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viernes, 16 de junio de 2017

Introducción a la Metatranca

“La imagen, al comprenderse en su carácter de sistema, reformula el presupuesto del logos dentro de su propia serie de funtivos, o sea, lo somete, desde su sometimiento, a su expresión estructural, a su semiotización; todo a partir de aquellos sincretismos que pone en juego en su metadiscursividad. Un producto que se reproduce indefinidamente en su imagen termina por representar más, no solo en el ámbito de la percepción masiva, sino también, y con índices que pudieran alarmar a los puristas, en buena parte de los ámbitos de especialización. Así, los mecanismos propios de la economía racional siguen en ventaja, no solo desde el punto de vista del desnivel en los patrones de conocimiento cultural del receptor, masivo o experto, sino en las posibilidades de viabilizar el sustento de proyectos que cambien los modos perceptivos. De ahí que sea imprescindible la especialización en el debate de conjunto con una necesaria sacudida de prejuicios en el interior de la crítica. Constituye, entre otras cosas, una digresión metatextual que marca su compromiso estilístico con la exotopía. Porque el distanciamiento exotópico constante es un viaje iniciático que, a través del sentido universal codificado, equipara el suceso cotidiano a esa herencia cultural.
   Pero es en la capacidad discursiva del discurso mismo, en su mínima estrechez metodológica, en su producción tropológica elemental, en su manera de hacer que cada elemento sea, en principio, idéntico a otro, donde se fundamenta esa constante aprehensión de otredad en la escritura… Así, el autor predice la constante necesidad de un otro —receptor pleno acaso— portador de una conciencia cultural atemporal, extradiegética y constante, que fundamente el proceso de la comparación en el plano receptivo. La educación cultural requiere una esencial paradoja significacional: más pragmatismo en el ámbito expresivo y menos pragmatismo en la esfera de la comunicación.
   El procedimiento de interacción entre los niveles metadescriptivos y los aprehensivos define, al menos para una semiótica de la cultura, el concepto que necesitamos para la operatividad científica, tanto en el plano epistemológico como en el estrictamente significativo. La sintetización difumina los conjuntos en virtud de los rasgos redundantes y de los paradigmas dados generalmente en mitemas, ideologemas e idiolectemas. La sincretización, por su parte, condiciona complejos procesos sustitutivos en los cuales la suma de elementos y rasgos connotados llegan, incluso, a abigarrar los diferentes contextos. Ocurre en realidad una desconstrucción constante, una imposición de la aprehensión semiótica trasvestida en el discurso narrativo. La proyección intergenérica, por tanto, regenera los diálogos internos con independencia relativa, tanto de las aprehensiones que provienen de la cultura universal como de los géneros que, desde esos mismos bloques culturales, le sirven de contrapartida. Esta sobrenaturaleza engendrada por la penetración de la imagen en la naturaleza, da fe de la inmanencia de un concepto de cultura mediante el cual se presenta a un hombre que alcanza semejante dimensión solo si ha llegado a ser otro, mediante la imposición transformadora de la imagen. Es decir, la alteridad que la imagen representa e impone como el camino a la meta cultural humana.
   La identidad dividida, resultante de ese proyecto de traspaso logocentrista, crea, en el plano de la sociedad civil, luchas de desgaste; en lo económico, genera quiebra de fronteras y parcelación de los presupuestos de desarrollo, así como dependencias explícitas; en la cultura, el logos se encargará de ir conformando un doble: la imagen, que será la figura mediante la cual el marginado burla los ideologemas de los centros de poder. Es, en realidad, el enfrentamiento traumático con un otro, capaz de destruir todo peligro de unidad y, a fin de cuentas, la imposición de la imagen, la búsqueda de la originalidad por el plurilingüismo genérico. Pero, de todas formas, la ruptura del código —la imagen narrativa abruptamente impuesta en el ensayo— crea un caos en la hermenéutica. Ello, desde luego, no lo expulsa de la condición genérica asumida para cada caso, sino que lo coloca en un mirador necesariamente exotópico, llamado a la incansable búsqueda identificatoria de la alteridad, al deber de conseguir la sobrenaturaleza a través del viaje iniciático y constante que la imagen impone.
