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lunes, 20 de marzo de 2017

Traductor de guardia: El Boticario del Cielo

“Ha pasado tanto tiempo desde la primera vez que tomé opio, que si hubiera sido un incidente banal en mi vida habría olvidado la fecha: pero los hechos cardinales no pueden olvidarse; y de acuerdo a las circunstancias relacionadas con ello, tengo que hacer referencia al otoño de 1804. Estaba yo en Londres por aquellos meses, llegado allí por vez primera para comenzar mis estudios universitarios. Y mi conocimiento del opio ocurrió del modo que sigue. Desde edad temprana había hecho costumbre de lavarme la cabeza con agua helada al menos una vez por día: sintiendo un repentino dolor de muelas, lo atribuí a un relajamiento causado por el involuntario abandono de tal práctica; salté de la cama; sumergí mi cabeza en una jofaina de agua fría; y me devolví al sueño sin secarme los cabellos. La siguiente mañana, como es de suponer, desperté con unos terribles dolores reumáticos en la cabeza y en la cara, los cuales no se aliviaron por más de veinte días. Fue el día veintiuno, creo recordar, y un domingo, cuando salí a recorrer las calles; más bien con el propósito de huirles, de haber sido posible, a mis tormentos, sin albergar otra intención. Me encontré de casualidad con un conocido de la escuela que me recomendó el opio. ¡El opio! ¡Temible agente de placeres y dolores inimaginables! Había oído de él lo mismo que del maná y la ambrosía, pero no mucho más: ¡cuán insignificante era aquella palabra entonces! ¡qué acordes solemnes hace resonar hoy en mi corazón! ¡qué vibraciones cardíacas de tristes y alegres recuerdos! Regresando por un momento a ellos, siento que una mística significación se adhiere a los más ínfimos pormenores que atañen al lugar y el tiempo, y al hombre (si es que era humano) que por primera vez abrió para mí el Paraíso de los comedores de opio. Fue un domingo por la tarde, húmedo y lúgubre: y este mundo nuestro no tiene un espectáculo más desolador que el que ofrece un domingo lluvioso de Londres. El camino de regreso me llevó por toda la calle de Oxford; y cerca del "majestuoso Panteón" (como el Sr. Wordsworth deferentemente le ha llamado) vi la tienda de un boticario. El boticario —¡inconsciente ministro de placeres celestiales!— como si estuviera en concordancia con el lluvioso domingo, mostraba un aspecto desolado y estúpido, como debiera parecer cualquier otro mortal boticario ese día: y, cuando le pedí la tintura de opio, me la proporcionó del mismo modo que lo hubiera hecho otro hombre: y más aún, de mi chelín, me devolvió lo que parecía ser un auténtico medio penique de cobre, sacado de una auténtica gaveta de madera. Sin embargo, a pesar de esos indicios de humanidad, desde aquel entonces ha existido en mi mente como la visión beatífica de un boticario inmortal, enviado a la tierra en misión especial destinada a mi servicio. Y esta manera de considerarlo es confirmada por el hecho de que, cuando regresé a Londres, lo busqué cerca del majestuoso Panteón y no lo encontré: y es así que para mí, quien no conocía su nombre (si es que nombre tenía) parecía haberse esfumado de la calle de Oxford en vez de haber desaparecido de algún modo físico. El lector pudiera elegir el considerarlo, posiblemente, algo más que un boticario terrenal: puede que así sea: pero mi fe es superior: creo que su destino fue la evanescencia, o la evaporación. Así de reluctante asociaría yo cualquier recuerdo mortal con aquella hora, lugar y criatura, las que por primera vez me trajeron el conocimiento de la droga celestial.”

(Tomado de Confesiones de un comedor de opio, Thomas de Quincey)

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