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miércoles, 31 de mayo de 2017

En contra, en desacuerdo…etc.

Lo peor que pudiera pasarle a lo que llaman “intelectualidad del exilio” sería el empeño de buscar una causa común. Forzar algo más que ese desarraigo significaría atarse a conveniencias y artificios de determinados grupos, cuyos intereses no dejarán de ser circunstanciales. Tales grupos no entienden que exceso de vileza no significa falta de eficacia. Un escritor alevoso y excéntrico no serviría como hombre público, pero agregaría otra perspectiva inusual al alma de la nación.
   Nunca antes un país (un territorio) había perdido tanta fuerza especulativa: escritores, artistas, filósofos, historiadores, músicos… Y muy pocos han podido deshacerse del ánimo insular, que pudiera significar tantas cosas, útiles o perjudiciales: ¿una perspectiva circular?
   El hecho de que existan divergencias estéticas, rivalidades, y acusaciones entre intelectuales exiliados vale más que un posible concilio y su unanimidad. Es cierto que aún no aprendemos a debatir, y que debemos pasar por encima del tono personal y los golpes bajos… Luego de la mansedumbre y la ficción ¿no viene un aprendizaje lentísimo? ¿Trasponer insultos o flotar en lo apacible? ¿Abandonar una refriega de expresividades para no llegar tarde al matinée?
   Es difícil admitirlo, pero las dictaduras me importan mucho menos que la literatura. Y creo que esa podría ser la única carta de triunfo, porque es la que más incomoda a quienes detentan el Poder. Nuestro afán de añadirnos a la totalidad, basándose en la búsqueda de verdades aparentemente incomunicables, nos otorgan una rara distinción. Si un artista o escritor exiliado puede persistir y no dejarse contener en fabularios locales o temporales, habrá cumplido con su trabajo. Después de tanta exhortación y jerga tumultuaria, después del ardid político, ¿qué razones le quedarían?

© Manuel Sosa

lunes, 29 de mayo de 2017

René Vázquez Díaz: jarabe de cundeamor

Habrá que desentrañar, si es que existe, esa teoría de las texturas donde el repasador de lo elemental logra hacerse visible puliendo sólo ciertos exteriores. Digamos, a un cubano fuera de su tierra le bastarían los consabidos ingredientes temáticos que apuntalan ruptura, nostalgia y ambivalencia (tres claves para tratar la diáspora, entre otras) y con ello conseguiría un mínimo de atención. Si hablásemos de un novelista, de un sujeto trasplantado que precisa foro, no nos debe extrañar que su obra dependa de tintes pronosticables, los que se usan para disfrazar la misma historia de siempre.
   Hablar de René Vázquez Díaz es desviarse del camino para descubrir que el presunto atajo nos condujo al sitio de antes. Esta nota señala la imposibilidad de darle satisfacción alguna, pues no sabe ganar ni perder. Ni siquiera pertenecer. Como narrador no ha conseguido vencer la descripción periferal de los emblemas cubanos. Como aguafiestas diaspórico no ha logrado disimular su odio por los círculos de poder, ya sea la selectividad arbitraria de revistas como Encuentro o el criterio artesanal miamense; su odio, asociado a su escaso sentido del humor, le acercan demasiado a la retórica fogosa que ya usan muy pocos en la isla. Pero entonces, como que los escritores oficialistas saben jugar a la paz entre congéneres, no comulgan del todo con alguien que estampa su resentimiento en cada párrafo que comete. Nadie que pretenda salvarse en la diplomacia quisiera tenerle como vecino de asiento.
   René Vázquez Díaz, al igual que su literatura, es un vaso frágil y transparente. Quebradizo y celoso de la gravitación. Leerle es verificar la certeza de que ya no nos quedan enemigos de mérito. ¿Y habrá mayor desconsuelo que ese?

© Manuel Sosa

viernes, 26 de mayo de 2017

Resaca de poesía inaugural

Todo momento que aspire a ser notable (coronación, aniversario, triunfo de las armas) procura acompañarse de una polifonía adecuada. Y no bastará la multitud, las banderas y una tarima repleta de maestresalas y convidados. Para añadir el toque mágico se inventó el oficio de versificator regis, alguien que sabría imponer silencio en el instante justo y hechizar a la audiencia: una pausa en medio del júbilo ensordecedor, el recitativo de ocasión destinado a justificar tanta gracia derramada sobre la cabeza elegida. Esa cabeza caería o no, concebiría la grandeza o el hundimiento del reino, contendría la cordura o la demencia, pero siempre ha existido la sed de emotividad, aun entre espíritus pedestres, y allí no faltaría el sabroso panegírico que conmoviera al copero más pétreo. Nadie tan oportuno y útil como un juglar de corte. Los nombres varían según la época y el mapa, pero son la misma cosa: Poeta Laureado, Consultante de Poesía, Poeta Nacional.
   Porque pese a su aparente divorcio, sostenido por la gradual especialización del verso (y a la vez, el gradual embrutecimiento del ejercicio de poder), rey y juglar convivieron sin esfuerzo durante muchos siglos, llegando en ocasiones a fundirse en una misma persona. De ese antiguo vínculo, queda acaso la “debilidad” del uno por el otro. Hemos visto al hombre de letras lanzarse a los pies del sátrapa, sin justificación aparente, y ya sabemos de la punzada que siente el caudillo al escuchar de otra voz sus propias campañas a golpe de trocaicos y anapestos. El eco de un amplio recinto sienta muy bien a la vanidad natural del declamador. El caudillo se lamenta de carecer de tiempo, de no poder revisar sus infolios secretos, porque “él también escribe sus cosas”. De tal modo, muchos símbolos y obsesiones comunes no les permiten divorciarse: la búsqueda del tono y el ritmo natural, la indagación del Sentido supremo, la redención por las obras, los gestos persuasivos, las inflexiones, el histrionismo…
   Escribir en aras de una agenda es inevitable, se diría, a juzgar por los resultados. No escribes para nadie, pero andas con el credo a cuestas. Aunque nada te encarguen, nunca has apartado ese credo de tu mesa. Lo extraño sería que un poeta no aceptase un reto. Ante el desuso del vejamen, también por esa creciente falta de impasibilidad para soportar el ridículo, la capilla prefiere el elogio. Unas cuantas estrofas suelen rellenar el agujero afectivo; la cadencia que envuelve al rebaño les entreabre la puerta y les muestra la inmensa pastura. Lágrima y moco, miradas cómplices, la comunión del instante, el Verbo como enmienda al Error.  
   Héroes no faltaron para que no faltaran los diez chelines sobre la mesa del artífice. Materia moldeable, bronce y decasílabos, mármol y elegías, que no siempre consiguieron redimirles, dada la natural esquivez del arte a ser apresado por la relatividad. Llámese justicia o infortunio, pero nunca la chapucería (palabra en sí suficiente) alcanzó su definición mejor que cuando estuvo reflejada en la estatuaria y la épica. Esas figuras tullidas, encorvadas y faltas de proporción nos siguen acompañando en el devocional de cada día. Ese arsenal de lugares comunes, dispuestos en verso, son parte del teatro gestual que instruye la memoria del ser civil.
   Y entonces, la poesía inaugural “in the august occasions of the state”, como diría el viejo Robert Frost. El imán del micrófono para otro género de multitudes: la épica del ciudadano y sus esperanzas. Ya no estamos hablando de aquella grandilocuencia tolerable a lo Whitman, Sandburg y Ginsberg. El discurso de lo inaugural se sustenta en cierta retórica terapéutica, exitosa entre pacientes cuyas neurosis sólo se aplacan con prédica evangélica y una dosis de sentido común disfrazado de “motivational speech”. Lenguaje de terapia masiva, para corazones rotos, para el próximo declamador que aparezca: “I know there’s something better down the road” nos recita una tal Elizabeth Alexander; “All of us as vital as the one light we move through”, nos dice un tal Richard Blanco. Lo más peligroso de estas transacciones melodramáticas es que uno llega a sentirse culpable de objetarlas. Porque no es lo mismo ridiculizar una estatua deforme que ponerle reparos al poema en que nuestro prójimo inscribió su propia vida. “Hay que entender, es una ocasión única, es una oportunidad para el pobre juglar…”
   Uno tiene que mirar con ternura estas coronaciones modernas, sonreír sin malicia y dejar que los feligreses consuman su pasión. Sentir piedad por alguien debe ser, todavía, un raro privilegio.

