De la lectura tardía que hice de Las iniciales de la tierra conservo dos
reminiscencias: el arte innato para narrar de Jesús Díaz, y el aborrecimiento
que su protagonista me llegó a inspirar. Porque aquella figura me resultaba
demasiado conocida, como el típico retrato de la generación que nos antecedía:
nuestros maestros y vecinos integrados al proceso, quizás nuestros propios
padres, siempre debatiéndose entre la espontaneidad y el compromiso. Pertenecer
al Partido, por ejemplo, implicaba un acatamiento de reglas que limitaban
cualquier destello individual, por muchos privilegios que refrendase el
militante. En aquella época, tener un carné rojo les impedía a hombres y
mujeres tomar decisiones estrictamente personales, si hablamos de fidelidad
conyugal, relaciones fraternales, correspondencia con familiares, preferencias
sexuales, creencias religiosas. ¡Y la apariencia física, sobre todo! El
personaje de Jesús Díaz funcionaba en tanto arquetipo de aquel individuo cotejado
por el orden más rígido y retórico que pudiera concebirse.
Curiosamente, ese orden fue idealizado en la literatura por escritores
sospechosos de herejía, o en pleno ostracismo. Unos pocas novelas y relatos se
encargaron de trasladar el cuerpo engarrotado del obrero eslavo a su réplica
antillana, para creerlo vivo y lleno de contradicciones. Pero más que la prosa,
fue en la poesía donde se detallaron sus proezas y querellas con mejores
efluvios, y nadie hubo de extrañarse de que al verso regresaran los martillos y
surcos, los bueyes y las cosechas. Los mártires bajaron de sus marcos y se
sentaron a la mesa rústica, a degustar el fortificante gofio de la mañana y las
variedades enlatadas de Bulgarkonserv por las tardes. Curiosamente también, a
tres décadas de su eclosión, los pocos escritores cuyo perfil y comportamiento
les hicieron acreedores de la confianza partidista siguen esperando una mirada
retrospectiva. Y es que aún no han sido reeditados por esa industria de la
nostalgia que sí se detiene a exonerar la obra de quienes obtuvieron, no
demasiado tarde en sus vidas, el perdón oficial. ¡Con qué fruición se
pronuncian hoy esos nombres, Zhdánov, Pavón, Serguera, cuya culpabilidad atenúa
la de sus amos invisibles, los que aseguran haber estado entonces mirando para
otra parte!
Esa
literatura, que se suponía erradicada con el fin de las conservas y el
petróleo, primeramente se mudó a las ciudades, aferrada al instinto de
supervivencia, para luego emigrar y explorar el mercado mundial, sabiendo que
un escenario apocalíptico resultaba ideal para satisfacer la tradicional
curiosidad de occidente. Y es que el realismo socialista, siempre aceptado por
la masa de lectores, prospera en la facundia que propician las circunstancias,
porque parece recontar sin esfuerzo, copiando el entorno, mostrando la
proximidad y la simpleza de los dilemas cotidianos, haciendo ver al usuario que
sus héroes están cerca y respiran el mismo aire.
Cuando el
drama existencial de un individuo no podía ser otro que su dependencia del
colectivo (el gremio, la comunidad), y sus flaquezas y retos se sabían
subsanables, al escritor no le convenía aventurarse en planos adyacentes que le
impidiesen el retorno. Sus personajes no atravesaban laberintos, ni se perdían
en abismos del inconsciente: se conformaban con el espacio que la lógica y la
razón les asignaban. Pero una vez limitadas las necesidades inmediatas, al ser
retirados los subsidios, los personajes fueron perdiendo docilidad y terminaron
integrándose a la incertidumbre de la nueva atmósfera. Al escritor no le
resultó difícil proseguir el mismo discurso; sólo tuvo que imaginar que su
protagonista, acostumbrado a una ducha tibia y crepuscular, tendría que
aprender a vivir con la turbina rota, de manera permanente. Y ese aprendizaje
le haría sumamente agresivo, le cambiaría el vocabulario y le abriría "the
doors of Perception". En suma, no tendría que cambiar el estilo, sino el
paisaje.
¿Qué ha
pasado con el realismo socialista, ahora que todo se torna imprevisible? Si se
presta atención, se le podrá encontrar en la misma retórica elemental, los
inagotables paradigmas que le sustentan y las mansas interrogantes que le hace
al medio. Su pobreza estilística y conceptual ha logrado dar con la máscara
perfecta, un adjetivo que no admite réplicas: "sucio". De modo que lo
socialista trocado en sucio sigue reflejando, con apellido impertinente, la
misma escena y los mismos personajes desde París, La Habana y Miami. ¡Y luego
dicen que una turbina rota no trae beneficios!
© Manuel Sosa
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