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miércoles, 28 de junio de 2017

Una legitimación de la legibilidad

Hasta el más sesudo tratadista disfruta de una atenuación en el rigor de su acostumbrada lectura, y baja un peldaño a refrescarse en la limpidez de otras: placeres culpables, antífonas, sensacionalismos. Conozco a un brillante intelectual cubano que confiesa usar a Guillén para relajarse luego de su fatiga lezamiana. La inextricable maraña de libros como Dador puede causar una verdadera cefalea a quien busque entender de la manera tradicional. “Entender”, para ese tipo de lector, es seguir una secuencia lógica, desovillar un párrafo, palabra tras palabra, para poder comprobar su desenvolmiento.
   Tradicionalmente, se usan términos infelices que definen el grado de comprensión de la lectura. Y me animo a aclararlo: comprender como decodificar. Por supuesto, es en la crítica de poesía donde se emplean, y no entre los que reseñan la prosa, que por lo general se concentran en situaciones y personajes, cuando no en técnicas y planos narrativos. En el caso cubano se separa lo “coloquial” de lo “hermético”. Se habla de poesía “conversada” en oposición a la “oscura”, buscando diferenciar los textos que secuencian hechos de los que se limitan a insinuarlos.
   Si bien no existe un lenguaje puramente racional, estando la metáfora tan enraizada en nuestras vidas y en nuestra expresión cotidiana, tampoco puede aspirarse a disfrazar el léxico con la presunción de elevarlo. El primer gran error del amanuense novato, si de un versificador se tratara, es usar circunloquios para evitar ser explícito, de buscar vanas elipsis en lugar de conmover a su lector haciéndole ver las cosas de un modo inesperado. Se agradece más la sorpresa que el eufemismo evidente o la alusión que nadie, salvo el autor, podrá reconocer.
   Habrá que echarle la culpa a Mallarmé y a los simbolistas, que descubrieron lo mucho que faltaba por recorrerse en cuanto al uso de la palabra. Cercano a nosotros, Vallejo sacó provecho de una visión candorosa e imitó el habla del niño, llegando a variar la ortografía y la tipografía para decirnos más sin llegar a la jerigonza. Si alguien viniera con el cuento de que Trilce es un libro “hermético” habría que abofetearle. Y sin embargo, se debe reconocer que Vallejo ponía empeño en nublar actos cotidianos: defecar, imaginar el cuerpo de una mujer, masticar. Un lector avezado podrá identificarse con sus poemas, sin necesidad de “entender” todo lo que está pasando.
   Lo mismo podrá decirse de Lezama, a quien se acostumbra mostrar como paradigma de un cifrado. Leerle es un acto de emancipación, siempre que no se tenga preestablecido un formulario o un croquis. Se cuenta que logró desarmar a un inquisidor de su hermeticidad usando los versos martianos “en el canario amarillo / que tiene el ojo tan negro”. Un mal ejemplo para salir de paso, pues nada de esa imagen escapa al raciocinio. Es un simple contraste, una paradoja entre tantas. Hubiera podido buscar, inclusive, en la música popular, para encontrar infinidad de letras huidizas. Acude a mí, ahora mismo, esa letra insuperable, sobre todo el final de “Convergencia”, canción de Bienvenido Julián Gutiérrez y Marcelino Guerra: “La línea recta que convergió / porque la tuya final vivió”.
   Justo es reconocer que no toda escritura es legible sin haberse previamente armado de pericia. Ciertos libros requieren más esfuerzo que otros. Los de poesía acaparan lectores especializados, para bien o mal del autor (y del comercio libresco). Si no existeran esos lectores de dotes extraordinarias, el Ulises de Joyce hubiese demorado mucho más en ser admitido en las librerías norteamericanas. John M. Woolsey, como juez de distrito; y Augustus Noble Hand, como juez de apelaciones, determinaron que Ulises no era obsceno.
   ¿A quién se le ocurriría racionalizar versos como: “colúmpiate, lindón que el viento estudia” o “el recién puerco cava y llora en el melón”? ¿No constituyen un disfrute por sí solos, la palabra hecha picardía, la palabra rompiendo el vidrio de lo Usual?

© Manuel Sosa

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