© Manuel Sosa

miércoles, 24 de mayo de 2017

La minoría seductora

Cada ciclo de ultraje
se reinventa al amanecer
cuando desnudan a los pudorosos,
a los usurpadores de pactos,
sus vicios grabados en la mesa común
como alimento que consuela tanta furia
y avidez.
Exhiben su indefensión
(siempre sobra un madero o un cepo)
y la osadía de haber ensayado el relato
que socava las fronteras.

El día no alcanza
para enumerar las marcas candentes:
no alcanza su cuerpo.
Por la noche borran parte de su culpa,
leyéndolos.

© Manuel Sosa

lunes, 22 de mayo de 2017

Aterrizaje con libro de Elvia Rosa Castro

En alguna de aquellas lecturas iniciáticas, –manuales, diccionarios, biografías- donde yo buscaba entender los credos sin tener que lidiar con los tratados originales, un conferencista hacía notar que el filósofo no se comportaba como tal en todo momento. O sea, cuando el filósofo visita el lavatorio o pide a su criada un vaso de leche tibia, es uno de nosotros. Esa aclaración me desmontaba, de cierta manera, la idea adquirida en las “Vidas…” de Diógenes Laercio y otros libros de igual pretensión, de que cuando el sabio y el genio se apartan de la pluma o la cátedra suelen dejarnos poses sublimes, anécdotas memorables y conversaciones trascendentes. (Alguien dijo alguna vez que Lezama era un poeta coloquial porque escribía como hablaba). Sin embargo, fueron los cínicos quienes por primera vez inclinaron la balanza hacia la conducta y la representación, quitándole el peso al sofisma y la deducción. El cinismo, que originalmente era impudicia y abandono del precepto social, no podía centrarse en su propia univocidad, puesto que necesitaba un referente, y a la vez un énfasis gestual. Traduciendo un poco: lo mismo pudiera decirse de un pacificador que precisa de guerras para justificar su valía. Y lo peor: que secretamente las desee. Más sencillo aún, trasladado al lenguaje de redes sociales, el único que muchos entienden por estos días: “Si alardeas de ser virtuoso, ya dejas de serlo”.
   No sé si viene al caso, pero he visto ese mismo énfasis en una zona reciente de la literatura cubana que pretende revisar los códigos formales y conceptuales; escritores que ansían cambiar el Mapa, pero que duermen y sueñan con el Mapa, que lo despliegan sobre sus escritorios y lo zarandean con sospechosa insistencia. Veo también la actitud primando sobre la escritura, el rompimiento dictado por el envanecimiento, y sobre todo: el afán performático. Ahora mismo usted finge colgarse de un árbol, provocando un operativo policial y la alarma de toda la comarca, y termina siendo antologado en una muestra de poesía neovanguardista. Usted, aparentemente, ha dado vida a la imagen. Más que el énfasis sobre la palabra, el énfasis sobre todo aquello que la circunda y la reta. Este dato, que no sé si tenga que ver con nuestra apropiación del cinismo, me ayuda a comprender la disposición que tienen algunos intelectuales cubanos a suscribir prácticas grupales, como por contagio, y a evitar una retórica para terminar fundando otra. Más que inconformismo, proclividad al mimetismo. Así, cuando leí Aterrizaje. Después de la crítica de la razón cínica, de Elvia Rosa Castro, pude sistematizar algún que otro recelo, como el que acabo de exponer. Este libro recorre el cinismo, desde su signo original de renuncia, pasando por sus derivaciones modernas, ya sean la mordacidad o el simulacro, y lo descubre como sustancia inherente a nuestra historia y nuestro canon. Aquí mismo, entre nosotros, laborioso y decidor.
   Leer a Elvia Rosa Castro puede ser un ejercicio de reformulación estilística, y una invitación a reajustar nuestra perspectiva ante la escritura. Lo primero, porque su caso de ensayista se basa en haber dado con un Tono, proeza mayor en un género donde puede bastar el argumento para justificar fallos de estilo, y viceversa: el estilo salvando la pobreza de argumentos. A Elvia Rosa le saltan el rigor, la astucia y el poder de argumentación en un discurso armado con hilaridad y franqueza. Leerla es imaginarla como interlocutora en una antesala, en cualquier sitio común, dispuesta a rematarnos con una dosis de sabiduría callejera, algún neologismo expresivo, una apostilla coloquial. Si alguien duda de que exista la marca Elvia Rosa, en este libro hay pruebas suficientes. Y lo segundo, porque desborda una seguridad en sí misma, que bien pudiera desarmar al más inspirado escribiente, uno de aquellos que dependen meramente de inspiración y retórica, que no saben qué han dicho, traspasados por un lampo sobrenatural. Y es esa seguridad en sí misma la que guía el trazado de esta muchacha, lo que la hace escribir bien. ¿Qué quedará del pobre deudor de musas, si el efecto y la marca Elvia Rosa se propagan? ¿Quién tomará dictado y verterá exquisitez formal?
    Aterrizaje… repasa las particularidades del cinismo cubano (¿virtud, necesidad?), y se detiene en el momento sublimado (en el embrollo aparentemente fundacional) de Espejo de Paciencia, donde el propio adjetivo delata nuestra temprana vocación de apatía e inercia. Luego vendrían las manifestaciones del diagnóstico, ya fuese en la colonia, en la República, en nuestro devenir como nación: silencios, martirologios, evasiones, máscaras: todo subrepticiamente permeado por ese virtuosismo en que hemos logrado aventajar a no pocos: la Simulación.

