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viernes, 5 de mayo de 2017

El juego de sustituciones

Antes de abandonar la isla, fuese cual fuese el motivo que nos impulsó, casi todos tuvimos que sentir una extraña resistencia, en los días finales, en las horas que eran estertor y apego (el desprendimiento de la costumbre) que nos convencía de aquella certeza sólo discernible por nosotros mismos: sería imposible reemplazarnos.
   Quien se marcha, busca consuelos de tal naturaleza: “No podrán ocupar mi espacio.” Infructuoso bálsamo, nunca cerrará la herida que evidencia lo que fue arrancado, o cortado con arte para simular una inserción. Quizás sea nuestro único aliciente, sabiendo que vamos hacia lo irreversible, al segundo nacimiento, a la primera muerte.
   En los pueblos pequeños los desplazamientos funcionaban de otra suerte. Para algunos, emigrar era casi difuminarse. Era la invisibilidad y la resignación a convertirse en murmullo y rescoldos, para luego apagarse completamente. Un día teníamos un vecino, afable o taciturno. Al día siguiente, teníamos un fantasma.
   Hay quienes se ocupan de tabular esas ausencias, y de imaginar los escenarios posibles, de no haberse producido. En mi pueblo, alguien mantiene una lista espectral y juega a la especulación: “Ahora él estaría haciendo esto, y viviría allí, en la casa de la mujer que dejó atrás, la que estaba destinada a acompañarle hasta el fin.” Cada uno de sus espectros persiste en demarcar los espacios que reclaman los suplentes, intencionales o no. Sí, porque hay cuerpos que se expanden sobre lo inevitable: un hombre que no nació para blandir el hacha marcial, tropieza con ella al ser borrado el destinatario original, y la usa para cortar leños.
   Otros se consuelan con su pobre versión de la metempsícosis, creyendo que lo que fue segado por el hombre habrá de ser restituído por el dios: habrá un reencuentro como pago del despojo.
   Alguien me escribe desde allá: “Nadie sabe que cada cual construye su propio paraíso. Todo eso que anhelas y no se te da, y que enmarcas en lo posible, es tu paraíso aguardándote. No vale la pena creerse otra cosa, un salón o una pastura llena de feligreses dando vivas. Eso sería, cuando menos, el averno.”
   Dos mundos paralelos, muchos argumentos se siguen desprendiendo de esa tesis. Aquí hablamos o cantamos, sabiendo que permanecemos silenciosos en el plano conjetural. Los suplentes acumulan páginas, ritos, pequeños triunfos que debieron ser nuestros.
   Será difícil convencernos de que somos prescindibles, y de que nos han repuesto exitosamente. Un sitio diezmado por la plaga y la guerra no merece, no puede redimirse gracias a nuestra incorporeidad, decimos hoy. Podrá atenuarse la devastación, pero no habrán de resucitarnos en otros.
   La isla es un telón alfilereado, que si se muestra a contraluz deja ver los miles de pequeños orificios que esplenden: nuestra ausencia.

© Manuel Sosa

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