(QUEMANDO BASURA)
Por las noches —la luz apagada, el filamento
libre de su carga quemadora de átomos,
su esposa dormida, su respiración bajando
hasta tocar la fuente cenagosa—él pensaba en la muerte.
La casa encumbrada de su padre le dio tiempo
a que intuyese la nada que permanecía como una lámina
impoluta de espejo por detrás de su futuro humano.
Disponía de dos holguras que podía entrever, sólo dos.
Una era la festiva totalidad de las cosas:
piedras macizas y nubes, vainas al acecho, el suelo
ofreciendo resistencia a sus rodillas y manos.
La otra era quemar la basura de cada día.
Disfrutaba el calor, el peligro artificial,
y la manera en que, según iba arrojando noticias viejas,
cordeles, servilletas, sobres, vasos de papel,
las lenguas hipnóticas del orden intervenían.
(VUELO AL LIMBO)
La fila no avanzaba, aunque no había
mucha gente en ella. Bajo una luz mortecina
la empleada atendía paciente, en silencio, interminablemente
a una aturdida y numerosa familia compuesta
lo mismo por gemelitos en sus coches que por una vieja
en su torcida silla de ruedas. Su equipaje
estaba todo en cajas de cartón. El vuelo andaba atrasado,
se decía en la fila. Nos encogimos de hombros,
sumergidos en nuestros alicaídos sobretodos. La aviación
nunca había sido una idea muy natural.
Niños hastiados flotaban con caras lívidas.
Las muchachas de las tiendas permanecían petrificadas
entre las promesas de una hermosa vida extranjera.
Louis Armstrong se oía desde algún rincón en lo alto,
un hilo de gozo oculto.
Afuera, inmersos en la oscuridad ininteligible
que se estiraba para acoger los rubíes del centro comercial,
monstruos alados rondaban buscando las puertas
donde habrían de enterrar sus hocicos de koala
y extenuar nuestras dinamos.
Los muchachos de anchas camisetas y gorras invertidas
sonaban sus pies con ostentación
mientras los mozos de seguridad reían
y la voz de un ángel perdido graznaba melodiosamente
las regulaciones de la FAA. Mujeres vestidas con saris
y kimonos arrastraban, cual castigo, sus criaturas
sujetas a ositos de peluche occidentales,
y las patas de las sillas chirriaban en el comedor
mientras espectros mal pagados limpiaban los círculos de la noche
contra el suelo impasible.
Por las noches —la luz apagada, el filamento
libre de su carga quemadora de átomos,
su esposa dormida, su respiración bajando
hasta tocar la fuente cenagosa—él pensaba en la muerte.
La casa encumbrada de su padre le dio tiempo
a que intuyese la nada que permanecía como una lámina
impoluta de espejo por detrás de su futuro humano.
Disponía de dos holguras que podía entrever, sólo dos.
Una era la festiva totalidad de las cosas:
piedras macizas y nubes, vainas al acecho, el suelo
ofreciendo resistencia a sus rodillas y manos.
La otra era quemar la basura de cada día.
Disfrutaba el calor, el peligro artificial,
y la manera en que, según iba arrojando noticias viejas,
cordeles, servilletas, sobres, vasos de papel,
las lenguas hipnóticas del orden intervenían.
(VUELO AL LIMBO)
La fila no avanzaba, aunque no había
mucha gente en ella. Bajo una luz mortecina
la empleada atendía paciente, en silencio, interminablemente
a una aturdida y numerosa familia compuesta
lo mismo por gemelitos en sus coches que por una vieja
en su torcida silla de ruedas. Su equipaje
estaba todo en cajas de cartón. El vuelo andaba atrasado,
se decía en la fila. Nos encogimos de hombros,
sumergidos en nuestros alicaídos sobretodos. La aviación
nunca había sido una idea muy natural.
Niños hastiados flotaban con caras lívidas.
Las muchachas de las tiendas permanecían petrificadas
entre las promesas de una hermosa vida extranjera.
Louis Armstrong se oía desde algún rincón en lo alto,
un hilo de gozo oculto.
Afuera, inmersos en la oscuridad ininteligible
que se estiraba para acoger los rubíes del centro comercial,
monstruos alados rondaban buscando las puertas
donde habrían de enterrar sus hocicos de koala
y extenuar nuestras dinamos.
Los muchachos de anchas camisetas y gorras invertidas
sonaban sus pies con ostentación
mientras los mozos de seguridad reían
y la voz de un ángel perdido graznaba melodiosamente
las regulaciones de la FAA. Mujeres vestidas con saris
y kimonos arrastraban, cual castigo, sus criaturas
sujetas a ositos de peluche occidentales,
y las patas de las sillas chirriaban en el comedor
mientras espectros mal pagados limpiaban los círculos de la noche
contra el suelo impasible.
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