Todo momento que aspire a ser notable (coronación,
aniversario, triunfo de las armas) procura acompañarse de una polifonía
adecuada. Y no bastará la multitud, las banderas y una tarima repleta de
maestresalas y convidados. Para añadir el toque mágico se inventó el oficio de versificator regis, alguien que sabría
imponer silencio en el instante justo y hechizar a la audiencia: una pausa en
medio del júbilo ensordecedor, el recitativo de ocasión destinado a justificar
tanta gracia derramada sobre la cabeza elegida. Esa cabeza caería o no,
concebiría la grandeza o el hundimiento del reino, contendría la cordura o la
demencia, pero siempre ha existido la sed de emotividad, aun entre espíritus
pedestres, y allí no faltaría el sabroso panegírico que conmoviera al copero
más pétreo. Nadie tan oportuno y útil como un juglar de corte. Los nombres
varían según la época y el mapa, pero son la misma cosa: Poeta Laureado,
Consultante de Poesía, Poeta Nacional.
Porque pese
a su aparente divorcio, sostenido por la gradual especialización del verso (y a
la vez, el gradual embrutecimiento del ejercicio de poder), rey y juglar
convivieron sin esfuerzo durante muchos siglos, llegando en ocasiones a
fundirse en una misma persona. De ese antiguo vínculo, queda acaso la “debilidad”
del uno por el otro. Hemos visto al hombre de letras lanzarse a los pies del
sátrapa, sin justificación aparente, y ya sabemos de la punzada que siente el
caudillo al escuchar de otra voz sus propias campañas a golpe de trocaicos y
anapestos. El eco de un amplio recinto sienta muy bien a la vanidad natural del
declamador. El caudillo se lamenta de carecer de tiempo, de no poder revisar
sus infolios secretos, porque “él también escribe sus cosas”. De tal modo,
muchos símbolos y obsesiones comunes no les permiten divorciarse: la búsqueda
del tono y el ritmo natural, la indagación del Sentido supremo, la redención
por las obras, los gestos persuasivos, las inflexiones, el histrionismo…
Escribir en
aras de una agenda es inevitable, se diría, a juzgar por los resultados. No
escribes para nadie, pero andas con el credo a cuestas. Aunque nada te
encarguen, nunca has apartado ese credo de tu mesa. Lo extraño sería que un
poeta no aceptase un reto. Ante el desuso del vejamen, también por esa
creciente falta de impasibilidad para soportar el ridículo, la capilla prefiere
el elogio. Unas cuantas estrofas suelen rellenar el agujero afectivo; la
cadencia que envuelve al rebaño les entreabre la puerta y les muestra la
inmensa pastura. Lágrima y moco, miradas cómplices, la comunión del instante,
el Verbo como enmienda al Error.
Héroes no
faltaron para que no faltaran los diez chelines sobre la mesa del artífice.
Materia moldeable, bronce y decasílabos, mármol y elegías, que no siempre
consiguieron redimirles, dada la natural esquivez del arte a ser apresado por
la relatividad. Llámese justicia o infortunio, pero nunca la chapucería
(palabra en sí suficiente) alcanzó su definición mejor que cuando estuvo
reflejada en la estatuaria y la épica. Esas figuras tullidas, encorvadas y
faltas de proporción nos siguen acompañando en el devocional de cada día. Ese
arsenal de lugares comunes, dispuestos en verso, son parte del teatro gestual
que instruye la memoria del ser civil.
Y
entonces, la poesía inaugural “in the august occasions of the state”, como
diría el viejo Robert Frost. El
imán del micrófono para otro género de multitudes: la épica del ciudadano y sus
esperanzas. Ya no estamos hablando de aquella grandilocuencia tolerable a lo
Whitman, Sandburg y Ginsberg. El discurso de lo inaugural se sustenta en cierta
retórica terapéutica, exitosa entre pacientes cuyas neurosis sólo se aplacan
con prédica evangélica y una dosis de sentido común disfrazado de “motivational
speech”. Lenguaje de terapia masiva, para corazones rotos, para el próximo
declamador que aparezca: “I know there’s something better down the road” nos
recita una tal Elizabeth Alexander; “All of us as vital as the one light we
move through”, nos dice un tal Richard Blanco. Lo más peligroso de estas transacciones
melodramáticas es que uno llega a sentirse culpable de objetarlas. Porque no es
lo mismo ridiculizar una estatua deforme que ponerle reparos al poema en que
nuestro prójimo inscribió su propia vida. “Hay que entender, es una ocasión
única, es una oportunidad para el pobre juglar…”
Uno tiene
que mirar con ternura estas coronaciones modernas, sonreír sin malicia y dejar
que los feligreses consuman su pasión. Sentir piedad por alguien debe ser,
todavía, un raro privilegio.
© Manuel Sosa
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