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lunes, 29 de mayo de 2017

René Vázquez Díaz: jarabe de cundeamor

Habrá que desentrañar, si es que existe, esa teoría de las texturas donde el repasador de lo elemental logra hacerse visible puliendo sólo ciertos exteriores. Digamos, a un cubano fuera de su tierra le bastarían los consabidos ingredientes temáticos que apuntalan ruptura, nostalgia y ambivalencia (tres claves para tratar la diáspora, entre otras) y con ello conseguiría un mínimo de atención. Si hablásemos de un novelista, de un sujeto trasplantado que precisa foro, no nos debe extrañar que su obra dependa de tintes pronosticables, los que se usan para disfrazar la misma historia de siempre.
   Hablar de René Vázquez Díaz es desviarse del camino para descubrir que el presunto atajo nos condujo al sitio de antes. Esta nota señala la imposibilidad de darle satisfacción alguna, pues no sabe ganar ni perder. Ni siquiera pertenecer. Como narrador no ha conseguido vencer la descripción periferal de los emblemas cubanos. Como aguafiestas diaspórico no ha logrado disimular su odio por los círculos de poder, ya sea la selectividad arbitraria de revistas como Encuentro o el criterio artesanal miamense; su odio, asociado a su escaso sentido del humor, le acercan demasiado a la retórica fogosa que ya usan muy pocos en la isla. Pero entonces, como que los escritores oficialistas saben jugar a la paz entre congéneres, no comulgan del todo con alguien que estampa su resentimiento en cada párrafo que comete. Nadie que pretenda salvarse en la diplomacia quisiera tenerle como vecino de asiento.
   René Vázquez Díaz, al igual que su literatura, es un vaso frágil y transparente. Quebradizo y celoso de la gravitación. Leerle es verificar la certeza de que ya no nos quedan enemigos de mérito. ¿Y habrá mayor desconsuelo que ese?

© Manuel Sosa

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