No se ha movido del lugar, es la misma Casa de
Cultura que planificaba actividades y nos ofrecía discretas muestras de una
perseguida espiritualidad. No se ha movido o la hemos traído con nosotros: lo
que importa es su acechanza y la atmósfera que recrea, procurando contentarnos,
ofrecernos algo tangencial.
En la isla,
pasábamos frente a sus rejas mirando de reojo, y sabíamos que entrar acarreaba
una especie de compromiso del que no sería fácil librarse. Cuando alguien se
cree redimible por medio del arte o los libros, jamás se consolará con la vida
corriente y las acumulaciones que apuntalan cada biografía individual. Ya no se
mirará la naturaleza del mismo modo: se superan los vicios pero quedan los
gestos. Ciertos umbrales son laberintos velados; se traspasan y es inútil
intentar el regreso.
Lo que
despreciábamos no era la institución o los personajes sembrados en ella. Era su
empeño de aleccionar, y usarnos como audiencia. Una de las tablas de salvación
del paisano que conserva sus aspiraciones artísticas en el exilio, es la Casa
de Cultura como arquetipo. No existe como espacio en sí (aunque puede llegar a
serlo), sino como maqueta ideal que le ayuda a aglutinar tendencias, a
garantizar que su nombre no pierda la sonoridad, a medirse contra la escuadra
que forma a sus espaldas.
Existe esta
falsa certeza entre nosotros, los que nos seguimos amontonando en el Local de
disertaciones: tenemos un reto común (enemigos, convicciones, pesadumbres) que
nos iguala y nos permite la condescendencia. No juzgamos con severidad el
amorfismo de los otros porque venimos siendo variantes del mismo anhelo.
Negarles sería negar algo esencialmente nuestro.
Del taller
de creación queda su metodología: la escritura es el eco, la tesitura del que
canta la impone el contexto. Escribir desde el desarraigo impone un sabor
inequívoco: todo suena igual.
El boletín
cultural de esta Casa tiene muy breve tirada, circulación limitada, pero su
factura es exquisita. Los libros se reparten entre unos pocos amigos, y luego
desaparecen. Por lo menos reconforta el hecho de saber que existieron.
Las peñas
son concurridas, y de nuevo se olvidan las posibles diferencias entre unos y
otros. El gentío canta al unísono. Peñas pudieran ser: las revistas que
parodian lo elegante, los portales donde se rumia la proclama clavada en la
puerta, los concursos gratuitos, el papel que se pasa de mano en mano (es
anónimo) y dice: “Todo el que pretende situarse siempre por encima de los
acontecimientos, se queda más solo que la uva.” La peña es complicidad y
decantación: quienes intenten sobresalir por cuenta propia, serán vituperados.
Esta Casa
de Cultura, cuyos oficiantes aspiran a conservar activa, garantiza un mínimo de
solidaridad a quienes persistan en ofrecerse como memoria del destierro. Nunca
sobrarán instructores, aficionados, talleristas aventajados y cobertura
paternal. Si alguien decide no afiliarse, no podrá decir que le faltaron
insinuaciones.
© Manuel Sosa
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