(Elvia Rosa Castro: Aterrizaje. Después de la crítica de la razón cínica. Ediciones Luminaria, Sancti Spíritus, 2012)

© Manuel Sosa

viernes, 19 de mayo de 2017

Historia del miedo virgiliano

I-Acto Primero

***Súbitamente, de la masa avergonzada surgió un tímido hombrecito de pelo pajizo, de tímidos modales, sospechoso ya por su aspecto de marica militante a pesar de sus denodados esfuerzos por parecer varonil, o si no, fino, y dijo con voz apocada, apagada, que quería hablar. Era Virgilio Piñera. Confesó que estaba terriblemente asustado, que no sabía por qué o de qué, pero que estaba realmente alarmado, casi al borde del pánico. Luego agregó: «Me parece que se debe a todo esto» —y dio la impresión que incluía a la Revolución como uno de los causantes de su miedo. (Aunque quizá se refería nada más que al multitudinario auditorio de así llamados intelectuales). Pero podría ser que aludiera a la vida del escritor en un país comunista —o sea, a esos miedos con nombres como Stalin o Castro—. Nunca lo sabremos. Una vez dichas esas palabras, Virgilio volvió a su asiento, manso, mantuano. [Guillermo Cabrera Infante]

***Ya iba a decir Dorticós: “Hablen o cállense para siempre”, cuando de pronto la persona más improbable, toda tímida y encogida, se levantó de su asiento y parecía que iba a darse a la fuga pero fue hasta el micrófono de las intervenciones y declaró: “Yo quiero decir que tengo mucho miedo. No sé por qué tengo ese miedo pero es eso todo lo que tengo que decir”. [Guillermo Cabrera Infante]

***—Por aquí se está corriendo un chismecito... de que ustedes tienen miedo de algo. ¿Es cierto? ¿Quién tiene miedo? Se hizo un silencio, y en las primeras filas se vio una mano alzarse indecisa y se oyó una voz decir quedamente: —Yo tengo miedo. Era Virgilio Piñera. —¿Miedo de qué? –replicó con firmeza el hombrón que ocupaba el estrado. —De lo que se nos quiera pedir o exigir. [Francisco Morín]

***(…)Virgilio, que era el miedo mismo pero que tenía mucho valor, contestó a Fidel. —Doctor Castro, y usted no se ha preguntado, ¿por qué un escritor debe tener miedo a su Revolución? Y porque parece que yo soy el que tiene más miedo, digo: ¿por qué la Revolución debe tener miedo de sus escritores? [Carlos Franqui]

***Se cuenta que en medio de la catarata verbal del barbado líder, algunos artistas se atrevieron a intervenir. Uno de ellos, Virgilio Piñera, pequeño, delgado, gay y poeta, le espetó una observación también antológica: “Yo no sé ustedes pero yo tengo miedo, tengo mucho miedo.” Y con la misma se sentó para molestia del orador y risita contenida de la concurrencia. [Yoani Sánchez]

***El máximo líder salió más que complacido de aquella reunión a puertas cerradas, al ver la expresión de sorpresa y temor de muchos de los allí presentes y sobre todo, por las palabras de Virgilio Piñera, uno de los intelectuales más importantes del siglo XX, cuando dijo: “Yo solo sé que tengo miedo, mucho miedo”. Eso precisamente era lo que más necesitaba escuchar el nuevo caudillo cubano de la masa intelectual: Miedo, para poder gobernar a su antojo. [Tania Díaz Castro]

***Como otros, Piñera albergaba dudas y recelos sobre el nuevo papel que debía desempeñar la intelligentsia de la isla. Y así se lo hizo saber al Comandante: “Yo quiero decir que tengo mucho miedo. No sé por qué tengo ese miedo pero eso es todo lo que tengo que decir”. [César G. Calero]

***A una pregunta de Virgilio Piñera, indicándole que tenía miedo, Castro le respondió, con una voz que resonaba por los altoparlantes: “¿Miedo de qué?”. [Orlando Jiménez Leal]

***Esa es su manera extravagante de vengarse de quienes lo acosaron porque era libre y no aplaudía con delirio a sus acosadores. Esas apariciones intempestivas las hace para recordar que fue él quien se puso de pie en una asamblea, en 1961, donde Fidel Castro anunció a los escritores y artistas que "fuera de la Revolución, nada" y les dijo a sus compañeros frente al asombrado y molesto comandante en jefe: "Yo no sé ustedes, pero yo tengo miedo, mucho miedo". [Raúl Rivero]

***Significativa fue la intervención brevísima que Virgilio Piñera llevó a cabo: "Yo quiero decir que tengo mucho miedo. No sé por qué tengo ese miedo pero es eso todo lo que tengo que decir".  [Ana Belén Martín Sevillano]

