatez perceptiva y la urgencia de un objeto de análisis del nivel
aprehensivo, como de los discursos que forman el lenguaje total de la cultura
y, asimismo, los discursos y metadiscursos que brotan en los lenguajes
específicos de los diversos sistemas culturales.
Al pasar al
nivel metadiscursivo, el punto de mira se centra en los fenómenos sincrónicos,
pues el relativo grado de unidad con que ellos se presentan facilita la
aproximación analítica. De ahí que el fluir constante entre los conceptos que
se conforman en el nivel sintagmático y los que dependen de la paradigmática
obligue a permanentes relaciones, a una dinámica que impide el aislamiento y
que, por ello mismo, pone en riesgo toda elección analítica, por necesaria que
pueda parecernos, que pretenda detenerse únicamente en lo diacrónico o en lo
sincrónico. Con una actitud estructural, y en el propio método que a partir de
ella se conforma, es posible incorporar el método histórico como un importante
componente de su interacción dialéctica, para vincularlo, en el proceso de los
macroniveles, a aquello que como universal es convencionalmente percibido. La
percepción de los microniveles, por su parte, puede ser asociada al espectro de
lo que percibimos bajo cortes de más específico acercamiento, en sus
ramificaciones casuísticas.
Si en el
nivel aprehensivo entraban en juego una serie de paradigmas ya cristalizados
por el conocimiento, con el objetivo de ser reordenados en una exposición
sintagmática, en el nivel metadiscursivo es preciso acercarse a una construcción
sintagmática para determinar los paradigmas en que ella se sostiene. Para que
se inserten transformaciones en el interior de una tradición cualquiera, es
necesario que esas series de señales del sistema semántico pertinentes en el
receptor, saturadas bajo el efecto de la representación reiterativa, pierdan su
espesor de sentido y se conviertan en un dispositivo más del sistema
sintáctico. Así, el metadiscurso se abandona a su separación, a empeños
analíticos que, en su extrema defensa de ciertos paradigmas, arriesgan la
relatividad de los preceptos.
Una
aprehensión adecuada del suceso cultural debe facilitar que el punto de partida
de la metadiscursividad no se sature en sí mismo, para que permita a la
investigación, al análisis, el salto necesario de su estancia hasta el nivel
próximo: el taxonómico. El ejercicio constante de autodefinición, acumulando
segmentos informacionales, cortes sincrónicos parciales y operaciones
metadiscursivas, se introduce en el proceso histórico vivo para disponer, tras
la sintaxis de su dialéctica elemental, ya sea en la relación contaminante con
el otro, ya en la propia autonegación parcial, una continuidad del discurrir
paradigmático”.
(Búsqueda
y captura a cargo de: Manuel Sosa)