   Y no se trata de separar tajantemente el logos de la imago, pues se hallan en una relación lo suficientemente directa como para que no estén a riesgo de una efectiva contaminación. De modo que también se reestructuran las actualizaciones del logos, en un constante sentido de supervivencia, en tanto las obsolescencias de la imago recurren a diferentes instrumentos de comunicación y percepción del universo circundante. La necesidad de hallar códigos comunes que faciliten la operatividad de la significación enfrenta la identidad del dominador con la identidad del dominado. El dominador se impone buscando una aculturación, pero el dominado no puede evitar su tradición, su arraigo auténtico, así que ante la imperiosidad de asimilar los códigos impuestos, los sincretiza. La cultura, además de en las metadescripciones, se automodela en los discursos específicos, como resultado esencial de los segmentos de intercambio que realizan los sujetos que la emplean y traslucen en la praxis natural sus estructuras. Estos sujetos no suelen operar en niveles metatextuales, sino en extensiones aprehensivas y, a partir de ese proceso operativo, en niveles metatextuales inmediatos, deícticos, cuya comprobación factual no tarde más que lo que la acción práctica prescribe.
   No obstante, para el carácter popular de las manifestaciones culturales es esencial el papel que juegan en el contexto comunicativo la incidencia de los dominados en el desarrollo de las condiciones normales de dominación, por cuanto influyen, desde la imago, en los procesos de legitimación del logos. Y, en este proceso, la expresión popular de la cultura se constituye en el ámbito de manifestación de la perspectiva dialéctica entre el logos y la imago. El nivel metadiscursivo se desempeña, por tanto, en un acercamiento permanente, presto a sacrificar cualquier establecimiento de categorías a favor de nutrir la función significante y en virtud de no perder nunca de vista las transformaciones discursivas.
   La imago produce un doble espacio, un espacio otro, imaginario, sobre el topos inmediato, y un tiempo único que se actualiza y que, por ello, viene desde el pasado, desde la historia y hasta ese mismo presente en que la imagen se actualiza. La codificación, por tanto, no será nunca un estrato, sino un mecanismo de asociación primaria capaz de conceder la germinación de una función semiótica. No es posible, entonces, la existencia de códigos como entidades, sino la aparición continua de maneras de codificación cuya movilidad les permite subsistir mediante la renovación y la reformulación siempre infinitas.
   Un evento ilocutorio en apariencia sin sentido, pongamos por caso, contiene, en su trasfondo al menos, algún constructo semántico capaz de hacerlo pertinente. Se trata de un procedimiento deconstructivo de continua circularidad que actúa cual condición para que todo acto de semiosis se produzca en virtud de un uso comunicativo. El sistema es un modelo móvil y de aplicación múltiple que, aun así, no abarca a plenitud el itinerario del conocimiento en el transcurso del proceso cultural. De ahí, que la noción de sistema en la cultura, también tenga, como en el caso del signo, un carácter permanente y permanentemente efímero. Aunque, a diferencia de la estructura  que conforma al signo, su objetivo radica en la construcción de un metasistema capaz de distanciarse del sistema antes formado y de la formación sociocultural a la cual se vincula. Toda teoría debe ser, entonces, metacultural, puesto que surge dentro del metasistema inherente al proceso cultural, para adentrarse en el universo perceptivo cuyo conducto es el conocimiento dispuesto a nutrir la nueva tradición cognoscitiva. La correspondencia numérica entre objetivos y niveles no presupone una distribución isomórfica entre ellos; es decir, no se trata de que entre unos y otros se establezca una relación traslaticia de compartimentación escalonada.
   Así, cuando se logre que el signo, desde su condición mínima, trascienda al estatuto propio de la función significante, estaremos en condiciones de adquirir una permanente y permanentemente efímera concepción semiótica de la cultura, puesto que en el interior de sus sistemas se manejan conceptos, nociones y entidades muy heterogéneas que piden ser integradas a un mismo lenguaje y, muchas veces, a un mismo discurso. ¿Cuáles son, por tanto, los procedimientos que nos revelan la presencia y pertinencia del interpretante? Denotación, multiplicación, sustitución y connotación, los dos primeros en un grado simple y los segundos en un grado complejo, definen la presencia de ese imprescindible interpretante.
   Todo acto de significación, toda puesta en marcha de una serie de ejercicios semiósicos, contiene el recurso mediante el cual pide ser explicado. Cuando las normativas culturales dominantes imponen sus prácticas ideológicas concretas, las reglas de los dominados se metaforizan, empleando, instrumentalmente para sus objetivos, la parafernalia del dominador. Para el nivel axiomático, más que una necesidad, es una exigencia tomar en cuenta que en él se cierra el ciclo del sistema teórico y, además, que, ante la aparición de otro posterior, puede convertirse en un constructo globalizador o en un elemento nutricio de ese sentido emergente que lo suplantará. Si los delimitamos por niveles y compartimentamos su efecto, se convierten en paradigmas estáticos que, en el menor de los males, desorientan el avance del conocimiento científico e, incluso, de las percepciones empíricas que llevan a entender la cultura en su justa dimensión dialéctica. El nivel taxonómico recoge entonces el espectro de especialización del nivel metadiscursivo, para llevarlo a un proceso de interdependencia que permita probar tanto el carácter inagotable de sus procedimientos como la operatividad de los presupuestos desde los niveles más universales hasta las especificidades más estrictas.