***Alguien se levantó y dijo que tenía miedo. No era un intelectual. Nunca le había interesado ser un intelectual. Si hubiera sido un intelectual hubiera tenido palabras para erigir su miedo en nombre de alguna redención.
Dijo. O graznó:
— Tengo miedo.
Y sí que tenía miedo. ¡Cómo temblaba el pájaro de cuentas! Y cuando dijo que tenía miedo, él, tan poquita cosa para aquellos nuevos tiempos, se fue derrumbando, despacio, muy despacito, y no volvió a abrir el pico en lo que le quedó de vida. [Rolando Sánchez Mejías]

***La frase, casi mussoliniana, generó un profundo silencio entre los presentes. Fidel Castro, entonces, preguntó si alguien tenía algo que decir. Pasaron unos segundos, y Virgilio Piñera se levantó para comentar en voz alta: "Comandante, yo lo único que sé es que tengo miedo, mucho miedo". [Juan B. Yofre]

***En junio de 1961, en una de las reuniones mantenidas por Fidel Castro con los intelectuales en la Biblioteca Nacional, Piñera se levantó, fue hacia el micrófono y dijo: “Tengo miedo”. Esa frase constituyó el mayor acto de resistencia de un intelectual ante la intolerancia del régimen. [Jacobo Machover]

***Tengo entendido que estaba presidida por el propio Fidel Castro quien, después de exponer sus criterios sobre un tema que era, en ese momento, más ardiente que una salsa de ají picante, hecha con “chilito habanero”, habría invitado a los participantes a expresarse y muchos lo hicieron. Virgilio permanecía en silencio y el Comandante le habría preguntado: “Y Virgilio, ¿qué dice de todo esto? ¿Por qué se mantiene tan callado? ¿Acaso no tiene opinión al respecto?”. A lo cual el escritor interpelado, hundido en su butaca, habría dicho simplemente: “Yo tengo miedo, mucho miedo”. [Monseñor Carlos Manuel de Céspedes García-Menocal]

***Y el miedo de Virgilio Piñera en enero de 1968
mientras representaban en La Habana su obra Dos viejos pánicos,
cuando Fidel le dice que diga lo que tenga que decir:
¿Qué tiene que decir? Yo quiero decir que tengo mucho miedo.
No sé por qué tengo ese miedo, pero eso es todo lo que tengo que decir. [José Fernández de la Sota]

***Tras escuchar a Fidel Castro pronunciar sus tremebundas “Palabras a los intelectuales” (junio de 1961), no pudo contenerse y soltó dos lapidarias frases que hasta hoy reflejan el sentir de todos sus colegas honestos en la Isla: “Yo quiero decir que tengo mucho miedo. No sé por qué tengo ese miedo, pero es eso todo lo que tengo que decir”. [Jorge Pomar]

***En el Congreso de Educación y Cultura, en 1971, que estrechó el marco ideológico y oficializó la arremetida homofóbica, avizorando la catástrofe contra la libre expresión y los artistas por su (des)orientación sexual, aunque tembloroso, tuvo la valentía de pronunciar frente al auditorio aquellas palabras admonitorias: “¡Tengo miedo, mucho miedo!” [Reinaldo Cosano Alén]

***Significativa fue la intervención brevísima que Virgilio Piñera llevó a cabo: "Yo quiero decir que tengo mucho miedo. No sé por qué tengo ese miedo pero es eso todo lo que tengo que decir”. [Ramón Humberto Colás]

***Tener el atrevimiento de ser el primero en hablar para decir que se tiene miedo es un gesto confuso —una cobardía demasiado evidente como para no ser taimada. Es como gritar desde un río al paseante que no mire, que estamos desnudos: provoca el efecto contrario, te hace presa de la mirada. [Mirta Suquet]

***Había escuchado de cómo es más valiente decir “tengo miedo”, que defender algo en lo que no se cree. De cómo, cuando se dice “tengo miedo”, delante de la persona que genera ese miedo en ti, cuando te presentas ante él como presa fácil, vulnerable y desarmado, ya has ganado. [Tania Bruguera]

***Tal vez la cita no sea del todo exacta y esas palabras salieran a la vez del coraje de Piñera, de la memoria de Cabrera Infante y del deseo de quienes por varias décadas vuelven a invocarlas como un ensalmo. Pero se hizo verdad entre nosotros la imagen de aquel cuerpo endeble tomando la palabra para decir su miedo. [Tamara Díaz Bringas]

***Recordado por su teatro, por su narrativa y por su poesía, Piñera es también, ha sido entre nosotros, el que dijo: «tengo miedo». En la transcripción que se conoce de la intervención de Virgilio Piñera durante las reuniones de 1961 en la Biblioteca Nacional, la frase no aparece de esta manera; sin embargo, el imaginario la ha conservado así o con ligeras variantes, siendo el testimonio de una peculiar paradoja. El que se levantó de su silla, y dijo «tengo miedo», fue el más valiente. [Jaime Gómez Triana]

