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lunes, 15 de mayo de 2017

Realismo socialista con turbina rota

De la lectura tardía que hice de Las iniciales de la tierra conservo dos reminiscencias: el arte innato para narrar de Jesús Díaz, y el aborrecimiento que su protagonista me llegó a inspirar. Porque aquella figura me resultaba demasiado conocida, como el típico retrato de la generación que nos antecedía: nuestros maestros y vecinos integrados al proceso, quizás nuestros propios padres, siempre debatiéndose entre la espontaneidad y el compromiso. Pertenecer al Partido, por ejemplo, implicaba un acatamiento de reglas que limitaban cualquier destello individual, por muchos privilegios que refrendase el militante. En aquella época, tener un carné rojo les impedía a hombres y mujeres tomar decisiones estrictamente personales, si hablamos de fidelidad conyugal, relaciones fraternales, correspondencia con familiares, preferencias sexuales, creencias religiosas. ¡Y la apariencia física, sobre todo! El personaje de Jesús Díaz funcionaba en tanto arquetipo de aquel individuo cotejado por el orden más rígido y retórico que pudiera concebirse.
   Curiosamente, ese orden fue idealizado en la literatura por escritores sospechosos de herejía, o en pleno ostracismo. Unos pocas novelas y relatos se encargaron de trasladar el cuerpo engarrotado del obrero eslavo a su réplica antillana, para creerlo vivo y lleno de contradicciones. Pero más que la prosa, fue en la poesía donde se detallaron sus proezas y querellas con mejores efluvios, y nadie hubo de extrañarse de que al verso regresaran los martillos y surcos, los bueyes y las cosechas. Los mártires bajaron de sus marcos y se sentaron a la mesa rústica, a degustar el fortificante gofio de la mañana y las variedades enlatadas de Bulgarkonserv por las tardes. Curiosamente también, a tres décadas de su eclosión, los pocos escritores cuyo perfil y comportamiento les hicieron acreedores de la confianza partidista siguen esperando una mirada retrospectiva. Y es que aún no han sido reeditados por esa industria de la nostalgia que sí se detiene a exonerar la obra de quienes obtuvieron, no demasiado tarde en sus vidas, el perdón oficial. ¡Con qué fruición se pronuncian hoy esos nombres, Zhdánov, Pavón, Serguera, cuya culpabilidad atenúa la de sus amos invisibles, los que aseguran haber estado entonces mirando para otra parte!
   Esa literatura, que se suponía erradicada con el fin de las conservas y el petróleo, primeramente se mudó a las ciudades, aferrada al instinto de supervivencia, para luego emigrar y explorar el mercado mundial, sabiendo que un escenario apocalíptico resultaba ideal para satisfacer la tradicional curiosidad de occidente. Y es que el realismo socialista, siempre aceptado por la masa de lectores, prospera en la facundia que propician las circunstancias, porque parece recontar sin esfuerzo, copiando el entorno, mostrando la proximidad y la simpleza de los dilemas cotidianos, haciendo ver al usuario que sus héroes están cerca y respiran el mismo aire.
   Cuando el drama existencial de un individuo no podía ser otro que su dependencia del colectivo (el gremio, la comunidad), y sus flaquezas y retos se sabían subsanables, al escritor no le convenía aventurarse en planos adyacentes que le impidiesen el retorno. Sus personajes no atravesaban laberintos, ni se perdían en abismos del inconsciente: se conformaban con el espacio que la lógica y la razón les asignaban. Pero una vez limitadas las necesidades inmediatas, al ser retirados los subsidios, los personajes fueron perdiendo docilidad y terminaron integrándose a la incertidumbre de la nueva atmósfera. Al escritor no le resultó difícil proseguir el mismo discurso; sólo tuvo que imaginar que su protagonista, acostumbrado a una ducha tibia y crepuscular, tendría que aprender a vivir con la turbina rota, de manera permanente. Y ese aprendizaje le haría sumamente agresivo, le cambiaría el vocabulario y le abriría "the doors of Perception". En suma, no tendría que cambiar el estilo, sino el paisaje.
   ¿Qué ha pasado con el realismo socialista, ahora que todo se torna imprevisible? Si se presta atención, se le podrá encontrar en la misma retórica elemental, los inagotables paradigmas que le sustentan y las mansas interrogantes que le hace al medio. Su pobreza estilística y conceptual ha logrado dar con la máscara perfecta, un adjetivo que no admite réplicas: "sucio". De modo que lo socialista trocado en sucio sigue reflejando, con apellido impertinente, la misma escena y los mismos personajes desde París, La Habana y Miami. ¡Y luego dicen que una turbina rota no trae beneficios!

© Manuel Sosa

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