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miércoles, 17 de mayo de 2017

La Casa de Cultura

No se ha movido del lugar, es la misma Casa de Cultura que planificaba actividades y nos ofrecía discretas muestras de una perseguida espiritualidad. No se ha movido o la hemos traído con nosotros: lo que importa es su acechanza y la atmósfera que recrea, procurando contentarnos, ofrecernos algo tangencial.
   En la isla, pasábamos frente a sus rejas mirando de reojo, y sabíamos que entrar acarreaba una especie de compromiso del que no sería fácil librarse. Cuando alguien se cree redimible por medio del arte o los libros, jamás se consolará con la vida corriente y las acumulaciones que apuntalan cada biografía individual. Ya no se mirará la naturaleza del mismo modo: se superan los vicios pero quedan los gestos. Ciertos umbrales son laberintos velados; se traspasan y es inútil intentar el regreso.
   Lo que despreciábamos no era la institución o los personajes sembrados en ella. Era su empeño de aleccionar, y usarnos como audiencia. Una de las tablas de salvación del paisano que conserva sus aspiraciones artísticas en el exilio, es la Casa de Cultura como arquetipo. No existe como espacio en sí (aunque puede llegar a serlo), sino como maqueta ideal que le ayuda a aglutinar tendencias, a garantizar que su nombre no pierda la sonoridad, a medirse contra la escuadra que forma a sus espaldas.
   Existe esta falsa certeza entre nosotros, los que nos seguimos amontonando en el Local de disertaciones: tenemos un reto común (enemigos, convicciones, pesadumbres) que nos iguala y nos permite la condescendencia. No juzgamos con severidad el amorfismo de los otros porque venimos siendo variantes del mismo anhelo. Negarles sería negar algo esencialmente nuestro.
   Del taller de creación queda su metodología: la escritura es el eco, la tesitura del que canta la impone el contexto. Escribir desde el desarraigo impone un sabor inequívoco: todo suena igual.
   El boletín cultural de esta Casa tiene muy breve tirada, circulación limitada, pero su factura es exquisita. Los libros se reparten entre unos pocos amigos, y luego desaparecen. Por lo menos reconforta el hecho de saber que existieron.
   Las peñas son concurridas, y de nuevo se olvidan las posibles diferencias entre unos y otros. El gentío canta al unísono. Peñas pudieran ser: las revistas que parodian lo elegante, los portales donde se rumia la proclama clavada en la puerta, los concursos gratuitos, el papel que se pasa de mano en mano (es anónimo) y dice: “Todo el que pretende situarse siempre por encima de los acontecimientos, se queda más solo que la uva.” La peña es complicidad y decantación: quienes intenten sobresalir por cuenta propia, serán vituperados.
   Esta Casa de Cultura, cuyos oficiantes aspiran a conservar activa, garantiza un mínimo de solidaridad a quienes persistan en ofrecerse como memoria del destierro. Nunca sobrarán instructores, aficionados, talleristas aventajados y cobertura paternal. Si alguien decide no afiliarse, no podrá decir que le faltaron insinuaciones.

© Manuel Sosa

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