Pasados ya veinte años, el exiliado decide visitar
las ruinas de su pueblo y los pocos familiares y conocidos que le quedan. Su
esposa le ha recordado los inconvenientes con que tropezará: falta de sanidad,
aguas enfermas, violencia social, acechanzas. Tendrá que atiborrar su maleta de
vitaminas, antibióticos, papel sanitario. Nostalgia apuntalada y resguardada,
que se sabe sedienta de pasado. El viajero abraza a sus hermanos y sobrinos, y
reconoce la destrucción por todas partes. La primera noche duerme en casa de su
hermano menor. La alegría de sus anfitriones parece genuina. Pasa un rato de
sofoco, ya tarde, sentado en la taza del baño: algo que comió en la improvisada
recepción familiar. Le habían pedido que descargara sus desechos usando el cubo
del rincón, al que previamente habían llenado de agua. “Pero al menos es una
taza y no un retrete.” Tiene que admitir que no todo es desagradable. Por la
ventana entra un perfume que casi había borrado: el galán de noche. En el
exilio se olvidan las pequeñas cosas, reflexiona, y encuentra otro ejemplo de
ello en el pequeño estante a su derecha. Toma un ejemplar de El Conde de
Montecristo, el primer tomo; lo hojea, y recuerda aquellas enormes tiradas con
que el gobierno llenaba las librerías. Eran ediciones malas, pero todos podían
comprarlas. Así pudo leerse los clásicos, sin invertir casi nada, gracias a un
gobierno populista.
Al cabo de
dos semanas de viajes por el campo y reencuentros con antiguos amigos y
enemigos, el exiliado regresa a casa de su hermano menor, a descansar y poner
sus ideas en orden. Por la noche, sentado en la taza, casi rendido, extiende su
mano para alcanzar el primer libro del estante. El cesto del baño lo confirma:
al Conde de Montecristo le han ido arrancado, una tras otra, cerca de treinta
páginas.
© Manuel Sosa
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