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miércoles, 8 de marzo de 2017

“Criticar al Crítico”

La crítica literaria cubana usa dos disfraces. Con el primero atiende lo general y lo mediato. Con el segundo examina lo particular y toda la inmediatez que le resulte conveniente. Así entonces, cuando se le interroga sobre el estado de la literatura actual, se torna severa y sentenciosa. Descree de tanta escritura desarraigada, llámese exilio o periferia; y sospecha a la vez de la prolijidad del relato insular, visto como consumación de los nuevos poderes o como un resultado natural de sus políticas instructivas. Es una crítica nostálgica, que evoca un pasado reciente ya canónico y que hoy se asume irrepetible, tal como van los destinos.
   Pero toda esa severidad se deshace a la hora de ejemplificar porque, precisamente, no se preocupa por recorrer el catálogo disperso, ni sabe asumir los riesgos de confrontarlo. La crítica examina el libro de turno, ese que se recibió por gentileza del autor o la editorial, y se pierde en la generalización. Un libro que tan bien representaría la decadencia que harto se pregonó, resulta ser otra de las muchas excepciones. Porque al llegar la estación siguiente se recibirá otro libro en el correo, y tendrá su reseña favorable; un ciclo que se repite en aras del intercambio amable entre amigos y suscriptores. Una literatura agotada y retórica, pero atiborrada de textos magníficos, según los jueces.
   Aclárese el dato: la crítica literaria es dadivosa cuando se torna específica, y también piadosa cuando prefiere la mordaza. Un libro fallido no merece pormenores. Es mejor el silencio que la confrontación o la condena de ser vistos como nuevos “Scottish reviewers”. El enojo de Byron sigue corriendo en las venas antillanas. Nuestros críticos no saben, no quieren afilar sus lápices rojos. Aquí sólo caben ciertas palabras, como puro ejercicio de antonimia: bullicio y mudez; adulación y desprecio. Para unas, sobran ejemplos; para las otras, páginas.
   Recién hemos descubierto que nuestra nación padece un excedente de poetas y novelistas. No se necesitan pruebas de ello; basta el sentimiento de culpabilidad que nos sobrecoge al sentirnos parte de esa masa sedienta. El ingenio justifica la frase. ¿Qué ocurrió para que este país haya tenido que refugiarse en el mundo del espejo, en la ilusión de creerse artífice de algo?
   Si aseguramos que donde abunda lo ordinario escasea la excelencia, podrá salvarnos el sentido de alerta que aviva tal desconfianza. Sin embargo, la crítica literaria cubana ha perdido ese filo avizor, porque apuesta por la resurrección de un cadáver largamente velado y ya emancipado por la propia tierra. Confían en el retorno de la palabra calada en el Ser, en forma de corpus que imanta los fragmentos útiles. Esta crítica nunca ha sabido reconocer las verdaderas lagunas de las analectas que defienden. Se han alejado del texto para invocar posibles cosmogonías; han promovido una equivocada noción del ingenio insular, confundiéndolo con la volubilidad; transvasan credos, del sujeto a la obra, y viceversa; han procurado “entender” a fuerza de raciocinio…
   La gran literatura cubana, si vuelve, si hace falta, si es que existe o existió, sabrá reinventarse allí donde menos la espera el comité de bienvenida con sus fagotes y panderos. Lo imprevisible como golpe de gracia, ansiando otro tipo de armonía, esa que nadie atina a reconocer.

© Manuel Sosa

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