Nadie adivinaba que aquella masa escolar, que
cantara al unísono entrando en la adolescencia, terminaría por partirse en dos
o tres facciones. En ese momento nos aunaba la poca edad; y más que todo, el
gran desconocimiento. Faltaba mucho para que los unos fueran enemigos de los
otros; y para que los que sobraban se acomodasen en las gradas para hacer de
espectadores.
Los unos se
hicieron radicales. Cosa fácil, ser radical en un país donde firmar unas líneas
extraviadas podía (puede) ser castigado con el calabozo. Aunque no hiciera
falta la consumación de hechos denodados, la radicalidad se manifestaba en
diversas maneras de obrar y decir. Las consecuencias de este extremo eran: el
exilio, el cepo, la mordaza, la degradación.
Los otros
adoptaron el radicalismo fácil: acatar la ordenanza a como diera lugar. Cerrar
los ojos y aguantar la clavada del Sátrapa, por detrás, sin aceites ni afeites.
Ellos estaban seguros de que el hueso terminaría por rodar de la mesa, para
atragantarse con él y luego ladrar agradecidos. Fueron ganando confianza y
altura. Mientras esperaban su turno seguían memorizando el credo, que un día
les haría buena falta.
Ese credo,
sin dejar de ser político, estaba disfrazado de magisterio cultural, como un
plano trascendente donde las diferencias se lograban rebasar. Partes de ese
credo estaban redactadas en tono docto, riguroso. Los enemigos civiles podían
coincidir en el plano estético. Era una especie de zona neutral, buffer zone y
mercado de ideas.
De los
espectadores, mejor no hablar. El calificativo de "espectadores" lo
decide todo.
Pero ellos,
los otros, los que han ido ocupando las sillas que codiciaban y en ello quemaron
las naves (su obra literaria, o lo que fuere) son los que nos hacen insistir.
Volver a lo mismo, como un disco rayado.
A cada rato
nos llegan amenazas. Quienes escribimos para la red, o para un periódico
cualquiera, tenemos asteriscos rojos junto al nombre, en su lista. Nos
recuerdan con nitidez. Nos amenazan con lo que pueden: "No vas a ver más
nunca a tus padres", "No entrarás", "No les publicaremos ni
una línea".
Ese tipo de
amenaza es casi siempre infalible. Conocemos intelectuales del exilio que
procuran no ofender al distante carcelero, el que guarda las llaves del bien y
del mal.
Yo prefiero
ejercitar mi escasa inventiva y gastarla en evocar los tiempos en que los
credos no nos habían separado. Me vuelvo a ver entre ellos, sin trabas, sin
comedimientos. Mis quejas no encuentran ecos, pero les ponen en jaque de alguna
manera. Mantenemos el único trasiego que nos permite sobrevivir: libros,
consejos, largas conversaciones. La miseria es inexpresable. El hambre nos
empareja. En este momento somos nuestras aspiraciones, y no sabemos que mañana
publicaremos las versiones contrarias de un mismo accidente. Ellos no nos han
amenazado aún; nosotros no describimos, como yo hago ahora, el asco más
profundo.
© Manuel Sosa
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