II-Acto Segundo

***Durante cuatro décadas se ha difundido la versión de que Virgilio Piñera tuvo el valor de confesar que tenía miedo. La leyenda aparece en cuanto libro ha tocado el tema de las reuniones de junio en la Biblioteca Nacional. Pero el diálogo coqueto de Piñera con Castro revela un universo de negociaciones entre el intelectual y el caudillo que podría reconstruirse desde entonces hasta hoy. Piñera no dice que él tiene miedo sino que acepta la invitación de Carlos Rafael Rodríguez de hablar con «franca franqueza» sobre el trasfondo político de la censura de P.M. y del cierre de Lunes de Revolución, e informa a los dirigentes políticos que existe un «miedo virtual», una «impresión», un «rumor», algo que «está en el aire» de los círculos literarios habaneros a propósito de que el Gobierno decretará la «cultura dirigida».
El miedo a que se refiere Piñera no es, como en la leyenda, el miedo radical del artista frente a un poder totalitario, sino tan sólo la preocupación de un escritor revolucionario en torno a la posibilidad de que la política cultural de la Isla quede en manos de estalinistas. Se trata, por tanto, más de una duda que de un miedo, ya que el propio Piñera no cree que la Revolución ni confesión de timidez Fidel sean capaces de estalinizarse y, de hecho, en su intercambio con Castro no faltan las frases de adhesión al Gobierno —«yo no creo que nos vayan a anular culturalmente», «no creo que nadie me pueda acusar de contrarrevolucionario«, «porque estoy aquí, no en Miami ni cosa por el estilo»— propias de un intelectual que, lejos de oponerse, solicita garantías de que la política cultural se mantendrá dentro de los cauces del pluralismo y la vanguardia.
Tampoco falta, es cierto, la personal ironía de Virgilio Piñera, esa seña de identidad estilística de quien habla desde la literatura y desde el extrañamiento de la ideología y la política. En la frase «todos estamos de acuerdo con el Gobierno y todos estamos dispuestos a defender y morir por la Revolución, etc., etc....» es preciso leer estos últimos etcéteras como una expresión del hastío y la abulia que las retóricas del poder producen en los lenguajes del arte. Pero, con o sin ironía, la entrega a la Revolución, una entidad simbólica que aquellos escritores diferenciaban del estalinismo o del comunismo, es indiscutible, y ese dato debería ser suficiente para abandonar la noción de «colaboracionismo» a la hora de analizar las políticas intelectuales de los artistas cubanos, por lo menos, en la primera mitad de los años 60. [Rafael Rojas]

***Los asistentes a las sesiones de la Biblioteca se confiaron demasiado de la memoria y repitieron la anécdota del miedo, que parecía auténtica y que se prestaba, como todo lo virgiliano, a propalarse fácilmente. Solo tras la intervención de los investigadores, con los documentos en la mano, apareció el retrato completo. [Néstor Díaz de Villegas]

III-Acto Tercero [La Transcripción]

[VIRGILIO PIÑERA] Como Carlos Rafael ha pedido que se diga todo, hay un miedo que podíamos calificar de virtual que corre en todos los círculos literarios de La Habana, y artísticos en general, sobre que el Gobierno va a dirigir la cultura. Yo no sé qué cosa es cultura dirigida, pero supongo que ustedes lo sabrán. La cultura es nada más que una, un elemento… Pero que esa especie de ola corre por toda La Habana, de que el 26 de Julio se va a declarar por unas declaraciones la cultura dirigida, entonces…

[FIDEL CASTRO] ¿Dónde se corre esa voz?

[VIRGILIO PIÑERA] ¿Eh? Se dice…

[FIDEL CASTRO] ¿Entre quiénes se corre esa voz? ¿Entre la gente que está aquí se corre esa voz? ¿Y por qué no lo han dicho antes?

[VIRGILIO PIÑERA] Compañero comandante Fidel, yo puedo decir que he oído hablar de esa voz entre las personas que yo conozco. […] Los compañeros podrán decir lo contrario, pero como yo lo sabía, pues he querido sacarlo a colación, como se ha sacado algo de una película, entonces eso es porque como Carlos Rafael dijo que había luchas planteadas, y yo no digo que haya temor, sino que hay una impresión, entonces yo no creo que nos vayan a anular culturalmente, ni creo que el Gobierno tenga esa intención, pero eso se dice. Que lo niegan, está bien, pero se dice. Y yo tengo el valor de decirlo, no porque crea que los que nos van a dirigir nos van a meter en un calabozo ni nada, pero eso se dice. La realidad es que por primera vez después de dos años de Revolución, por la discusión de un asunto, los escritores nos hemos enfrentado a la Revolución, y ahora es, y propongo a este congreso que tenemos que rendir cuentas, ¿comprende?, y entonces este hecho nos produce un poco de impresión, digamos, aunque no digamos el temor. Y eso trae consecuentemente una serie de preguntas y de cosas que uno se hace, que van corriendo y se van formando, y en ese aspecto, como Carlos Rafael pidió una franca franqueza, perdonando la redundancia, yo por eso lo digo, sencillamente, y no creo que nadie me pueda acusar de contrarrevolucionario y de cosas por el estilo, porque estoy aquí, no estoy en Miami ni cosa por el estilo. Voy a cumplir cuarenta y un años (sic), y he dedicado toda mi vida a la literatura, y todos ustedes me conocen. Así, como dijo el compañero Retamar, aquí no hay ningún compañero contrarrevolucionario. Todos estamos de acuerdo con el Gobierno, y todos estamos dispuestos a defender y a morir por la Revolución, etc, etc. Pero eso es una cosa que está en el aire y yo la digo. Si me equivoco, bueno, afrontaré las consecuencias.

[FIDEL CASTRO] Pero, ¿equivocarte de qué?

[VIRGILIO PIÑERA] No, equivocarme no. Algunos compañeros dicen que eso no flota en el ambiente, pero yo digo que sí, ¿comprende? E incluso lo digo un poco como chiste de que lo van a declarar el 26 de julio. Pero es una impresión que hay, sencillamente, y es porque los artistas hasta ahora trabajaron en condiciones anárquicas, y porque usted sabe perfectamente, y sufriendo explotación como el pueblo, y por los gobiernos que teníamos. Ahora no los tiene, y entonces tiene que preguntarse por qué se especula, y es sencillamente porque se hace cincuenta mil preguntas. Porque todo lo que se ha dicho aquí, al fin y al cabo, si se va a manifestar como se dice, se han manifestado dudas y reservas sobre cómo debe ser la creación artística. Está en el ambiente, lo que pasa es que no lo han dicho, lo han dicho con optimismo. Yo lo digo «ramplán».

