Esta creciente angustia que palpamos, entre poetas y
críticos, por jerarquizar los registros de quienes vinieron como resaca
origenista, no tiene mucho que ver con Harold Bloom y sus análisis
revitalizadores. Es una angustia que se deriva de la dispersión formal y
conceptual de la lírica cubana en los últimos años. Precisamente porque no han cuajado
ciertas promesas y porque las aparentes consagraciones se deshacen a la luz de
una relectura que se ha librado del Suceso, es que irrumpe la insistencia
electiva de poner obras y nombres en su lugar, de enunciar sin piedad quiénes
quedan y quiénes viajan.
La buena
fortuna de nuestra ensayística reciente marca el grado de arbitrariedad con que
algunos críticos, amparándose en esa aureola tan bien cargada, se atreven a
categorizar. Cada quien enuncia su canon y apila los fascículos que demostrarán
las razones de elección. Ya leíamos la lista de Roberto González Echevarría,
que no podía librarse del ademán profesoral, como si fuera satélite traslaticio
de su afamado colega de Yale, Harold Bloom. Una lista que le pidieron y ofreció
a regañadientes, como preferimos seguir creyendo, pero ello no la salva de lo
irrisorio. Porque al final es simplemente eso: una lista.
Que
nuestros ensayistas justifiquen su bien ganada aseidad no significa que su
crítica literaria sea eficiente. Habrá que cuidarse del arrobamiento y
desentrañar la validez de una incorporación, poemas como cauces, limpios del
malabarismo verbal que les sujeta. Ensayistas y críticos, siendo lo mismo, han
de saber proponer más que enunciar. Nuestra generación se arroga clarividencias
que nadie solicita. Es esa rara angustia de calcar planisferios y ubicar puntos
sobre puntos, hasta el agotamiento.
¿Quiénes se
alimentan de esas particiones canónicas, de los encuadres y las depuraciones en
el campo de la poesía cubana? Lo que está ocurriendo, justo ahora, tiene más de
desconcierto que de certidumbre. La lírica reciente no ha producido figuras de
gran peso, si las comparamos a los puntales origenistas y a otros personajes de
fácil enunciación. ¿Ha de verse como crisis, o como el natural remanso tras el
encrespamiento de las aguas?
Si se deben
amontonar propuestas sobre la balanza: Piñera, Diego, Padilla, García Marruz,
Baquero, Vitier, verificamos que ninguno se compara al indestructible Lezama
Lima. Creer que la vastedad, la historicidad y la extrañeza van a propulsar o
destruir un sistema, es no saber pensar la poesía. Creer que hacerle
contrapartida a un sistema es otra manera de igualársele, exuda más que candor.
Designar lo sentimental como gradiente y complemento del ingenio, y medir sus
dosis, es convertirse en árbitro a la fuerza.
¿Hacia
dónde se suponía que nos condujera el poema? Al ir perdiendo su maquillaje de
accesibilidad debía buscar la concentración, la visión pura de lo que no se
podía comunicar a través de argumentos. Pero he aquí que sus redactores
insisten en revestirle con emociones y efectos, sin que les importen las
tasaciones corrientes. La poesía cubana se ha dispersado tanto, que es
imposible abarcarla en un único registro. ¿Intrascendente por ser cubana, o por
ser actual? ¿Qué poeta contemporáneo, resida donde resida, es un clásico
viviente? ¿Quién rescata al que escribe versos, y le muestra al mundo? ¿Volverá
el poema a recoger los despojos, a embadurnarse de sentimentalismo, rimas,
cadencias, y ripios? Por suerte, ningún árbitro domina o decide estas
cuestiones, y tendrá que acostumbrarse a esgrimir su arrogancia sobre las
cabezas reverenciales. Pero no las nuestras.
En otras
palabras: entre tantos tipos de arrogancia, nos quedamos con la que no pretende
señalizar lo obvio. Nos quedamos con la que no pretende, ni siquiera,
señalizar.
© Manuel Sosa
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