Hasta el más sesudo tratadista disfruta de una
atenuación en el rigor de su acostumbrada lectura, y baja un peldaño a
refrescarse en la limpidez de otras: placeres culpables, antífonas,
sensacionalismos. Conozco a un brillante intelectual cubano que confiesa usar a
Guillén para relajarse luego de su fatiga lezamiana. La inextricable maraña de
libros como Dador puede causar una
verdadera cefalea a quien busque entender de la manera tradicional. “Entender”,
para ese tipo de lector, es seguir una secuencia lógica, desovillar un párrafo,
palabra tras palabra, para poder comprobar su desenvolmiento.
Tradicionalmente, se usan términos infelices que definen el grado de
comprensión de la lectura. Y me animo a aclararlo: comprender como decodificar.
Por supuesto, es en la crítica de poesía donde se emplean, y no entre los que
reseñan la prosa, que por lo general se concentran en situaciones y personajes,
cuando no en técnicas y planos narrativos. En el caso cubano se separa lo
“coloquial” de lo “hermético”. Se habla de poesía “conversada” en oposición a
la “oscura”, buscando diferenciar los textos que secuencian hechos de los que
se limitan a insinuarlos.
Si bien no
existe un lenguaje puramente racional, estando la metáfora tan enraizada en
nuestras vidas y en nuestra expresión cotidiana, tampoco puede aspirarse a
disfrazar el léxico con la presunción de elevarlo. El primer gran error del
amanuense novato, si de un versificador se tratara, es usar circunloquios para
evitar ser explícito, de buscar vanas elipsis en lugar de conmover a su lector
haciéndole ver las cosas de un modo inesperado. Se agradece más la sorpresa que
el eufemismo evidente o la alusión que nadie, salvo el autor, podrá reconocer.
Habrá que
echarle la culpa a Mallarmé y a los simbolistas, que descubrieron lo mucho que
faltaba por recorrerse en cuanto al uso de la palabra. Cercano a nosotros,
Vallejo sacó provecho de una visión candorosa e imitó el habla del niño,
llegando a variar la ortografía y la tipografía para decirnos más sin llegar a
la jerigonza. Si alguien viniera con el cuento de que Trilce es un libro “hermético” habría que abofetearle. Y sin
embargo, se debe reconocer que Vallejo ponía empeño en nublar actos cotidianos:
defecar, imaginar el cuerpo de una mujer, masticar. Un lector avezado podrá
identificarse con sus poemas, sin necesidad de “entender” todo lo que está
pasando.
Lo mismo
podrá decirse de Lezama, a quien se acostumbra mostrar como paradigma de un
cifrado. Leerle es un acto de emancipación, siempre que no se tenga preestablecido
un formulario o un croquis. Se cuenta que logró desarmar a un inquisidor de su
hermeticidad usando los versos martianos “en el canario amarillo / que tiene el
ojo tan negro”. Un mal ejemplo para salir de paso, pues nada de esa imagen
escapa al raciocinio. Es un simple contraste, una paradoja entre tantas.
Hubiera podido buscar, inclusive, en la música popular, para encontrar
infinidad de letras huidizas. Acude a mí, ahora mismo, esa letra insuperable,
sobre todo el final de “Convergencia”, canción de Bienvenido Julián Gutiérrez y
Marcelino Guerra: “La línea recta que convergió / porque la tuya final vivió”.
Justo es
reconocer que no toda escritura es legible sin haberse previamente armado de
pericia. Ciertos libros requieren más esfuerzo que otros. Los de poesía
acaparan lectores especializados, para bien o mal del autor (y del comercio
libresco). Si no existeran esos lectores de dotes extraordinarias, el Ulises de Joyce hubiese demorado mucho
más en ser admitido en las librerías norteamericanas. John M. Woolsey, como
juez de distrito; y Augustus Noble Hand, como juez de apelaciones, determinaron
que Ulises no era obsceno.
¿A quién se
le ocurriría racionalizar versos como: “colúmpiate, lindón que el viento
estudia” o “el recién puerco cava y llora en el melón”? ¿No constituyen un
disfrute por sí solos, la palabra hecha picardía, la palabra rompiendo el
vidrio de lo Usual?
© Manuel Sosa
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