(Búsqueda y captura a cargo de: Manuel Sosa)

miércoles, 17 de mayo de 2017

La Casa de Cultura

No se ha movido del lugar, es la misma Casa de Cultura que planificaba actividades y nos ofrecía discretas muestras de una perseguida espiritualidad. No se ha movido o la hemos traído con nosotros: lo que importa es su acechanza y la atmósfera que recrea, procurando contentarnos, ofrecernos algo tangencial.
   En la isla, pasábamos frente a sus rejas mirando de reojo, y sabíamos que entrar acarreaba una especie de compromiso del que no sería fácil librarse. Cuando alguien se cree redimible por medio del arte o los libros, jamás se consolará con la vida corriente y las acumulaciones que apuntalan cada biografía individual. Ya no se mirará la naturaleza del mismo modo: se superan los vicios pero quedan los gestos. Ciertos umbrales son laberintos velados; se traspasan y es inútil intentar el regreso.
   Lo que despreciábamos no era la institución o los personajes sembrados en ella. Era su empeño de aleccionar, y usarnos como audiencia. Una de las tablas de salvación del paisano que conserva sus aspiraciones artísticas en el exilio, es la Casa de Cultura como arquetipo. No existe como espacio en sí (aunque puede llegar a serlo), sino como maqueta ideal que le ayuda a aglutinar tendencias, a garantizar que su nombre no pierda la sonoridad, a medirse contra la escuadra que forma a sus espaldas.
   Existe esta falsa certeza entre nosotros, los que nos seguimos amontonando en el Local de disertaciones: tenemos un reto común (enemigos, convicciones, pesadumbres) que nos iguala y nos permite la condescendencia. No juzgamos con severidad el amorfismo de los otros porque venimos siendo variantes del mismo anhelo. Negarles sería negar algo esencialmente nuestro.
   Del taller de creación queda su metodología: la escritura es el eco, la tesitura del que canta la impone el contexto. Escribir desde el desarraigo impone un sabor inequívoco: todo suena igual.
   El boletín cultural de esta Casa tiene muy breve tirada, circulación limitada, pero su factura es exquisita. Los libros se reparten entre unos pocos amigos, y luego desaparecen. Por lo menos reconforta el hecho de saber que existieron.
   Las peñas son concurridas, y de nuevo se olvidan las posibles diferencias entre unos y otros. El gentío canta al unísono. Peñas pudieran ser: las revistas que parodian lo elegante, los portales donde se rumia la proclama clavada en la puerta, los concursos gratuitos, el papel que se pasa de mano en mano (es anónimo) y dice: “Todo el que pretende situarse siempre por encima de los acontecimientos, se queda más solo que la uva.” La peña es complicidad y decantación: quienes intenten sobresalir por cuenta propia, serán vituperados.
   Esta Casa de Cultura, cuyos oficiantes aspiran a conservar activa, garantiza un mínimo de solidaridad a quienes persistan en ofrecerse como memoria del destierro. Nunca sobrarán instructores, aficionados, talleristas aventajados y cobertura paternal. Si alguien decide no afiliarse, no podrá decir que le faltaron insinuaciones.

© Manuel Sosa

lunes, 15 de mayo de 2017

Realismo socialista con turbina rota

De la lectura tardía que hice de Las iniciales de la tierra conservo dos reminiscencias: el arte innato para narrar de Jesús Díaz, y el aborrecimiento que su protagonista me llegó a inspirar. Porque aquella figura me resultaba demasiado conocida, como el típico retrato de la generación que nos antecedía: nuestros maestros y vecinos integrados al proceso, quizás nuestros propios padres, siempre debatiéndose entre la espontaneidad y el compromiso. Pertenecer al Partido, por ejemplo, implicaba un acatamiento de reglas que limitaban cualquier destello individual, por muchos privilegios que refrendase el militante. En aquella época, tener un carné rojo les impedía a hombres y mujeres tomar decisiones estrictamente personales, si hablamos de fidelidad conyugal, relaciones fraternales, correspondencia con familiares, preferencias sexuales, creencias religiosas. ¡Y la apariencia física, sobre todo! El personaje de Jesús Díaz funcionaba en tanto arquetipo de aquel individuo cotejado por el orden más rígido y retórico que pudiera concebirse.
   Curiosamente, ese orden fue idealizado en la literatura por escritores sospechosos de herejía, o en pleno ostracismo. Unos pocas novelas y relatos se encargaron de trasladar el cuerpo engarrotado del obrero eslavo a su réplica antillana, para creerlo vivo y lleno de contradicciones. Pero más que la prosa, fue en la poesía donde se detallaron sus proezas y querellas con mejores efluvios, y nadie hubo de extrañarse de que al verso regresaran los martillos y surcos, los bueyes y las cosechas. Los mártires bajaron de sus marcos y se sentaron a la mesa rústica, a degustar el fortificante gofio de la mañana y las variedades enlatadas de Bulgarkonserv por las tardes. Curiosamente también, a tres décadas de su eclosión, los pocos escritores cuyo perfil y comportamiento les hicieron acreedores de la confianza partidista siguen esperando una mirada retrospectiva. Y es que aún no han sido reeditados por esa industria de la nostalgia que sí se detiene a exonerar la obra de quienes obtuvieron, no demasiado tarde en sus vidas, el perdón oficial. ¡Con qué fruición se pronuncian hoy esos nombres, Zhdánov, Pavón, Serguera, cuya culpabilidad atenúa la de sus amos invisibles, los que aseguran haber estado entonces mirando para otra parte!
   Esa literatura, que se suponía erradicada con el fin de las conservas y el petróleo, primeramente se mudó a las ciudades, aferrada al instinto de supervivencia, para luego emigrar y explorar el mercado mundial, sabiendo que un escenario apocalíptico resultaba ideal para satisfacer la tradicional curiosidad de occidente. Y es que el realismo socialista, siempre aceptado por la masa de lectores, prospera en la facundia que propician las circunstancias, porque parece recontar sin esfuerzo, copiando el entorno, mostrando la proximidad y la simpleza de los dilemas cotidianos, haciendo ver al usuario que sus héroes están cerca y respiran el mismo aire.
   Cuando el drama existencial de un individuo no podía ser otro que su dependencia del colectivo (el gremio, la comunidad), y sus flaquezas y retos se sabían subsanables, al escritor no le convenía aventurarse en planos adyacentes que le impidiesen el retorno. Sus personajes no atravesaban laberintos, ni se perdían en abismos del inconsciente: se conformaban con el espacio que la lógica y la razón les asignaban. Pero una vez limitadas las necesidades inmediatas, al ser retirados los subsidios, los personajes fueron perdiendo docilidad y terminaron integrándose a la incertidumbre de la nueva atmósfera. Al escritor no le resultó difícil proseguir el mismo discurso; sólo tuvo que imaginar que su protagonista, acostumbrado a una ducha tibia y crepuscular, tendría que aprender a vivir con la turbina rota, de manera permanente. Y ese aprendizaje le haría sumamente agresivo, le cambiaría el vocabulario y le abriría "the doors of Perception". En suma, no tendría que cambiar el estilo, sino el paisaje.
   ¿Qué ha pasado con el realismo socialista, ahora que todo se torna imprevisible? Si se presta atención, se le podrá encontrar en la misma retórica elemental, los inagotables paradigmas que le sustentan y las mansas interrogantes que le hace al medio. Su pobreza estilística y conceptual ha logrado dar con la máscara perfecta, un adjetivo que no admite réplicas: "sucio". De modo que lo socialista trocado en sucio sigue reflejando, con apellido impertinente, la misma escena y los mismos personajes desde París, La Habana y Miami. ¡Y luego dicen que una turbina rota no trae beneficios!

