Lo peor que pudiera pasarle a lo que llaman
“intelectualidad del exilio” sería el empeño de buscar una causa común. Forzar
algo más que ese desarraigo significaría atarse a conveniencias y artificios de
determinados grupos, cuyos intereses no dejarán de ser circunstanciales. Tales
grupos no entienden que exceso de vileza no significa falta de eficacia. Un
escritor alevoso y excéntrico no serviría como hombre público, pero agregaría
otra perspectiva inusual al alma de la nación.
Nunca antes
un país (un territorio) había perdido tanta fuerza especulativa: escritores,
artistas, filósofos, historiadores, músicos… Y muy pocos han podido deshacerse
del ánimo insular, que pudiera significar tantas cosas, útiles o perjudiciales:
¿una perspectiva circular?
El hecho de
que existan divergencias estéticas, rivalidades, y acusaciones entre
intelectuales exiliados vale más que un posible concilio y su unanimidad. Es
cierto que aún no aprendemos a debatir, y que debemos pasar por encima del tono
personal y los golpes bajos… Luego de la mansedumbre y la ficción ¿no viene un
aprendizaje lentísimo? ¿Trasponer insultos o flotar en lo apacible? ¿Abandonar
una refriega de expresividades para no llegar tarde al matinée?
Es difícil
admitirlo, pero las dictaduras me importan mucho menos que la literatura. Y
creo que esa podría ser la única carta de triunfo, porque es la que más
incomoda a quienes detentan el Poder. Nuestro afán de añadirnos a la totalidad,
basándose en la búsqueda de verdades aparentemente incomunicables, nos otorgan
una rara distinción. Si un artista o escritor exiliado puede persistir y no
dejarse contener en fabularios locales o temporales, habrá cumplido con su
trabajo. Después de tanta exhortación y jerga tumultuaria, después del ardid
político, ¿qué razones le quedarían?
© Manuel Sosa
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