Poesía y rentabilidad, siendo disyuntivas, no han de
anularse en la vida pública del poeta. Si a Chaucer enviaban un tonel diario de
vino, entre otras compensaciones, se resiste a ser provista la mesa
contemporánea, o rociada siquiera, por el equivalente numismático de una
estrofa. Así ocurre en el mundo real, donde el escritor despierta cuando acaba
de dormirse el corregidor.
Fortuna de
haber vivido la poesía, de haberla respirado en nuestro ducado irreal, en
nuestra isla a la deriva. Tropezar con metáforas al entrar y salir, al unirse a
la fila larguísima, al extender la mano para recibir los papeles nominales que
fueron piezas de plata. La poesía aguardaba en cada resquicio.
Pues la
isla no pudo contener tanto versar diligente: el sistema de distribución nos
pulió, nos editó, nos distribuyó por doquier. Allí ejercíamos el oficio a
nosotros asignado. Por el día, mostrar la cara utilitaria. Por la noche
escribir a gusto, leer las ediciones baratas de Huracán, tomar notas, fumar y
meditar sobre el Ser. Recuerdo mi época de carbonero, de músico de cabaret, de
profesor de Fonética, de traductor traicionando al verbo. Poeta o buhonero,
daba igual en un país estremecido por el incesante conteo de sílabas y el pase
de lista antes del noticiero.
Tanta poesía llegaba a ser virtuosismo cuando
invadía el propio almuerzo: cada ración era medida con ojo (y oído) preceptivo.
Cualquier dispensador sabía contar, y respirar en yambos. Se partían
hemistiquios como se seccionaba la guayaba, fruta ahora admitida en el banco
lexical de los talleres literarios. Todos queríamos ser asesores de algo, y
posponer las tesis para cuando viniera gente de la provincia, a podar
desaciertos y reciclar la hojarasca.
Tanta
poesía sigue generando confianza y accesos. Si un cirujano puede quedarse corto
al intentar sus alejandrinos, es muestra de que todavía persisten ciertas
claves esotéricas. Un torso pulido a fuerza de concreción no es marca negativa
ni augurio pesaroso: puede ejemplificar los factores utilitarios de la imagen.
Tanta poesía genera entendimiento, donde todos se comunican sin esfuerzo,
versificando con los actos habituales.
Oficios de
poeta sí que retengo, para enumerar a gusto: enterrador, camionero,
sicometrista, almacenero, guarda nocturno, pistero, acomodador de cine. Poetas
en bicicleta, en ómnibus, a galope tendido por los campos; poetas recogiendo
colillas y galletas tostadas por el sol; poetas destilando azúcar podrida,
cultivando arroz. Son la marca que llevó nuestra generación, caracol o matul a
cuestas. Nuestro legado ha sido un hilo de baba, serpeando, bordeando la sima.
Ha sido el esmero y la agudeza de saber manifestarnos, en obra y mano de obra,
en talleres fraternos y literarios.
Haber
dejado la isla nos apartó de la antología que vienen preparando a nuestras
espaldas: antología del acceso y del suceso; la que ha de probar que todo
oficio conduce al verbo, y que nosotros, ausentes y servidores de otro Orden,
no merecemos ser convocados.
© Manuel Sosa
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