© Manuel Sosa

viernes, 12 de mayo de 2017

Traductor de guardia: Dos de Robert Frost

“Deteniéndome junto al bosque en una noche de nieve”

Al dueño de estos bosques creo conocer,
pese a que tiene su casa en el pueblo;
no podrá ver cómo me detengo aquí
para admirar sus bosques colmados de nieve.

A mi pequeño corcel le resultará curioso
el detenernos sin que haya alguna hacienda a la vista,
entre bosques y lagos helados,
en la noche más tenebrosa de todo el año.

Hace sonar las campanillas del arnés
como si indagara por lo que nos ocurre;
el único otro sonido es el barrer
del viento y los copos que caen.

Los bosques son bellos, oscuros y profundos
pero me quedan promesas que cumplir
y millas por delante antes de dormir,
y millas por delante antes de dormir.

“Fuego y hielo”

Algunos dicen que el mundo terminará
envuelto en fuego;
algunos dicen que en hielo.
Por lo que he paladeado del deseo
me uno a esos que favorecen el fuego.
Pero si tuviéramos que perecer dos veces,
creo saber lo suficiente del odio
para decir que el hielo es magnífico
para destruir
y sería suficiente.

© Manuel Sosa

miércoles, 10 de mayo de 2017

Tareas de poeta, tareas de funcionario

Llamarse poeta o representarlo ha de significar, para muchos, un inconveniente a la hora de encarar la Lógica y debatir sobre proporciones y practicidad. Ser poeta implica atenerse a otras reglas, nunca las que se piden seguir; mucho menos las que un orden físico impone en aras de salvar conceptos difusos como la soberanía, el civismo y la sensatez. A un poeta se le podrá reprochar su falta de responsabilidad, su falta de visión política, su egoísmo. Quizás sean, de un modo tan antojadizo que no sabríamos ni explicarlo, sus mejores armas.
   Si se me dispensa la obviedad: sin ingenio ni dominio del lenguaje el poeta no llega a parte alguna. No es extraño que un buen escritor sobreviva por el día imitando otros estilos, haciendo de traductor, redactando documentos y revisando ponencias por encargo; y por la noche: escribiendo su propia obra. El poeta, si quiere, puede imitar la redacción del funcionario, hacerla creíble y venderla como pieza auténtica. Ya sabemos: lo contrario no ocurre. Cuando el funcionario materializa aspiraciones estéticas, por mucho que las aderece, no se sostendrán por mucho tiempo, ni resultarán convincentes.
   Yo no creo en el posible prodigio de una hacienda quimérica (“improductiva”, diría alguien) que se sostenga a costa de otra ventajosa, idónea y respaldada por el poder oficial. Usted tendrá que decidirse: escribe trenos o actas. La línea divisoria no la diluyen las intenciones ni el talento. Componer y redactar siguen siendo cosas diferentes. Al poeta, que no lo manejen las circunstancias, y que sólo compare su obra visible con la obra posible. Al funcionario, para no pedirle mucho, que se limite a funcionar dentro del mecanismo que le sostiene.
   La llamada Generación de los Ochenta en Cuba, dispersa como ninguna otra, sigue tratando de desentrañar el credo que habrá de conciliarla con el país y su sentido ulterior. La siguen marcando las escisiones, los desencuentros, el énfasis político, el prurito verbal. Y pudiera agregarse: la manera en que cada cual ha expuesto su entereza. Nadie ha podido levitar en atmósferas neutrales, teniendo siempre que lidiar con tanta afanosa Realidad. Porque no es exiliarse o permanecer, hacer silencio o amplificar la voz. El reto ha sido siempre, ni más ni menos, hablar y escribir con honestidad, dígase lo que se diga.
   De cómo la pátina del funcionario ha revestido a ese poeta que leíamos ayer nos cuenta su retórica oportuna, y las omisiones que adivinamos cuando describe sus propias frustraciones. Yo no hubiera querido crecer junto a futuros embajadores y titulares, junto a esos que alguna vez sintieron el peso del Poder y ahora trasudan obediencia. Pero ahí estamos, en las mismas antologías, compartiendo esa voz que ahora la crítica acusa de ser recitativa. Y compartiendo, por demás, ataduras físicas. Los que fueron investidos allá en la isla, cuando viajan a otros países, tienen a bien guardar su credencial cartaginesa y sentarse a la mesa romana, tras el disfraz de turno. Los que regresamos a la isla debemos someternos al escrutinio y al reciclaje que nos devolverá, provisionalmente, la calidez del hogar. Tan atados a los procesos, somos el Proceso.
   Así que hoy, si me hablan de sueño común, compilatorio y generacional, yo prefiero imaginar un país donde no se comercie con la miseria de nadie, sea poeta o funcionario. Un país donde se pueda distinguir claramente quién es uno y quién el otro, sin tener que leerlos para darnos cuenta. 

© Manuel Sosa

lunes, 8 de mayo de 2017

Historia

Recién graduada, la joven profesora de Historia se enfrenta a su primera clase. Lo que más la sobrecoge no es el silencio y la docilidad de sus alumnos, sino la extrañeza de ejercer un poder que siente ahora suyo. Todo profesor ha sentido esta experiencia, se dice a sí misma. Si quisiera, podría alterar la visión de estos niños: mezclar hechos comprobados con datos subjetivos, alterar la propia historia. Tan grande es su poder.
   Por la noche, preparando la lección del día siguiente, revisa el manual de curso y comprueba, ya sin sorpresa, que quienes escribieron el programa se le habían adelantado.

