Llamarse poeta o representarlo ha de significar,
para muchos, un inconveniente a la hora de encarar la Lógica y debatir sobre
proporciones y practicidad. Ser poeta implica atenerse a otras reglas, nunca
las que se piden seguir; mucho menos las que un orden físico impone en aras de
salvar conceptos difusos como la soberanía, el civismo y la sensatez. A un
poeta se le podrá reprochar su falta de responsabilidad, su falta de visión
política, su egoísmo. Quizás sean, de un modo tan antojadizo que no sabríamos
ni explicarlo, sus mejores armas.
Si se me
dispensa la obviedad: sin ingenio ni dominio del lenguaje el poeta no llega a
parte alguna. No es extraño que un buen escritor sobreviva por el día imitando
otros estilos, haciendo de traductor, redactando documentos y revisando
ponencias por encargo; y por la noche: escribiendo su propia obra. El poeta, si
quiere, puede imitar la redacción del funcionario, hacerla creíble y venderla
como pieza auténtica. Ya sabemos: lo contrario no ocurre. Cuando el funcionario
materializa aspiraciones estéticas, por mucho que las aderece, no se sostendrán
por mucho tiempo, ni resultarán convincentes.
Yo no creo
en el posible prodigio de una hacienda quimérica (“improductiva”, diría
alguien) que se sostenga a costa de otra ventajosa, idónea y respaldada por el
poder oficial. Usted tendrá que decidirse: escribe trenos o actas. La línea
divisoria no la diluyen las intenciones ni el talento. Componer y redactar
siguen siendo cosas diferentes. Al poeta, que no lo manejen las circunstancias,
y que sólo compare su obra visible con la obra posible. Al funcionario, para no
pedirle mucho, que se limite a funcionar dentro del mecanismo que le sostiene.
La llamada
Generación de los Ochenta en Cuba, dispersa como ninguna otra, sigue tratando
de desentrañar el credo que habrá de conciliarla con el país y su sentido
ulterior. La siguen marcando las escisiones, los desencuentros, el énfasis
político, el prurito verbal. Y pudiera agregarse: la manera en que cada cual ha
expuesto su entereza. Nadie ha podido levitar en atmósferas neutrales, teniendo
siempre que lidiar con tanta afanosa Realidad. Porque no es exiliarse o
permanecer, hacer silencio o amplificar la voz. El reto ha sido siempre, ni más
ni menos, hablar y escribir con honestidad, dígase lo que se diga.
De cómo la
pátina del funcionario ha revestido a ese poeta que leíamos ayer nos cuenta su
retórica oportuna, y las omisiones que adivinamos cuando describe sus propias
frustraciones. Yo no hubiera querido crecer junto a futuros embajadores y
titulares, junto a esos que alguna vez sintieron el peso del Poder y ahora
trasudan obediencia. Pero ahí estamos, en las mismas antologías, compartiendo
esa voz que ahora la crítica acusa de ser recitativa. Y compartiendo, por
demás, ataduras físicas. Los que fueron investidos allá en la isla, cuando
viajan a otros países, tienen a bien guardar su credencial cartaginesa y
sentarse a la mesa romana, tras el disfraz de turno. Los que regresamos a la
isla debemos someternos al escrutinio y al reciclaje que nos devolverá,
provisionalmente, la calidez del hogar. Tan atados a los procesos, somos el
Proceso.
Así que
hoy, si me hablan de sueño común, compilatorio y generacional, yo prefiero
imaginar un país donde no se comercie con la miseria de nadie, sea poeta o
funcionario. Un país donde se pueda distinguir claramente quién es uno y quién
el otro, sin tener que leerlos para darnos cuenta.
© Manuel Sosa
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