Debe ser la costumbre de buscarle visos literarios a
toda manifestación gremial, en específico cuando pretenden ahogar una nota solitaria
con el improvisado orfeón, con su murmullo y algún cornetín festivo, lo que me
incita a experimentar de cerca su insuficiencia. Porque creo adivinar rasgos
teatrales, púlpito y graderío, el coro que pormenoriza la trama y los actores
elevando su voz, en estos intercambios virtuales donde nadie pierde y el
individuo dialoga con el espejo.
No deja de
ser atractiva la interacción, aunque sólo sirva para hacernos escribir apuntes
curiosos y para demostrar (otra vez) que el sondeo público sólo sirve para
obtener datos, muestras. Cuando el sujeto, armado de folclor, increpa al
intruso que profana su campo visual, revive las ilusiones y la agotada
posibilidad: se torna audible de alguna manera.
Con un poco
de suerte, se enterará que Eurípides fue su primer enemigo: la reducción del
papel del coro, la humanización de caracteres. En lo virtual, donde podrá
ensayar a gusto su trastorno favorito, redimirá a Esquilo (es un decir),
resucitando prácticas que fueron traspasadas de un campo a otro: lo dramático
como parte del cuadro clínico. Argumentando, desdiciéndose, buscando flaquezas,
haciendo de árbitro, nuestro sujeto consumirá su papel. Oirá la ovación, su voz
multiplicada, el vidrio roto que le mostrará aferrado al instrumento
masturbador. Y así, nos habrá silenciado, y a la vez habrá satisfecho nuestra
curiosidad.
© Manuel Sosa
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