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viernes, 2 de junio de 2017

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Pasados ya veinte años, el exiliado decide visitar las ruinas de su pueblo y los pocos familiares y conocidos que le quedan. Su esposa le ha recordado los inconvenientes con que tropezará: falta de sanidad, aguas enfermas, violencia social, acechanzas. Tendrá que atiborrar su maleta de vitaminas, antibióticos, papel sanitario. Nostalgia apuntalada y resguardada, que se sabe sedienta de pasado. El viajero abraza a sus hermanos y sobrinos, y reconoce la destrucción por todas partes. La primera noche duerme en casa de su hermano menor. La alegría de sus anfitriones parece genuina. Pasa un rato de sofoco, ya tarde, sentado en la taza del baño: algo que comió en la improvisada recepción familiar. Le habían pedido que descargara sus desechos usando el cubo del rincón, al que previamente habían llenado de agua. “Pero al menos es una taza y no un retrete.” Tiene que admitir que no todo es desagradable. Por la ventana entra un perfume que casi había borrado: el galán de noche. En el exilio se olvidan las pequeñas cosas, reflexiona, y encuentra otro ejemplo de ello en el pequeño estante a su derecha. Toma un ejemplar de El Conde de Montecristo, el primer tomo; lo hojea, y recuerda aquellas enormes tiradas con que el gobierno llenaba las librerías. Eran ediciones malas, pero todos podían comprarlas. Así pudo leerse los clásicos, sin invertir casi nada, gracias a un gobierno populista.
   Al cabo de dos semanas de viajes por el campo y reencuentros con antiguos amigos y enemigos, el exiliado regresa a casa de su hermano menor, a descansar y poner sus ideas en orden. Por la noche, sentado en la taza, casi rendido, extiende su mano para alcanzar el primer libro del estante. El cesto del baño lo confirma: al Conde de Montecristo le han ido arrancado, una tras otra, cerca de treinta páginas.

© Manuel Sosa

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