© Manuel Sosa

viernes, 5 de mayo de 2017

El juego de sustituciones

Antes de abandonar la isla, fuese cual fuese el motivo que nos impulsó, casi todos tuvimos que sentir una extraña resistencia, en los días finales, en las horas que eran estertor y apego (el desprendimiento de la costumbre) que nos convencía de aquella certeza sólo discernible por nosotros mismos: sería imposible reemplazarnos.
   Quien se marcha, busca consuelos de tal naturaleza: “No podrán ocupar mi espacio.” Infructuoso bálsamo, nunca cerrará la herida que evidencia lo que fue arrancado, o cortado con arte para simular una inserción. Quizás sea nuestro único aliciente, sabiendo que vamos hacia lo irreversible, al segundo nacimiento, a la primera muerte.
   En los pueblos pequeños los desplazamientos funcionaban de otra suerte. Para algunos, emigrar era casi difuminarse. Era la invisibilidad y la resignación a convertirse en murmullo y rescoldos, para luego apagarse completamente. Un día teníamos un vecino, afable o taciturno. Al día siguiente, teníamos un fantasma.
   Hay quienes se ocupan de tabular esas ausencias, y de imaginar los escenarios posibles, de no haberse producido. En mi pueblo, alguien mantiene una lista espectral y juega a la especulación: “Ahora él estaría haciendo esto, y viviría allí, en la casa de la mujer que dejó atrás, la que estaba destinada a acompañarle hasta el fin.” Cada uno de sus espectros persiste en demarcar los espacios que reclaman los suplentes, intencionales o no. Sí, porque hay cuerpos que se expanden sobre lo inevitable: un hombre que no nació para blandir el hacha marcial, tropieza con ella al ser borrado el destinatario original, y la usa para cortar leños.
   Otros se consuelan con su pobre versión de la metempsícosis, creyendo que lo que fue segado por el hombre habrá de ser restituído por el dios: habrá un reencuentro como pago del despojo.
   Alguien me escribe desde allá: “Nadie sabe que cada cual construye su propio paraíso. Todo eso que anhelas y no se te da, y que enmarcas en lo posible, es tu paraíso aguardándote. No vale la pena creerse otra cosa, un salón o una pastura llena de feligreses dando vivas. Eso sería, cuando menos, el averno.”
   Dos mundos paralelos, muchos argumentos se siguen desprendiendo de esa tesis. Aquí hablamos o cantamos, sabiendo que permanecemos silenciosos en el plano conjetural. Los suplentes acumulan páginas, ritos, pequeños triunfos que debieron ser nuestros.
   Será difícil convencernos de que somos prescindibles, y de que nos han repuesto exitosamente. Un sitio diezmado por la plaga y la guerra no merece, no puede redimirse gracias a nuestra incorporeidad, decimos hoy. Podrá atenuarse la devastación, pero no habrán de resucitarnos en otros.
   La isla es un telón alfilereado, que si se muestra a contraluz deja ver los miles de pequeños orificios que esplenden: nuestra ausencia.

© Manuel Sosa

miércoles, 3 de mayo de 2017

La Cultura, compañeros

La cultura del amor a las raíces.
La cultura del sostenido aliento.
La cultura del rescate de valores.
La cultura de los giros novedosos.
La cultura de la voz inconfundible.
La cultura del contexto adecuado.
La cultura de los aciertos parciales.
La cultura de las propuestas válidas.
La cultura de los hallazgos formales.
La cultura de las instancias superiores.
La cultura de los ambiciosos proyectos.
La cultura de los cambios estructurales.
La cultura de una concurrida audiencia.
La cultura de las delegaciones numerosas.
La cultura de las consideraciones teóricas.
La cultura de la honda raigambre popular.
La cultura del cadencioso y peculiar ritmo.
La cultura del profundo sentido humanista.
La cultura del ejercicio sostenido de la crítica.
La cultura de las correspondencias orgánicas.
La cultura del reflejo de los valores auténticos.
La cultura de las tendencias homogeneizadoras.
La cultura de los aportes significativos y sustanciales.
La cultura de la voluntad de conquistar un sello propio.
La cultura del pleno dominio de los recursos expresivos.
La cultura de la integración a un proyecto más abarcador.

© Manuel Sosa

lunes, 1 de mayo de 2017

Pérdida del enemigo clásico

Desafortunado aquel que carezca de adversarios. Y condenado a envilecerse aquel que no sabe distinguirlos de los enemigos. Pero entonces, ¿adónde va quien deja de respetarse a sí mismo por no respetar al contrario, quienquiera que sea? Alguna vez existió un código, tácito, que nos guardaba de la victoria total y sus excesos. Porque al enemigo habrá que dejarle un margen, aunque sea mínimo, para que su integridad humana siga intacta. Si es difícil mantener una justa honrosa, más difícil es ganarla y no mancharnos de soberbia.
   Discutir, hoy, es un acto ilusorio. Podemos gastarnos en practicar rivalidades a través de la ironía, las sutilezas y los sarcasmos, pero son figuras excepcionales en este campo que hemos heredado sin merecerlo. Un campo donde abunda la saña y la degradación.
   Contender significa, para las guarniciones que se adhieren al credo corriente, ganar sin que importen los procedimientos: golpes bajos, epítetos ordinarios, acusaciones sin pruebas, autoelogios desmesurados, revelaciones íntimas e innecesarias, juegos fáciles de palabras, verbosidad anónima, publicación de correspondencia privada, amenazas, intrepidez virtual sin ánimo de verificación real, repartición de sobras a los seguidores, falta de originalidad argumental. Y más falaz aún: ausencia de estilo e ingenio.
   Ganen o pierdan, el resultado será el mismo: una oportunidad perdida. Triunfos por omisión, por no presentación. Derrotas no reconocidas y letanías que enumeran culpas ajenas. Siempre habrá motivos para el alarido impune. Al pisar la arena, los contendientes forzarán el brote de la sangre con las viejas ansias con que alguna vez  mendigaron la paciencia de los espectadores.
   Si al bufón se le concediera la victoria, el anfiteatro aplaudiría con el mismo entusiasmo.

© Manuel Sosa