La crítica literaria cubana usa dos disfraces. Con
el primero atiende lo general y lo mediato. Con el segundo examina lo
particular y toda la inmediatez que le resulte conveniente. Así entonces,
cuando se le interroga sobre el estado de la literatura actual, se torna severa
y sentenciosa. Descree de tanta escritura desarraigada, llámese exilio o
periferia; y sospecha a la vez de la prolijidad del relato insular, visto como
consumación de los nuevos poderes o como un resultado natural de sus políticas
instructivas. Es una crítica nostálgica, que evoca un pasado reciente ya
canónico y que hoy se asume irrepetible, tal como van los destinos.
Pero toda
esa severidad se deshace a la hora de ejemplificar porque, precisamente, no se
preocupa por recorrer el catálogo disperso, ni sabe asumir los riesgos de
confrontarlo. La crítica examina el libro de turno, ese que se recibió por
gentileza del autor o la editorial, y se pierde en la generalización. Un libro
que tan bien representaría la decadencia que harto se pregonó, resulta ser otra
de las muchas excepciones. Porque al llegar la estación siguiente se recibirá
otro libro en el correo, y tendrá su reseña favorable; un ciclo que se repite
en aras del intercambio amable entre amigos y suscriptores. Una literatura
agotada y retórica, pero atiborrada de textos magníficos, según los jueces.
Aclárese el
dato: la crítica literaria es dadivosa cuando se torna específica, y también
piadosa cuando prefiere la mordaza. Un libro fallido no merece pormenores. Es
mejor el silencio que la confrontación o la condena de ser vistos como nuevos
“Scottish reviewers”. El enojo de Byron sigue corriendo en las venas
antillanas. Nuestros críticos no saben, no quieren afilar sus lápices rojos.
Aquí sólo caben ciertas palabras, como puro ejercicio de antonimia: bullicio y
mudez; adulación y desprecio. Para unas, sobran ejemplos; para las otras,
páginas.
Recién
hemos descubierto que nuestra nación padece un excedente de poetas y
novelistas. No se necesitan pruebas de ello; basta el sentimiento de
culpabilidad que nos sobrecoge al sentirnos parte de esa masa sedienta. El
ingenio justifica la frase. ¿Qué ocurrió para que este país haya tenido que
refugiarse en el mundo del espejo, en la ilusión de creerse artífice de algo?
Si
aseguramos que donde abunda lo ordinario escasea la excelencia, podrá salvarnos
el sentido de alerta que aviva tal desconfianza. Sin embargo, la crítica
literaria cubana ha perdido ese filo avizor, porque apuesta por la resurrección
de un cadáver largamente velado y ya emancipado por la propia tierra. Confían
en el retorno de la palabra calada en el Ser, en forma de corpus que imanta los
fragmentos útiles. Esta crítica nunca ha sabido reconocer las verdaderas
lagunas de las analectas que defienden. Se han alejado del texto para invocar
posibles cosmogonías; han promovido una equivocada noción del ingenio insular,
confundiéndolo con la volubilidad; transvasan credos, del sujeto a la obra, y
viceversa; han procurado “entender” a fuerza de raciocinio…
La gran
literatura cubana, si vuelve, si hace falta, si es que existe o existió, sabrá
reinventarse allí donde menos la espera el comité de bienvenida con sus fagotes
y panderos. Lo imprevisible como golpe de gracia, ansiando otro tipo de
armonía, esa que nadie atina a reconocer.
© Manuel Sosa
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