Vistas de página en total

viernes, 26 de mayo de 2017

Resaca de poesía inaugural

Todo momento que aspire a ser notable (coronación, aniversario, triunfo de las armas) procura acompañarse de una polifonía adecuada. Y no bastará la multitud, las banderas y una tarima repleta de maestresalas y convidados. Para añadir el toque mágico se inventó el oficio de versificator regis, alguien que sabría imponer silencio en el instante justo y hechizar a la audiencia: una pausa en medio del júbilo ensordecedor, el recitativo de ocasión destinado a justificar tanta gracia derramada sobre la cabeza elegida. Esa cabeza caería o no, concebiría la grandeza o el hundimiento del reino, contendría la cordura o la demencia, pero siempre ha existido la sed de emotividad, aun entre espíritus pedestres, y allí no faltaría el sabroso panegírico que conmoviera al copero más pétreo. Nadie tan oportuno y útil como un juglar de corte. Los nombres varían según la época y el mapa, pero son la misma cosa: Poeta Laureado, Consultante de Poesía, Poeta Nacional.
   Porque pese a su aparente divorcio, sostenido por la gradual especialización del verso (y a la vez, el gradual embrutecimiento del ejercicio de poder), rey y juglar convivieron sin esfuerzo durante muchos siglos, llegando en ocasiones a fundirse en una misma persona. De ese antiguo vínculo, queda acaso la “debilidad” del uno por el otro. Hemos visto al hombre de letras lanzarse a los pies del sátrapa, sin justificación aparente, y ya sabemos de la punzada que siente el caudillo al escuchar de otra voz sus propias campañas a golpe de trocaicos y anapestos. El eco de un amplio recinto sienta muy bien a la vanidad natural del declamador. El caudillo se lamenta de carecer de tiempo, de no poder revisar sus infolios secretos, porque “él también escribe sus cosas”. De tal modo, muchos símbolos y obsesiones comunes no les permiten divorciarse: la búsqueda del tono y el ritmo natural, la indagación del Sentido supremo, la redención por las obras, los gestos persuasivos, las inflexiones, el histrionismo…
   Escribir en aras de una agenda es inevitable, se diría, a juzgar por los resultados. No escribes para nadie, pero andas con el credo a cuestas. Aunque nada te encarguen, nunca has apartado ese credo de tu mesa. Lo extraño sería que un poeta no aceptase un reto. Ante el desuso del vejamen, también por esa creciente falta de impasibilidad para soportar el ridículo, la capilla prefiere el elogio. Unas cuantas estrofas suelen rellenar el agujero afectivo; la cadencia que envuelve al rebaño les entreabre la puerta y les muestra la inmensa pastura. Lágrima y moco, miradas cómplices, la comunión del instante, el Verbo como enmienda al Error.  
   Héroes no faltaron para que no faltaran los diez chelines sobre la mesa del artífice. Materia moldeable, bronce y decasílabos, mármol y elegías, que no siempre consiguieron redimirles, dada la natural esquivez del arte a ser apresado por la relatividad. Llámese justicia o infortunio, pero nunca la chapucería (palabra en sí suficiente) alcanzó su definición mejor que cuando estuvo reflejada en la estatuaria y la épica. Esas figuras tullidas, encorvadas y faltas de proporción nos siguen acompañando en el devocional de cada día. Ese arsenal de lugares comunes, dispuestos en verso, son parte del teatro gestual que instruye la memoria del ser civil.
   Y entonces, la poesía inaugural “in the august occasions of the state”, como diría el viejo Robert Frost. El imán del micrófono para otro género de multitudes: la épica del ciudadano y sus esperanzas. Ya no estamos hablando de aquella grandilocuencia tolerable a lo Whitman, Sandburg y Ginsberg. El discurso de lo inaugural se sustenta en cierta retórica terapéutica, exitosa entre pacientes cuyas neurosis sólo se aplacan con prédica evangélica y una dosis de sentido común disfrazado de “motivational speech”. Lenguaje de terapia masiva, para corazones rotos, para el próximo declamador que aparezca: “I know there’s something better down the road” nos recita una tal Elizabeth Alexander; “All of us as vital as the one light we move through”, nos dice un tal Richard Blanco. Lo más peligroso de estas transacciones melodramáticas es que uno llega a sentirse culpable de objetarlas. Porque no es lo mismo ridiculizar una estatua deforme que ponerle reparos al poema en que nuestro prójimo inscribió su propia vida. “Hay que entender, es una ocasión única, es una oportunidad para el pobre juglar…”
   Uno tiene que mirar con ternura estas coronaciones modernas, sonreír sin malicia y dejar que los feligreses consuman su pasión. Sentir piedad por alguien debe ser, todavía, un raro privilegio.

© Manuel Sosa

No hay comentarios:

Publicar un comentario