Desafortunado aquel que carezca de adversarios. Y
condenado a envilecerse aquel que no sabe distinguirlos de los enemigos. Pero
entonces, ¿adónde va quien deja de respetarse a sí mismo por no respetar al
contrario, quienquiera que sea? Alguna vez existió un código, tácito, que nos
guardaba de la victoria total y sus excesos. Porque al enemigo habrá que
dejarle un margen, aunque sea mínimo, para que su integridad humana siga
intacta. Si es difícil mantener una justa honrosa, más difícil es ganarla y no
mancharnos de soberbia.
Discutir,
hoy, es un acto ilusorio. Podemos gastarnos en practicar rivalidades a través
de la ironía, las sutilezas y los sarcasmos, pero son figuras excepcionales en
este campo que hemos heredado sin merecerlo. Un campo donde abunda la saña y la
degradación.
Contender
significa, para las guarniciones que se adhieren al credo corriente, ganar sin
que importen los procedimientos: golpes bajos, epítetos ordinarios, acusaciones
sin pruebas, autoelogios desmesurados, revelaciones íntimas e innecesarias,
juegos fáciles de palabras, verbosidad anónima, publicación de correspondencia
privada, amenazas, intrepidez virtual sin ánimo de verificación real,
repartición de sobras a los seguidores, falta de originalidad argumental. Y más
falaz aún: ausencia de estilo e ingenio.
Ganen o
pierdan, el resultado será el mismo: una oportunidad perdida. Triunfos por
omisión, por no presentación. Derrotas no reconocidas y letanías que enumeran
culpas ajenas. Siempre habrá motivos para el alarido impune. Al pisar la arena,
los contendientes forzarán el brote de la sangre con las viejas ansias con que
alguna vez mendigaron la paciencia de
los espectadores.
Si al bufón
se le concediera la victoria, el anfiteatro aplaudiría con el mismo entusiasmo.
© Manuel Sosa
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