Antes de abandonar la isla, fuese cual fuese el
motivo que nos impulsó, casi todos tuvimos que sentir una extraña resistencia,
en los días finales, en las horas que eran estertor y apego (el desprendimiento
de la costumbre) que nos convencía de aquella certeza sólo discernible por
nosotros mismos: sería imposible reemplazarnos.
Quien se
marcha, busca consuelos de tal naturaleza: “No podrán ocupar mi espacio.”
Infructuoso bálsamo, nunca cerrará la herida que evidencia lo que fue
arrancado, o cortado con arte para simular una inserción. Quizás sea nuestro
único aliciente, sabiendo que vamos hacia lo irreversible, al segundo
nacimiento, a la primera muerte.
En los
pueblos pequeños los desplazamientos funcionaban de otra suerte. Para algunos,
emigrar era casi difuminarse. Era la invisibilidad y la resignación a
convertirse en murmullo y rescoldos, para luego apagarse completamente. Un día
teníamos un vecino, afable o taciturno. Al día siguiente, teníamos un fantasma.
Hay quienes
se ocupan de tabular esas ausencias, y de imaginar los escenarios posibles, de
no haberse producido. En mi pueblo, alguien mantiene una lista espectral y
juega a la especulación: “Ahora él estaría haciendo esto, y viviría allí, en la
casa de la mujer que dejó atrás, la que estaba destinada a acompañarle hasta el
fin.” Cada uno de sus espectros persiste en demarcar los espacios que reclaman
los suplentes, intencionales o no. Sí, porque hay cuerpos que se expanden sobre
lo inevitable: un hombre que no nació para blandir el hacha marcial, tropieza
con ella al ser borrado el destinatario original, y la usa para cortar leños.
Otros se
consuelan con su pobre versión de la metempsícosis, creyendo que lo que fue
segado por el hombre habrá de ser restituído por el dios: habrá un reencuentro
como pago del despojo.
Alguien me
escribe desde allá: “Nadie sabe que cada cual construye su propio paraíso. Todo
eso que anhelas y no se te da, y que enmarcas en lo posible, es tu paraíso
aguardándote. No vale la pena creerse otra cosa, un salón o una pastura llena
de feligreses dando vivas. Eso sería, cuando menos, el averno.”
Dos mundos
paralelos, muchos argumentos se siguen desprendiendo de esa tesis. Aquí
hablamos o cantamos, sabiendo que permanecemos silenciosos en el plano
conjetural. Los suplentes acumulan páginas, ritos, pequeños triunfos que
debieron ser nuestros.
Será
difícil convencernos de que somos prescindibles, y de que nos han repuesto
exitosamente. Un sitio diezmado por la plaga y la guerra no merece, no puede
redimirse gracias a nuestra incorporeidad, decimos hoy. Podrá atenuarse la
devastación, pero no habrán de resucitarnos en otros.
La isla es
un telón alfilereado, que si se muestra a contraluz deja ver los miles de
pequeños orificios que esplenden: nuestra ausencia.
© Manuel Sosa
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