Habrá que desentrañar, si es que existe, esa teoría
de las texturas donde el repasador de lo elemental logra hacerse visible
puliendo sólo ciertos exteriores. Digamos, a un cubano fuera de su tierra le
bastarían los consabidos ingredientes temáticos que apuntalan ruptura,
nostalgia y ambivalencia (tres claves para tratar la diáspora, entre otras) y
con ello conseguiría un mínimo de atención. Si hablásemos de un novelista, de
un sujeto trasplantado que precisa foro, no nos debe extrañar que su obra
dependa de tintes pronosticables, los que se usan para disfrazar la misma
historia de siempre.
Hablar de
René Vázquez Díaz es desviarse del camino para descubrir que el presunto atajo
nos condujo al sitio de antes. Esta nota señala la imposibilidad de darle
satisfacción alguna, pues no sabe ganar ni perder. Ni siquiera pertenecer. Como
narrador no ha conseguido vencer la descripción periferal de los emblemas
cubanos. Como aguafiestas diaspórico no ha logrado disimular su odio por los
círculos de poder, ya sea la selectividad arbitraria de revistas como Encuentro
o el criterio artesanal miamense; su odio, asociado a su escaso sentido del
humor, le acercan demasiado a la retórica fogosa que ya usan muy pocos en la
isla. Pero entonces, como que los escritores oficialistas saben jugar a la paz
entre congéneres, no comulgan del todo con alguien que estampa su resentimiento
en cada párrafo que comete. Nadie que pretenda salvarse en la diplomacia
quisiera tenerle como vecino de asiento.
René
Vázquez Díaz, al igual que su literatura, es un vaso frágil y transparente.
Quebradizo y celoso de la gravitación. Leerle es verificar la certeza de que ya
no nos quedan enemigos de mérito. ¿Y habrá mayor desconsuelo que ese?
© Manuel Sosa
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