Vistas de página en total

miércoles, 10 de mayo de 2017

Tareas de poeta, tareas de funcionario

Llamarse poeta o representarlo ha de significar, para muchos, un inconveniente a la hora de encarar la Lógica y debatir sobre proporciones y practicidad. Ser poeta implica atenerse a otras reglas, nunca las que se piden seguir; mucho menos las que un orden físico impone en aras de salvar conceptos difusos como la soberanía, el civismo y la sensatez. A un poeta se le podrá reprochar su falta de responsabilidad, su falta de visión política, su egoísmo. Quizás sean, de un modo tan antojadizo que no sabríamos ni explicarlo, sus mejores armas.
   Si se me dispensa la obviedad: sin ingenio ni dominio del lenguaje el poeta no llega a parte alguna. No es extraño que un buen escritor sobreviva por el día imitando otros estilos, haciendo de traductor, redactando documentos y revisando ponencias por encargo; y por la noche: escribiendo su propia obra. El poeta, si quiere, puede imitar la redacción del funcionario, hacerla creíble y venderla como pieza auténtica. Ya sabemos: lo contrario no ocurre. Cuando el funcionario materializa aspiraciones estéticas, por mucho que las aderece, no se sostendrán por mucho tiempo, ni resultarán convincentes.
   Yo no creo en el posible prodigio de una hacienda quimérica (“improductiva”, diría alguien) que se sostenga a costa de otra ventajosa, idónea y respaldada por el poder oficial. Usted tendrá que decidirse: escribe trenos o actas. La línea divisoria no la diluyen las intenciones ni el talento. Componer y redactar siguen siendo cosas diferentes. Al poeta, que no lo manejen las circunstancias, y que sólo compare su obra visible con la obra posible. Al funcionario, para no pedirle mucho, que se limite a funcionar dentro del mecanismo que le sostiene.
   La llamada Generación de los Ochenta en Cuba, dispersa como ninguna otra, sigue tratando de desentrañar el credo que habrá de conciliarla con el país y su sentido ulterior. La siguen marcando las escisiones, los desencuentros, el énfasis político, el prurito verbal. Y pudiera agregarse: la manera en que cada cual ha expuesto su entereza. Nadie ha podido levitar en atmósferas neutrales, teniendo siempre que lidiar con tanta afanosa Realidad. Porque no es exiliarse o permanecer, hacer silencio o amplificar la voz. El reto ha sido siempre, ni más ni menos, hablar y escribir con honestidad, dígase lo que se diga.
   De cómo la pátina del funcionario ha revestido a ese poeta que leíamos ayer nos cuenta su retórica oportuna, y las omisiones que adivinamos cuando describe sus propias frustraciones. Yo no hubiera querido crecer junto a futuros embajadores y titulares, junto a esos que alguna vez sintieron el peso del Poder y ahora trasudan obediencia. Pero ahí estamos, en las mismas antologías, compartiendo esa voz que ahora la crítica acusa de ser recitativa. Y compartiendo, por demás, ataduras físicas. Los que fueron investidos allá en la isla, cuando viajan a otros países, tienen a bien guardar su credencial cartaginesa y sentarse a la mesa romana, tras el disfraz de turno. Los que regresamos a la isla debemos someternos al escrutinio y al reciclaje que nos devolverá, provisionalmente, la calidez del hogar. Tan atados a los procesos, somos el Proceso.
   Así que hoy, si me hablan de sueño común, compilatorio y generacional, yo prefiero imaginar un país donde no se comercie con la miseria de nadie, sea poeta o funcionario. Un país donde se pueda distinguir claramente quién es uno y quién el otro, sin tener que leerlos para darnos cuenta. 

© Manuel Sosa

No hay comentarios:

Publicar un comentario