Una de las maneras más espectaculares de ejercer la
crítica literaria, en la Cuba de carreteras polvorientas y largos viajes en
ómnibus, era arrojar el libro por la ventana. No pocas veces tuve que ceder a
ese impulso liberador, sobre todo cuando el ejemplar escrutado rebasaba la
cuota permisible de cinismo. Eran aquellos libros de encargo, en tiradas
impresionantes, cuyos redactores se tomaban la misión en serio y hurgaban en la
vida de alguien con el propósito de ridiculizarle, cuando menos.
Y es que
así recuerdo aquella edición caída en mis manos por azar, con un título tan
poco imaginativo como “La espiral de la serpiente” o algo por el estilo, donde
se detallaba la vida del ciudadano escritor Alexander Solzhenitsyn y se le
reprochaba cada una de sus aristas humanas. Ni una sola palabra sobre su
literatura. Todo un libro, firmado por un checo, para explicarnos que aquel
hombre era un gran miserable, según la preceptiva moral soviética.
Lejos de
ensuciar su faz humana, el libelista conseguía que sus lectores simpatizaran
con el objeto (sujeto) de escarnio. “Si se han tomado el trabajo de
pormenorizar su existencia, y recontar tanta nimiedad han de odiarle sin
medida; debe ser una persona especial, un escritor sumamente peligroso”, se podía
pensar. Resultado crítico: una cuneta en la carretera de Santa Clara a
Manicaragua.
Fue por
ello que busqué y encontré Un día en la
vida de Iván Denísovich, publicado por aquella Colección Cocuyo que hoy
debe haberse apagado en su monte ralo. Ese libro nos retrataba y nos hablaba
del consuelo de las cosas más inverosímiles: un mendrugo de pan, una
colchoneta, un minuto de contemplarse en la paz propia y que ningún muro puede
contener.
El retrato
de Solzhenitsyn es abigarrado, y quizás resuma todo lo que es típico de un
escritor bajo el yugo totalitario: censura, cárcel, amenazas, mutilación y
secuestro de obras, expulsión de la Unión de Escritores, destierro, escarnio,
despojo de su nacionalidad, silencio. Para él hubo, por suerte, regreso. “Regresaré
después de mis libros”, dijo; y así fue.
A esa hora
no le íbamos a reprochar su Premio Nobel, en el año que más cerca estuvo Borges
de recibirlo. En su caso, le pudo servir de escudo, cosa rara en un lauro tan
decadente como ese espejismo sueco. Cuando murió, desapareció el profesor de
matemáticas, el ícono de las voces soterradas, el sobreviviente. Se oscureció
así una lejana ventana, esteparia y brumosa, donde apagaron la cera y
devolvieron un libro furtivo a su estante.
© Manuel Sosa
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