Uno de los placeres que me proporciona la relectura
de Calibán, ensayo programático y
diatriba personal del siempre oportuno Roberto Fernández Retamar, es la
verificación de su sometimiento gradual a variables sucesivas: de la euforia
revolucionaria, pasando por los innumerables ajustes de enfoque, hasta el
momento bolivariano actual. La visible energía de 1971, cuando todo apuntaba a
una redención del personaje deforme y su relato marginal, se lee hoy como mera
ilustración de un proceso en su fase más bullente y que por regla no concebía
réplicas o enmiendas. Pretender aplicar fórmulas imperiales o intentar su glosa
entusiasta garantizaban el estigma colonialista, la anulación del propio ser.
Descreer del orden reivindicativo castrista merecía cuando menos el
aplastamiento. Tal era el propósito de aquellas páginas: aplastar y servirse
del capital de credibilidad que aún conservaba la revolución. Y de cierta
manera, servir de corolario revitalizador del otrora panfleto martiano
"Nuestra América", aquel que remataba con la imagen del Gran Semí,
sentado en el lomo del cóndor regando la semilla de la América nueva.
El autor de
Calibán se entretiene con algunos
nombres, y no le preocupa el cariz subjetivo de su ataque: Carlos Fuentes, Emir
Rodríguez Monegal, Severo Sarduy. Aquí repite el tono admonitorio de su carta
abierta a Neruda (un cotejo entre ambos documentos demuestra las afinidades
estilísticas), pese a que ya ha comprobado las consecuencias de la lectura
prejuiciada de cualquier hecho u obra. Está purgando su condición de escriba,
siendo objeto de escarnio por parte del chileno, y vuelve a emplear el mismo
tono enfático contra el enemigo de ocasión. Hay que releer su apreciación de la
escritura de Borges como "un peculiar proceso de fagocitosis" y de su
condición "colonial" para darnos cuenta del grado de impunidad que
había adquirido para entonces nuestro implacable funcionario cultural.
De muchas
maneras, Retamar ha tenido que tragarse casi todo cuanto ha escrito. Se ha
justificado alegando el peso de las circunstancias, (la típica excusa
castrista, esa que no señala culpables) y ha tenido que agregar notas
aclaratorias por aquí y por allá. De él escribió Neruda en los siguientes
términos: "En La Habana y en París me persiguió asiduamente con su
adulación. Me decía que había publicado incesantes prólogos y artículos
laudatorios sobre mis obras. La verdad es que nunca lo consideré un valor, sino
uno más entre los arribistas políticos y literarios de nuestra época."
Fue así que
lo vimos correr a Buenos Aires para sacarle una autorización editorial a
Borges, y allí rendirle la pleitesía más descarnada, pese a que esas páginas
que pretendía antologar eran "el testamento atormentado de una clase sin
salida". Tampoco tuvo reparos en aceptar una invitación como jurado al
Premio iberoamericano de poesía "Pablo Neruda", en Chile, sin pedir
excusas a los chilenos que aún guardan en la memoria aquella carta y los
sinsabores que le trajo al poeta de Isla Negra.
Pero el
acto justiciero mayor, como ya dije, es la relectura de Calibán (que, por cierto, se transformó en Caliban, palabra llana) en su calidad de pieza museable. Con el
advenimiento del siglo XXI el exceso de coraje se ha volcado en acciones que
nada tienen de justicieras: la guerrilla mestiza se especializa en tráfico de
estupefacientes, en secuestros de civiles. El vínculo entre clase, raza y
solvencia económica se ha ido esfumando. El elemento racial no tiene la
visibilidad de hace cuatro décadas. La violencia ha quedado en las palabras, en
su expresividad. De repente, los gobiernos buscan ser inclusivos, para
sobrevivir. La excepción la constituyen los que antes alardeaban de ser
progresistas, cuya eficacia represiva les permite acallar cualquier tipo de
disidencia. Y es que ninguna sociedad será capaz de vindicar a la especie
humana si precisa basarse en latitudes, fisonomías, aceleración de procesos
sociales, ideologías... El Calibán resemantizado, vestido con el atuendo civil
que Ariel le prestó, terminó sentado a la mesa de las negociaciones.
Asintiendo, cediendo, aprendiendo reglas de diplomacia. Y Próspero, refugiado
en una cátedra del Norte, le otorga becas y le dedica estudios culturales.
Para la
universidad capitalista Calibán no deja de ser sujeto atractivo en tanto figura
curricular, pues constituye otro símbolo que agregar al rosario de expiaciones.
Como concepto-metáfora, no debemos creerle al autor cuando nos asegura una
vigencia que se basa en su utilidad para hacerle oposición al sosegado
Próspero. Sin embargo, el propósito definitivo de su bestia ha de ser otro: el
de confirmar la vuelta al pasado, a la animalidad original. ¿Qué mejor concepto
pudiera describir el estado corriente del neocastrismo, el fenómeno bolivariano
que arrecia su empuje simiesco a todo lo que no tolera o comprende? ¿Qué mejor
destino para Fernández Retamar, firmador de cartas oficiales, el que su
personaje represente a la turba que agrede a las mujeres de Cuba y a los
estudiantes de Venezuela?
Ahora que
está a punto de ser disculpado por los años, no se me ocurre clasificación más
apropiada: un escritor excesivamente atento a las circunstancias. Quizás el más
atento del gremio cubano, siempre aguardando el momento propicio, casi
adivinando el capricho de sus superiores, la pluma impaciente...
© Manuel Sosa
No hay comentarios:
Publicar un comentario