Vistas de página en total

miércoles, 5 de julio de 2017

De cuando crecíamos junto a futuros funcionarios

Nadie adivinaba que aquella masa escolar, que cantara al unísono entrando en la adolescencia, terminaría por partirse en dos o tres facciones. En ese momento nos aunaba la poca edad; y más que todo, el gran desconocimiento. Faltaba mucho para que los unos fueran enemigos de los otros; y para que los que sobraban se acomodasen en las gradas para hacer de espectadores.
   Los unos se hicieron radicales. Cosa fácil, ser radical en un país donde firmar unas líneas extraviadas podía (puede) ser castigado con el calabozo. Aunque no hiciera falta la consumación de hechos denodados, la radicalidad se manifestaba en diversas maneras de obrar y decir. Las consecuencias de este extremo eran: el exilio, el cepo, la mordaza, la degradación.
   Los otros adoptaron el radicalismo fácil: acatar la ordenanza a como diera lugar. Cerrar los ojos y aguantar la clavada del Sátrapa, por detrás, sin aceites ni afeites. Ellos estaban seguros de que el hueso terminaría por rodar de la mesa, para atragantarse con él y luego ladrar agradecidos. Fueron ganando confianza y altura. Mientras esperaban su turno seguían memorizando el credo, que un día les haría buena falta.
   Ese credo, sin dejar de ser político, estaba disfrazado de magisterio cultural, como un plano trascendente donde las diferencias se lograban rebasar. Partes de ese credo estaban redactadas en tono docto, riguroso. Los enemigos civiles podían coincidir en el plano estético. Era una especie de zona neutral, buffer zone y mercado de ideas.
   De los espectadores, mejor no hablar. El calificativo de "espectadores" lo decide todo.
   Pero ellos, los otros, los que han ido ocupando las sillas que codiciaban y en ello quemaron las naves (su obra literaria, o lo que fuere) son los que nos hacen insistir. Volver a lo mismo, como un disco rayado.
   A cada rato nos llegan amenazas. Quienes escribimos para la red, o para un periódico cualquiera, tenemos asteriscos rojos junto al nombre, en su lista. Nos recuerdan con nitidez. Nos amenazan con lo que pueden: "No vas a ver más nunca a tus padres", "No entrarás", "No les publicaremos ni una línea".
   Ese tipo de amenaza es casi siempre infalible. Conocemos intelectuales del exilio que procuran no ofender al distante carcelero, el que guarda las llaves del bien y del mal.
   Yo prefiero ejercitar mi escasa inventiva y gastarla en evocar los tiempos en que los credos no nos habían separado. Me vuelvo a ver entre ellos, sin trabas, sin comedimientos. Mis quejas no encuentran ecos, pero les ponen en jaque de alguna manera. Mantenemos el único trasiego que nos permite sobrevivir: libros, consejos, largas conversaciones. La miseria es inexpresable. El hambre nos empareja. En este momento somos nuestras aspiraciones, y no sabemos que mañana publicaremos las versiones contrarias de un mismo accidente. Ellos no nos han amenazado aún; nosotros no describimos, como yo hago ahora, el asco más profundo.

© Manuel Sosa

No hay comentarios:

Publicar un comentario