   Toda tipología, por tanto, no debe ser más que un breve corte sincrónico en cualquiera de los niveles del metasistema. Esta percepción de inmanencia sistémica, que el estructuralismo llevó a extremos metafísicos, peligra sobre el nivel taxonómico, pues ella es parte de las conclusiones que se obtuvieron a partir de disecciones fundamentales para la investigación y el análisis cultural. De ahí que la aproximación sincrónica tampoco complete el método de análisis en la cultura y que muchos acercamientos no arriben a conclusiones profundas, permanentes, pues se limitan a indagar en sus bordes, es decir, en el nivel metadiscursivo. El signo, como estructura permanente, presenta un doble desplazamiento: simbólico, cuando la relación establecida por sus componentes internos privilegia los lazos de contigüidad, esto es, las figuraciones metonímicas, y, conceptual, cuando esa puesta en relación se fundamenta en figuraciones metafóricas, es decir, de semejanza. Esa circunstancialidad cultural se recompone, evolutivamente, mediante intertextos que, sobre la base de las inmediatas circunstancias de significación, reconstituyen los significados mismos para irse sistematizando.
   Todo signo exige, para su comprensión, una dinámica del receptor, aun cuando ésta se produzca sobre codificaciones más que establecidas desde el punto de vista del emisor, de ahí que el signo no solo conduzca a sus significados más o menos perceptibles, sino que también oriente hacia el procedimiento de semejanza estructural. Cualquier modificación en uno de los elementos que componen el signo, conduciría a modificar el signo mismo, pues, además de permanente, éste se constituye en una estructura permanentemente efímera. Corresponde a este nivel, entonces, poner en juego los procedimientos de desconstrucción, tanto de los acercamientos empíricos en los cuales se condensaba el sentido en la inmediatez perceptiva y la urgencia de un objeto de análisis del nivel aprehensivo, como de los discursos que forman el lenguaje total de la cultura y, asimismo, los discursos y metadiscursos que brotan en los lenguajes específicos de los diversos sistemas culturales.
   Al pasar al nivel metadiscursivo, el punto de mira se centra en los fenómenos sincrónicos, pues el relativo grado de unidad con que ellos se presentan facilita la aproximación analítica. De ahí que el fluir constante entre los conceptos que se conforman en el nivel sintagmático y los que dependen de la paradigmática obligue a permanentes relaciones, a una dinámica que impide el aislamiento y que, por ello mismo, pone en riesgo toda elección analítica, por necesaria que pueda parecernos, que pretenda detenerse únicamente en lo diacrónico o en lo sincrónico. Con una actitud estructural, y en el propio método que a partir de ella se conforma, es posible incorporar el método histórico como un importante componente de su interacción dialéctica, para vincularlo, en el proceso de los macroniveles, a aquello que como universal es convencionalmente percibido. La percepción de los microniveles, por su parte, puede ser asociada al espectro de lo que percibimos bajo cortes de más específico acercamiento, en sus ramificaciones casuísticas.
   Si en el nivel aprehensivo entraban en juego una serie de paradigmas ya cristalizados por el conocimiento, con el objetivo de ser reordenados en una exposición sintagmática, en el nivel metadiscursivo es preciso acercarse a una construcción sintagmática para determinar los paradigmas en que ella se sostiene. Para que se inserten transformaciones en el interior de una tradición cualquiera, es necesario que esas series de señales del sistema semántico pertinentes en el receptor, saturadas bajo el efecto de la representación reiterativa, pierdan su espesor de sentido y se conviertan en un dispositivo más del sistema sintáctico. Así, el metadiscurso se abandona a su separación, a empeños analíticos que, en su extrema defensa de ciertos paradigmas, arriesgan la relatividad de los preceptos.
   Una aprehensión adecuada del suceso cultural debe facilitar que el punto de partida de la metadiscursividad no se sature en sí mismo, para que permita a la investigación, al análisis, el salto necesario de su estancia hasta el nivel próximo: el taxonómico. El ejercicio constante de autodefinición, acumulando segmentos informacionales, cortes sincrónicos parciales y operaciones metadiscursivas, se introduce en el proceso histórico vivo para disponer, tras la sintaxis de su dialéctica elemental, ya sea en la relación contaminante con el otro, ya en la propia autonegación parcial, una continuidad del discurrir paradigmático”.

(Búsqueda y captura a cargo de: Manuel Sosa)

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